SAN SEBASTIÁN / Un Harding para recordar
San Sebastián. Auditorio Kursaal. 20-VIII-2019. Antoine Tamestit, viola. Orchestre de París. Director: Daniel Harding. Beethoven, Sinfonía nº 6, “Pastoral” / Berlioz, Harold en Italie. • 21-VIII-2019. Emma Bell, soprano, Andrew Staples, Florian Boesch. Orfeón Donostiarra. Orfeoi Txiki. Orchestre de París. Director: Daniel Harding. Britten, War Requiem.
La Quincena Musical ha entrado en su segunda parte con sendos conciertos de la Orquesta de París dirigida por Daniel Harding. Antes de meternos en valoraciones más precisas y aún bajo el efecto del entusiasmo por lo que hemos tenido la fortuna de escuchar, diremos que las prestaciones de dicha agrupación han sido de un nivel excepcional.
La Sinfonía nº 6, “Pastoral” de Beethoven fue la primera obra interpretada y en la que Harding ya anunció cuál iba a ser la tónica general: la delicadeza y la precisión en el tratamiento de matices y planos sonoros y el gusto por destacar las peculiaridades tímbricas y armónicas de la partitura, sin por ello buscar la originalidad por la originalidad. Es el oxoniano un director extremadamente inteligente que ha sabido analizar perfectamente el conjunto que tiene en sus manos. La Orquesta de París está conformada por una gran número de solistas —porque la formación que reciben está dirigida a eso de manera muy evidente— que se avienen a trabajar y a formar un grupo pero que no dejan que la individualidad quede anegada por él. Y a eso le saca el máximo partido Harding, como pudimos comprobar en su Beethoven. Ofreció una versión muy camerística en la que otorgó un papel preponderante a su más que excelente sección de viento madera. Les dejó dibujar y cantar sus temas y entrelazarlos, otorgar a cada nota una dinámica. En definitiva, les permitió divertirse entre ellos con rigor y con naturalidad. El resultado fue una Pastoral sutil, personal, clara y hermosamente bucólica.
La segunda parte del programa estuvo consagrada a Harold en Italie de Berlioz, obra concertante para viola y orquesta encargada y rechazada en primera instancia por Paganini al no encontrarla lo suficientemente lucida para su gusto. Como siempre sucede en Berlioz, las dificultades no son evidentes ni están forzosamente donde parece. El primer escollo en este caso está en lograr extraer de la viola un sonido de suficiente calidad y cantidad para poder hacer frente al cuerpo orquestal sin desdoro, por muy bien escrita que esté la partitura. El solista Antoine Tamestit dio muestra desde su primera nota de ser poseedor de una rotundidad y redondez sonoras que auguraban una interpretación excelente, como así fue. Tamestit quiso remarcar esa idea de concertación paseándose por toda la escena, acercándose a unos y otros grupos, a unos y otros instrumentos y dialogando sonora y físicamente con ellos. Podríamos decir que llevó a cabo una especie de semiescenificación para que el público imaginara más fácilmente las andanzas del héroe byroniano y sus descripciones: su paseo por las montañas, el marchar de los peregrinos, la serenata… Su dominio técnico, musical y la belleza de su sonido encandilaron a un público entregado. Harding supo extraer todo el jugo tímbrico que ofrece esta obra, que como es sabido en Berlioz es mucho, pero que muchas veces queda oculto tras los pasajes de bravura. Y es precisamente en los momentos de lirismo cuando la escritura de este compositor necesita de unos grandes intérpretes, porque no siempre la belleza es patente, no siempre hay un tema cantábile que ayude. Las más de las veces es una suerte de encaje de bolillos en que lo que cuenta es el equilibrio de cada hilo del tejido y su perfecta conjunción con los demás. Y ahí surge el ideal sonoro de Berlioz, ideal que Harding y la Orquesta de París nos ofrecieron y el público agradeció.
No hay rosa sin espinas y no hay Quincena sin requiem. Es muy de agradecer que un festival señero y prestigioso como éste quiera mantener esa tradición tan nuestra y que tan sublimes frutos dio en literatura y pintura, de recordar lo efímero de la vida y sus placeres materiales, de tener presente en medio de la holganza agostí que polvo somos y al polvo volveremos, a modo de vanitas musical. Suponemos que el hecho de disponer de unas agrupaciones corales como las donostiarras anima desde un punto de vista tanto musical como presupuestario a programar este tipo de misa, que sin duda atrae a un público encantado de escuchar un repertorio –el sinfónico-coral- que es muy apreciado por estos lares. Pero, a modo de pequeña sugerencia, y teniendo en cuenta lo vasto del campo citado, quizá se podrían explorar formas menos fúnebres durante un tiempo, porque también es cierto que sin Carnaval no hay Cuaresma que valga. Dicho lo cual a modo de reflexión general y yendo a lo concreto, el War Requiem de Britten, que ha sido el de esta 80ª edición, supuso en manos de Harding al frente del conjunto parisino una versión realmente excepcional. Añádase a las dificultades de interpretación de esta compleja partitura, las dificultades de un montaje que sitúa, por necesidades físicas en buena parte, al coro de niños fuera de la escena. Y hay que decir que todo funcionó como un reloj.
El papel de la soprano -concebido por Britten para Galina Vishnevskaya, a quien las autoridades soviéticas no permitieron salir del país para el estreno en 1962- fue soberbiamente interpretado por Emma Bell, situada tras la orquesta y junto al coro. Recuérdense las cualidades vocales de la rusa para imaginar las dificultades de la partitura: un papel heroico y de interválica terrible que la voz de Bell consiguió solventar admirablemente. Las partes de tenor y barítono, escritas para Peter Pears y Dietrich Fischer-Dieskau, fueron interpretadas por Andrew Staples y Florian Boesch respectivamente. Es precisamente en los momentos en que intervienen estos solistas, bien separadamente, bien a dúo, cuando aflora el mejor Britten. No es el británico un compositor de masas titánicas y por tanto, cuando se combinan conjuntos más sucintos con las voces es cuando de verdad reconocemos su firma. Son además los papeles solistas para los dos hombres los encargados de cantar los emocionantes poemas de Wilfred Owen sobre la guerra y en los que Britten vertió lo mejor de sí. Magnífica la orquesta de cámara acompañante y que junto a ambos solistas masculinos nos ofrecieron los momentos más sublimes de la velada. Realmente es impresionante que un coro amateur, como es el Orfeón Donostiarra, no lo olvidemos, llegue a montar obras de esta complejidad con tan buen nivel musical. Sin embargo, ese timbre cultivado desde hace años, tan blanco y tan descafeinado, hace que por mucho que haya un centenar de coralistas en escena, el efecto sonoro no sea el adecuado para una obra como esta. Todo en su sitio y bravo por ello, pero sin carne ni alma. Brilló sin tacha el Orfeoi Txiki, el coro de niños, que hizo un trabajo admirable y de una belleza enorme. Y qué decir de la Orquesta de París y de Harding: un director que conoce al dedillo ese repertorio, que lo ama, que mima a su orquesta, que sabe llevarla, que sabe conseguir de ellos lo que quiere y una agrupación de altísimo nivel totalmente entregada a la sutilidad y la inteligencia de su jefe. Dos conciertos para recordar.
Ana García Urcola