SAN SEBASTIÁN / Una digna ‘Missa Solemnis’
San Sebastián. Auditorio Kursaal. 23-VIII-2024. Orquesta Sinfónica de Euskadi. Orfeón Donostiarra. Jérémie Rohrer (dirección), Chen Raiss (soprano), Victoria Karkacheva (mezzosoprano), Maximilian Schmitt (tenor), Hanno Müller-Brachmann (bajo)
Con ocasión del bicentenario del estreno de la Missa Solemnis de Beethoven, esta obra raramente interpretada por su dificultad, ha sido programada en muchas temporadas de orquestas y festivales. Es el caso también de la Quincena Musical Donostiarra, que la ofreció el pasado día 23 de agosto con la Orquesta Sinfónica de Euskadi y el Orfeón Donostiarra bajo la dirección de Jérémie Rohrer.
Compuesta entre 1819 y 1823 y contemporánea de la Noven Sinfonía, debía haber sido interpretada para la investidura como arzobispo de Rodolfo de Austria, hijo de Leopoldo II, en 1820. Sin embargo, la tarea compositiva se alargó por los dilemas compositivos que le fue planteando: el autor quería una perfecta adecuación no sólo de procedimientos de escritura a una forma que pretendía renovar a partir de una tradición, sino también de los sentimientos y preocupaciones humanos a la expresión religiosa y hasta teológica. El resultado es un monumento casi inabarcable por su duración y complejidad, que plantea dificultades máximas al coro y a los solistas, pero también al oyente, cuya concentración debe ser total para asimilar tal cantidad de estímulos auditivos.
Para ser sinceros, no las tenía todas conmigo al entrar al auditorio, sobre todo debido a la última prestación del Orfeón en esta Quincena, pero digamos de entrada que, como era de esperar, ha habido mucho más trabajo para esta Missa solemnis que para el Requiem de Mozart y por tanto el resultado fue digno.
Aunque comenzó su singladura con la batuta al frente de su grupo Le Cercle de l’Harmonie dedicándose al repertorio barroco y clásico, hace tiempo que Jérémie Rohrer ha demostrado su versatilidad subido al podio de algunas de las orquestas más importantes de Europa. En esta pasada temporada tuvimos ocasión de verle en el Teatro Real con un doble programa de especial intensidad y dificultad que condujo de forma realmente brillante: La voz humana de Poulenc y Erwartung de Schoenberg. Parece que no le asustan los retos al francés, porque no sólo la obra con la que le ha tocado lidiar en su primera intervención en la Quincena Musical es especialmente difícil y densa, sino que, como comentó en la entrevista concedida a M. José Cano para El Diario Vasco, cuando eres un director invitado, te tienes que ajustar a ella, con su forma de hacer música, sus hábitos, etc., de modo que uno no es completamente libre, aunque debe mantener su personalidad.
No sabemos si estas palabras eran una especie de profilaxis ante la imposibilidad de redondear un trabajo como el que requiere la Solemnis en unos pocos días y con unas agrupaciones con las que nunca se ha trabajado. En cualquier caso, incluso para un titular de una orquesta es un desafío tremendo abordar esta partitura con su propia agrupación y con un coro habitual (recordemos otra entrevista, en este caso concedida a Pablo L. Rodríguez para nuestra revista, en la que Muti decía que ahora que ha llegado a los ochenta años por fin se siente preparado para dirigir esta Misa), así que Rohrer optó por la eficacia y por primar la seguridad en la ejecución. Y probablemente tuvo razón, ya que consiguió un resultado digno y soslayó posibles descuadres. Pero también ese agarrar las riendas hizo que toda la primera mitad de la Misa (Kyrie, Gloria y Credo) se resintiera de cierta rigidez y de una sensación de cierto equilibrio precario. Por otra parte, por momentos también hubo más intenciones por parte del director que obtención de resultados: seguramente los propios intérpretes se sentían un tanto atenazados ante la responsabilidad y la envergadura de la obra y también se relajaron a medida que se iban venciendo batallas.
Para esta obra quedó claro que el Orfeón Donostiarra había trabajado, como hemos dicho. Es imposible sacar adelante una partitura de una exigencia casi inhumana como ésta, en la que las sopranos están sometidas a una tesitura incomodísima todo el tiempo, la interválica es inmisericorde y siempre hay un fugato acechando, si no se ha llevado a cabo un trabajo serio, así que la diferencia con el Requiem de hace unos días fue notable. Los solistas fueron solventes, y en general sobresalieron la mezzosoprano Victoria Karkacheva y el tenor Maximilian Schmitt.
