SAN SEBASTIÁN / Un colosal Pablo Ferrández y un decepcionante Lahav Shani abren la Quincena en el Kursaal

SAN SEBASTIÁN. Auditorio Kursaal, 3 y 4-VIII-2023. Quincena Musical Donostiarra. Pablo Ferrández (violonchelo), Lahav Shani (dirección). Orquesta Filarmónica de Rotterdam. Orfeón Donostiarra. Obras de D. Shostakovich, P.I. Chaikovski y L.V. Beethoven
La 84ª edición de la Quincena Musical Donostiarra ya ha dado comienzo, congregando a todo el sector melómano de la ciudad y alrededores. Con los mejores auspicios musicales y los peores meteorológicos, porque el frío y la lluvia no han dado respiro durante las dos primeras jornadas (para los agoreros del cambio climático, que sepan que esto es como la aldea gala de Astérix: ni está ni se le espera) la apertura del Festival corrió a cargo de la Orquesta Filarmónica de Rotterdam, que actuó dos días consecutivos bajo la batuta de su actual director, el israelí Lahav Shani.
Los dos programas elegidos tenían todos los ingredientes para hacer que esta inauguración fuera una fiesta: el primer concierto para violonchelo de Shostakovich y la Patética de Chaikovski en la primera velada y la Novena de Beethoven en la segunda. Además se contaba con dos atractivos añadidos, como son la actuación del violonchelista Pablo Ferrández y la presencia del joven prodigio de la dirección, el ya citado Lahav Shani. Si la prestación de Ferrández confirmó y superó las mejores expectativas, no se puede decir lo mismo del director. Pero vayamos por partes.
El Concierto n.1 en Mi bemol mayor de Shostakovich fue compuesto para su amigo Mstislav Rostropovich en 1959, como sería el caso siete años más tarde con su segundo concierto. Ambos músicos se habían conocido en el Conservatorio de Moscú y el violonchelista no había dudado en manifestar su apoyo al compositor en el momento en que hubo de padecer una de las habituales purgas stalinistas. No cabe duda de que el talento de semejante instrumentista tuvo que resultar de gran inspiración para Shostakovich, ni tampoco de que es dificil imaginar mejor intérprete para esa música que combina exigencia técnica y física con resistencia mental y destellos de profundo lirismo. Así pues, enfrentarse a esta obra no es sólo afrontar un coloso del repertorio, sino desafiar toda una forma de hacer e interpretar aún muy tangible y presente en grabaciones y en la memoria de tantos y tantos profesionales y aficionados.
Pablo Ferrández venía avalado por su imparable trayectoria internacional tras ser premiado en el Concurso Chaikovski de Moscú. Quien suscribe estas líneas había escuchado sus grabaciones (no se las pierdan) pero no había tenido aún ocasión de apreciar sus cualidades en directo, y no se puede decir más que nos encontramos ante un músico portentoso y completo: un sonido precioso, muy bien proyectado y muy cuidado incluso en esta escritura tan complicada para arrancar las dinámicas en forte sin desvirtuarlo agresivamente; una afinación pasmosamente perfecta; una búsqueda constante de la línea de la frase incluso en una partitura que puede empujar al corte continuo; una variedad de articulaciones y dinámicas continuas para que esas células en las que Shostakovich insiste una y otra vez de forma casi patológica suenen siempre diferentes y con una iluminación distinta; una inteligencia musical que consigue extraer la delicadeza en los raros momentos en que está presente; y una concentración a prueba de bombardeos, como demostró en el tercer movimiento, esa cadencia larguísima, que es una mezcla de recopilación y paráfrasis temática y que algunos se empeñaron en sabotear con toses, abanicos y teléfonos móviles. No hubo manera y Ferrández triunfó de forma colosal: como su propia interpretación. De propina, la Alemanda de la Primera Suite para violonchelo de J.S. Bach, en una versión realmente soberbia.
En cuanto a la orquesta, es una de las habituales de la Quincena y en ocasiones anteriores nos ha visitado con sus dos precedentes titulares: Gerguiev y Nézet-Séguin. Aunque en esta obra no se podía aún apreciar todo su potencial puesto que la formación que se exige es prácticamente camerística, sí que se pudo adivinar alguna de las tónicas de ambas veladas: más eficacia que finura, tanto por parte de los solistas que dan réplica al violonchelo como por parte del tutti.
