SANTANDER / Rattle: variedad de acentos y colores
Santander. Palacio de Festivales. 11 y 12-VIII-2019. Orquesta Sinfónica de Londres. Festival Internacional de Santander. Director: Simon Rattle. Obras de Haydn, Britten, Rachmaninov, Adams y Brahms.
Simon Rattle (Liverpool, 1955) es un maestro siempre bienvenido en España desde la que creemos fue su presentación, a finales de la década de los setenta, en el Teatro Real de Madrid con la Orquesta Philharmonia. No es para menos. Recordemos lo que de él predicaba el insigne pianista Alfred Brendel: “es el director joven más extraordinariamente dotado que conozco”. Y el compositor Berthold Goldschmidt manifestaba que era “el director más grande que había visto nunca”. Una rara avis, en cualquier caso, ya que sin poder en aquella época equipararse a directores integrados en una sacrosanta tradición, como Carlos Kleiber, se manejaba con la mayor de las autoridades y de los desparpajos en cualquier repertorio, de Monteverdi a Messiaen o a los autores ingleses del momento. El gran espaldarazo en la carrera de Rattle vino en 2002 cuando, finalmente, tras muchos años de contacto y de mutua admiración, fue nombrado titular de la Filarmónica de Berlín.
Desde luego el maestro de Liverpool tenía todas las virtudes que se necesitaban para acceder a un cargo así. Su sencilla y natural manera de enfrentarse a los más arduos problemas de la interpretación orquestal, su animada relación con los conjuntos, sus criterios y opiniones, su evidente autoridad con la batuta, su seguridad de concepto ganaron la voluntad de los instrumentistas berlineses, que lo eligieron en perjuicio del aspirante Barenboim. La antigua chispa que encendió el noviazgo entre orquesta y director fue, al parecer, nos recuerda Norman Lebrecht, la interpretación, con tres ensayos, de la Sexta de Mahler en 1987, que supuso un triunfo inenarrable para el director británico.
Han pasado los años, Rattle concluyó su larga singladura berlinesa y desde hace meses ha tomado las riendas de una formación que ya conocía bien como la Sinfónica de Londres, de características y sonoridad tan dispares a la germana, a la que traspasó sus ágiles concepciones y dotó de una flexibilidad nueva gracias a su finura de batuta y a su facilidad para establecer expresivos claroscuros. Siempre hay que admirar en él la capacidad para aclimatarse a cualquier estilo y a cualquier tipo de música. Calibra milimétricamente los planos, maneja el ritmo con autoridad y flexibilidad, y proyecta siempre texturas claras, con lo que su discurso siempre es aireado y ligero, nunca pesante; a lo que contribuye un fraseo absolutamente exento de énfasis, aparentemente espontáneo.
A partir de estas premisas Rattle construye con una endiablada habilidad y potencia sabiamente los parámetros tímbricos; de ahí que su sonoridad, con independencia de la orquesta que dirija, sea en todo momento soleada, de una agresividad bien controlada y una refinada coloración. Las densidades propias de la tradicional escuela germana no figuran en su estilo, que se aproxima en parte al que definía a una personalidad como la de Guido Cantelli y a un heredero como el Giulini —un maestro al que admiraba mucho— y que comulga con determinados presupuestos del a veces insustancial Colin Davis. Por la briosa concepción del ritmo lo conectaríamos también con Leonard Bernstein, aunque es menos amigo de practicar excesivos rallentandi.
Hemos podido apreciar nuevamente estos atributos a lo largo de los dos conciertos reseñados, en los que él y su orquesta han actuado, por segundo año consecutivo, en calidad de residentes. Repetirán el año próximo. En la primera sesión disfrutamos particularmente de un magnífica versión de la Sinfonía nº 86 de Haydn, en la que Rattle hizo auténtico encaje de bolillos, exponiendo de manea diáfana, transparente, el cambiante tejido y clarificando las sorpresas armónicas de la partitura, envuelta en mil luces y colores, acentuada con intención y frescura. El director, en este caso sin batuta y sin podio, moviéndose nerviosamente entre sus músicos, acertó a resaltar el tan característico sentido del humor del músico de Rohrau, especialmente en el movimiento lento, plagado de contrastes, de silencios. Rattle, la orquesta y nosotros disfrutamos de lo lindo y bailamos alegremente en distintos momentos, como en el cadencioso y agreste trío del minueto.