Yendo un poco más al detalle, digamos que dentro de ese marco de control y eficacia, hubo sus irregularidades. Toda la introducción del Kyrie sonó bastante plena y matizada (bien los ff-p del coro), pero se echó de menos un poco más de legato en el cuarteto solista en el Andante y un poco más de contención del coro cuando comparten espacio (exceso de efectivos de nuevo, no digo que se haga con 45 como algunos historicistas, pero 114…). Muy bien las frases de los solistas de oboe y flauta y bien conseguido el piano del final.
El Gloria estuvo menos acertado en general. La entrada de las altos fue literalmente inaudible, mientras que los tenores entraron a por todas y los agudos de las sopranos, duros y más bien feos. Digamos que se oía la dificultad (Laudamus te), aunque hubo sus momentos bien empastados (Et in terra pax). Bonito el fraseo del clarinete al comienzo del Gratias agimus tibi, que se fue desdibujando a medida que iban entrando los solistas, como si el espíritu se hubiera diluido. Bien la introducción de los vientos antes del Qui tollis de los solistas, cuya intervención en este fragmento se vio algo lastrada por cierta dificultad en la afinación por parte de la soprano. En toda esta parte eché de menos un poco más de claridad en la articulación y pienso que el Miserere podría haber sido un poco más lírico y más rico en dinámicas. Los tenores estuvieron un poco desmadrados en la entrada del Quoniam, pero tanto ellos como sus compañeros resolvieron con dignidad ese fugato espantoso de In gloria Dei Patris. Bien esa entrada escalonada después de la intervención de los solistas, y el final del movimiento, que es un horror de complejidad polifónica y de reiteraciones, se resolvió con la mejor voluntad y sin desastres, que no es poco.
El comienzo del Credo resultó un tanto plano de matices y Rohrer podría haber sacado también más partido de los diferentes planos orquestales y del coro, a pesar de la dificultad intrínseca de conjuntar todo aquello. Quedó bonito el Qui propter con los contrapuntos de las maderas, que sonaron realmente bien. El Et incarnatus fue quizá el primer momento de cierto vuelo expresivo desde el comienzo de la obra, pero al Et crucifixus le faltó dramatismo y desgarro. Muy bien el pianissimo de coro y orquesta previo al Et resurrexit, sección que se hizo un tanto pesada, con esa cantidad de notas repetidas en las cuerdas, que exigen un pulso más mantenido. El fugato final Et vitam venturi saeculi fue quizá lo peor resuelto de todo, tanto desde el podio como en lo vocal. Es de una dificultad endemoniada, más que una Missa solemnis parece una Misa negra. Incluso la intervención del cuarteto solista adoleció de falta de claridad. Pero, una vez más, no hubo naufragio.
Y pasado el ecuador y la parte más comprometida de la obra, y tras una pausa lo suficientemente larga como para que el teléfono de turno parase de sonar, los ánimos se relajaron un poco. En el Santus estuvo bien la introducción del cuarteto solista y la orquesta (bien los metales), suficientemente contenida de expresión para lograr el contraste con la entrada del coro, que estuvo bastante mejor en todo este movimiento, a pesar de que tampoco es un paseo precisamente. Muy bien fraseada y declamada toda la sección orquestal que parece anunciar a Brahms antes del Benedictus. Rohrer supo sacar partido a esa especie de Romanza para violín que insertó en este movimiento y que fue magníficamente interpretada por el concertino invitado, Igor Yuzefovich. Muy bien también la entrada de la mezzo, que fue seguida por sus compañeros hombres con el carácter justo. Bien el Orfeón en ese contrapunto con el violín solista, aunque la intervención posterior de los solistas podría haber estado revestida de mayor delicadeza. Pero en general, se trató del movimiento más redondo y musicalmente más interesante. También es el más expresivo y directo, claro está. Y el fugato final, el más breve (que no muy fácil). Todo ventajas.
El Agnus Dei estuvo casi a la altura del movimiento anterior, con una entrada mucho más metida en materia y verdaderamente dramática del fagot y el bajo Müller-Brachmann, que estuvo verdaderamente bien. También llena de expresión estuvo la intervención de Karkacheva, cuya intención fue bien seguida por sus compañeros. En general, el espíritu de recogimiento y dolor fue bien trasladado por parte de todos los intérpretes (muy bien los solistas de viento madera). Estuvo bien conducida la sección central hasta esa entrada de los timbales y las trompetas, que da paso a esa parte final en la que sucede literalmente de todo. Claramente marcados los cambios de tempi y carácter, aunque en la parte únicamente orquestal se podía haber incidido más en los acentos. La parte final estuvo realmente bien por parte de todos, con esa contención en matices y expresión que demanda la partitura.
En definitiva, una Missa solemnis que salió adelante de la mejor manera posible, dadas todas las limitaciones y la magnitud de la obra en todos los aspectos. No fue brillante, pero sí digna, que ya es bastante.
Ana García Urcola