SEVILLA / El discreto encanto de la obra desconocida

Sevilla. Teatro de la Maestranza. 24-10-2019. Alexandre Da Costa, violín. Real Orquesta Sinfónica de Sevilla. Director: John Axelrod. Obras de S. Wagner y R. Wagner.
Comenzó la Real Orquesta Sinfónica de Sevilla (ROSS) su nueva temporada de abono, probablemente última bajo las órdenes de su actual director titular, John Axelrod, poniendo en los atriles una obra desconocida para el público que sigue a la orquesta, el Concierto para violín de Siegfried Wagner. No se ha prodigado nunca la Sinfónica en la exploración de territorios ignotos, y no es que esta pieza de 1915 sea ni mucho menos una composición extraviada, pero sí que resulta algo a contramano y, desde luego, hasta la fecha está al margen del repertorio.
Tanto Axelrod como el solista invitado, el violinista Alexandre Da Costa, se empeñaron al máximo en hacer de la partitura una obra grande, incluso más de lo que sus costuras tejen. Porque es esta una obra que rezuma a Wagner (Richard) pero que resulta, en su desarrollo, más espartana y trivial. No se le puede negar épica ni agitación interna, pero queda ahí, ahí, en el punto justo como para que celebráramos su audición. Desde los primeros compases Da Costa mostró un sonido brioso y riquísimo en armónicos, un punto áspero; toda una lección de virtuosismo que permitió al público disfrutar del sonar del Stradivarius del artista canadiense.
Da Costa acaba de grabar el Concierto con la Staatskapelle Halle y Josep Caballé-Domenech (Sony Classical) y por ello tiene una comprensión profunda de esta página. La entiende como un viaje sin remanso en el que la orquesta, más que un compañero, se asemeja al entorno amenazante del caminante. La Sinfónica y Axelrod encontraron un punto intermedio de aproximación, ni henchido tardorromanticismo ni liviandad cinematográfica. Como propina Da Costa interpretó una versión camerística de Aleluya de Leonard Cohen, tan intrascendente como bonita. Aunque el adjetivo ‘bonito’, en arte, es decir más bien poco a favor.
De papá Wagner se ofreció en la segunda parte un Idilio de Sigfrido algo desencajado, disperso y carente de tensión interna. Más pareció un ensamblaje de piezas que una visión de conjunto; aunque no pudo negársele una ejecución instrumental competente. En cambio, el Preludio y Muerte de amor de Isolda fue harina de otro costal. Con una planificación nada morosa, el director norteamericano busco más lo escultural que lo trágico y así edificó la obra presa de una calmada melancolía. Toda esa idea de fin de ciclo, de fin de una era tan consustancial a estos pentagramas, estuvo ahí. Y la ROSS —con una descomunalmente entonada sección de cuerda— le respondió con arrobo.
(Foto: Guillermo Mendo – Teatro de la Maestranza)
Ismael G. Cabral
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