También lo hicimos en la didáctica Guía de orquesta para jóvenes de Britten, en donde el maestro empleó podio y batuta. Diligentemente se movió y estuvo atento a toda entrada y salida, favoreciendo el lucimiento de los solistas de cada familia, que nos hicieron pasar un rato muy alegre y ameno. Mejor que el que experimentamos con la escucha de la casi siempre plúmbea y rapsódica, eventualmente meliflua Sinfonía nº 2 de Rachmaninov, torrencial y repetitiva, demostrativa de la poderosa inspiración melódica e instrumental de su creador y también de sus limitaciones estructurales y de su falta de sentido de la medida. Pieza muy del gusto del director de Liverpool. Desde el principio escuchamos en la ejecución claramente perfiladas las distintas ideas temáticas, con clímax excelentemente conseguidos. Nos quedamos con el sutil pianísimo operado antes del regreso, ya en la parte postrera, del principal y pegadizo tema melódico.
Del segundo movimiento, Allegro molto, ágil y rotundo, chispeante y travieso scherzo, nos pareció magistral la manera de preparar la repetición. La pegadiza melopea del Adagio fue expuesta sin dengues, con el lirismo justo, nada sacarinoso, con pie para que escucháramos el magnífico solo del clarinete. El curso de la música fue creciendo, impulsada por la muñeca de Rattle, hasta alcanzar un clímax esplendoroso. Radiante se abrió el Finale, que fue tomando cuerpo paulatinamente. Fuimos comprobando sin dificultad la forma en la que Rachmaninov nos va trayendo, de manera casi insensible, el recuerdo de la conocida frase el Adagio.
El segundo concierto se inauguraba con un plato fuerte: Harmonielehre de John Adams, singular sinfonía en tres movimientos de 40 minutos en la que pueden apreciarse los rasgos de extracción minimalista del autor, entremezclados con potentes disonancias y conexiones wagnerianas a través del tejido parsifaliano del segundo movimiento. Nombres como los de Sibelius o Mahler, también Wagner, Debussy o Ravel nos vienen asimismo a las mientes. El fúlgido brillo de la instrumentación nos mantiene alerta. Y más en esta ocasión, en la que Rattle supo organizar todo con temple, seguridad y férreo mando, nunca exento del rubato preciso y con un muy natural empleo del legato pese a los furibundos acordes del comienzo y de otros instantes, así el arrebatado y poderoso cierre, con la orquesta a toda presión gritando a plena voz una misma y mantenida nota.
La velada que, como la anterior discurrió entre vítores del agradecido público que casi colmaba el enorme recinto, culminó con la muy lírica y calurosa Sinfonía nº 2 de Brahms, veteada de significativas vetas dramáticas y envuelta en la tan característica pátina tímbrica del compositor hamburgués. Suavísima entrada de los excelsos violines y paulatina instalación en un tempo adecuado luego de mínimas vacilaciones. La música fluyó mansamente y se extasió en la divina frase de los chelos, que inauguran el segundo tema. Naturalidad en la hermosa coda, con sobresaliente frase del primer trompa. Buena letra y lentitud, con expresivos clímax dramáticos, en el Adagio, ligereza y destreza en el Allegretto, que sonó efectivamente, como se pide, grazioso, y animación sin límites, organización cabal y acentuación espirituosa en el Allegro con spirito conclusivo.
Rattle fue cambiando la colocación de la orquesta según la obra a tocar. En unos casos, los chelos se situaban a la derecha, en el borde, otras lo hacían las violas y otra los segundos violines, buscando una sonoridad más penumbrosa o más clara. Dos bises cerraron ambas sesiones. En un caso creemos que una Gymnopédie de Satie orquestada por Debussy. En el otro una Danza eslava de Dvorák, nueva demostración de la calidad de maestro y formación. Disfrutamos con el director también a lo largo de una animada rueda de prensa, en la que se mostró tan cálido y expresivo como en el podio.
(Foto: Pedro Puente Hoyos – Festival Internacional de Santander)
Arturo Reverter