Schubert y la tristeza del modo mayor

Para Schubert, no existía música alegre. Así se lo confesó una vez a un amigo. El filósofo Ludwig Wittgenstein glosó la afirmación de manera extraordinaria en uno de sus apuntes: “En la música de Schubert, el modo mayor suena a menudo más triste que el menor”. El comentario aparece entre paréntesis en el contexto de una reflexión más general sobre el carácter de los modos musicales. Wittgenstein lo formula de pasada y sin énfasis alguno, como si se tratase de una aseveración tan obvia y notoria que no hace falta detenerse sobre ella. A mí me ha parecido siempre una de las intuiciones más sorprendentes y agudas acerca de la música de Schubert.
Hay varios ejemplos en el catálogo schubertiano de piezas en modo mayor que transmiten, pese a todo, un sentimiento de punzante tristeza. Se me ocurre la canción “Die Nebensonnen” de Viaje de invierno o “Des Baches Wiegenlied” de La bella molinera, pero pocos ejemplos resultan tan significativos al respecto como el “Andante sostenuto” de la Sonata para piano D 960. El movimiento empieza en la tonalidad de Do sostenido menor y sigue el esquema ternario ABA. Después de la sección inicial, de ambientación intima y elegíaca, la parte central (3’20”) en La mayor despliega un lirismo más fluido, apoyado primero en una pulsación de semicorcheas repetidas y luego arpegiadas. Tras una brusca interrupción y un compás de silencio, regresa la sección inicial en Do sostenido menor (5’53”) con algunas significativas variaciones: la más llamativa es la presencia en el registro grave de un inciso de tres semicorcheas en staccato que introduce un rasgo inquietante y obsesivo.
Pero hay otra sorpresa. En el compás 103 (6’55”), la pureza del Do mayor se impone de manera repentina a la maraña de sostenidos y, veinte compases más tarde (8’28”), el tema se instala en la tonalidad de Do sostenido mayor hasta el final. La transición de modo menor a mayor suele conllevar una sensación de calor y luminosidad, y sería lógico pensar que este recurso sirva para introducir en la pieza un matiz esperanzador. En realidad, ocurre lo contrario. A diferencia de la música mozartiana, donde alegría y dolor se presentan a menudo como principios complementarios y es suficiente un pequeño cambio de matiz para que un elemento bufo adquiera de repente una coloración trágica, en Schubert alegría y dolor conforman dos polos opuestos e irreconciliables: el uno excluye al otro.
Si la conclusión del “Andante sostenuto” suena descorazonadora tal vez sea porque el consuelo que aporta el modo mayor es percibido aquí como una especie de simulacro cruel. Schubert no era un pesimista, creía en la felicidad y la reproducía en su música para constatar amargamente que la felicidad existe, pero no le había tocado a él. La felicidad está presente, pero como algo distante, remoto, en otro lado. Sus piezas actúan con la intensidad de un desengaño supremo: la alegría que la música logra representar de una forma tan veraz y concreta hace aún más gratuito y penoso el sufrimiento personal. Para el infeliz, posiblemente no haya música más triste que la alegre.
Stefano Russomanno
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