Santiago Salaverri, del análisis a la síntesis
Hay lamentos y lamentos. Nuestro pianto por María Weissenberg y por Santiago Salaverri es algo que va más allá de lo que sucede en otras ocasiones. Para nosotros han sido dos golpes demasiado fuertes, de esos que te dejan debilitado porque, aunque lo esperabas, sientes que se van para siempre dos seres muy queridos, dos seres muy bellos, extraordinarios, dos cabezas sabias, cada una a su manera. Disculpen si esto tiene algo de lírico, no es mi intención componer oda, himno o elegía. Que quede un poco a modo de pianto es inevitable.
Voy a evocar un poco a Santiago Salaverri. Nos llamábamos tocayo el uno al otro, nada más natural. Puede parecerlo menos que él me llamara Bohuslav, pero eso tiene su explicación; no merece la pena darla ahora. Tuve ocasión de colaborar con él en varios proyectos, como las series de grabaciones para El País. Y recuerdo especialmente aquellas veces en que me presentaba como conferenciante ante los Amigos de la ópera, en aquellas charlas que dábamos en el Real, las mismas que llevaba adelante María Weissenberg en cuanto a producción. Que yo admirase a Salaverri tiene su lógica, pero lo contrario ya me parecía menos evidente. Tenía que llamarle al orden: modera esos elogios en la presentación, te lo ruego, tocayo. Era, por mi parte, lo que estudió Belinda Cannone en su libro El sentimiento de impostura. Me pasman los impostores, tanto como para tratar de no serlo. Pero Santiago alababa, animaba la charla que iba a tener lugar, te ponía en situación de que no defraudaras aquella celebración. Y, al trabajar en estos asuntos musicales y operísticos, él era lo contrario del impostor. Era el sabio, el que posee dos características que no suelen ir unidas: la capacidad para el poco placentero trabajo de análisis y el conocimiento en el logro de la síntesis, gracias al análisis previo, mas también a la intuición, que no es sino una inducción propiciada por el estudio y la experiencia (estética, en este caso).
Nunca le agradeceré lo suficiente la presentación que hizo de mi libro El siglo de Jenůfa, de ediciones Cumbres, en abril de 2016, sala Gayarre del Teatro Real. La lectura por parte de Santiago Salaverri de aquel grueso volumen fue no solo paciente, sino también prodigiosa. Advertía todo lo que había sido descuidado, mas también lo que encerraba cada uno de los estudios del libro. Si al acudir a una conferencia de Salaverri daban ganas de tomar apuntes, de darle la lata al final, como los discípulos entregados; en aquel caso llegabas a sorprenderte de haber escrito eso: ¿eso lo he escrito yo…?
Inmediatamente después, la salud de Santiago se deterioró. Se prodigaba poco. Lo veíamos poco, salvo Juan Lucas, en unas relaciones paterno-filiales que puedo comprender muy bien. Para mí, Santiago era algo así como un hermano mayor al que había que hacer caso, porque siempre tenía razón, porque había que aprender de su capacidad de trabajo, de su minuciosidad, de su análisis y su síntesis. Protector, a veces. Colaboradores ambos, en ocasiones.
¿Y ahora qué hacemos? Sin ellos dos…
Santiago Martín Bermúdez