Y llegó la esperada Sinfonía“Patética” de Chaikovski. Estrenada por el propio compositor en San Petersburgo el 28 de octubre de 1893 tan sólo nueve días antes de su fallecimiento a causa de una epidemia de cólera, se trata de una sinfonía programática, según palabras del propio autor y que pretende expresar emociones subjetivas. En efecto, la pasión y el sentimiento predominan y desbordan cada compás de la obra que, quizá por esta razón, es una de las favoritas del público. Lahav Shani pareció querer hacer una versión más intimista, más lírica que pasional, pero hay que saber mucho para contrariar el espíritu de una partitura, para domarlo y conseguir hacer otra cosa y que funcione. Y no es el caso, sintiéndolo mucho. Hubiera sido mucho mejor dejarse arrastrar por el torrente chaikovskiano, dejar que aquello chorreara y nos pusiera perdidos de almíbar que hacer una versión descafeinada como la que escuchamos. Daba la impresión de pretender controlar absolutamente todo, cada nota de cada frase de cada pequeño rubato, marcando inflexiblemente no ya el tempo sino prácticamente cada nota con la mano derecha mientras que con la izquierda se limitaba a una gestualidad absolutamente evidente que no ayudaba nada y sólo remarcaba lo obvio. El resultado fue soso, lo cual es sin duda difícil de conseguir, pero no porque sea el objetivo perseguido. Al primer movimiento le faltó energía y emotividad, respiraciones y efectos de sorpresa; el segundo quedó desprovisto de su carácter grácil, danzarín y ligero, parecía que las bailarinas tenían diez kilos de más y no había quien las levantara del suelo; la marcha del tercero resultó entre pesada y anodina; y el cuarto no estuvo todo lo matizado que habría debido. Respecto a la orquesta, una vez más fueron profesionales y eficaces, pero con alguna carencia reseñable: hay un notorio desequilibrio entre la sección de cuerda que es bastante notable y la sección de viento madera, que realmente no empasta bien -trabajo del director, por otra parte-, además de que algunos solistas tienen mucho sonido pero bastante feo. Bien el viento metal, especialmente los trombones y las trompas. Los numerosos aplausos fueron premiados por una de las páginas más celebradas de ese gran especialista en hacer llorar a las Miladys: la Variación n. IX ‘Nimrod’ de las Enigma de E. Elgar.
Al día siguiente tendría lugar uno de los conciertos ‘grandes’ del Festival, puesto que actuaba el Orfeón Donostiarra cantando la Novena de Beethoven, como se ha señalado anteriormente. Ante lo escuchado la víspera, las expectativas de quien suscribe no eran grandes y por desgracia, no puedo decir que me sorprendiera agradablemente. No entendí en absoluto qué quería hacer Lahav Shani con su versión e incluso me pregunto si él lo sabe. De ser así, desde luego no consiguió hacérselo entender a la propia orquesta. Tocaron la partitura porque son profesionales e incluso hay que decir que salvaron más de un momento (y de dos y de tres y de cuatro) de real confusión rítmica y y de bordear la catástrofe (ay, ese fugato del último movimiento), pero no se puede decir que hubiera una idea interpretativa desde el podio.
Y en este punto, yo me pregunto dónde está el carisma, la personalidad, las cualidades innegables de Lahav Shani para que se nos esté vendiendo como uno de los jóvenes directores más talentosos. Tengo la sensación de que hay una inflación de juventud, de halago a la precocidad. No tengo nada en contra, que conste, siempre que eso de verdad quede contrastado por la realidad, y en este caso, mi decepción es grande. Por otra parte me pregunto qué puede llevar a una orquesta como la de Rotterdam y no digamos a la Filarmónica de Múnich -de la que ocupará la dirección en 2026-, que tuvo entre sus titulares nada menos que a Celibidache, a elegir a un director con tantas carencias como Shani. Claro que muchas veces se escoge un mal menor, por razones extra-musicales de diversa índole o también hay presiones de organismos, organizaciones, instituciones, etc. difíciles de soportar. Desconozco cuál es la explicación y no importa demasiado, pero la realidad es que goza de un estatus muy superior a su nivel.
Y se estrelló contra la Novena. No sé si la versión plúmbea que realizó se debió sólo a esa falta de comprensión, de idea y de realización o si también faltó trabajo, que es lo más probable, pero no se puede ir con ese cartel y hacer una Novena tan mediocre. Hay mucho repertorio para ir aprendiendo o para salvar un concierto, pero la Novena, no, señores.
En contraste con su forma de dirigir la Patética, para la Novena decidió Shani no incidir tantísimo en las partes del compás, cosa que, en principio es una buena idea, si no fuera porque tampoco terminó de funcionar, en vista de la cantidad de imprecisiones que provocó su gesto, incluido el ataque de la obra. Respecto a la dificultad de comprender qué era lo que quería hacer Shani con la partitura, me refería por ejemplo a la carencia de balance entre planos, voces o secciones durante gran parte de la obra. Uno puede decidir destacar la voz principal, o un contracanto cuando algo se repite, o incluso un acompañamiento un tanto incisivo… hay muchas opciones justificables musicalmente con las que se puede estar más o menos de acuerdo, pero tener la sensación de que no se hace nada, de que todo suena igual y por tanto no se entiende cuál es la elección del director lleva a una confusión notable en la audición. La partitura de Beethoven es muy compleja y precisa de un auténtico arquitecto para estructurarla debidamente y “explicarla” al público. Por otra parte, su fraseo careció de tensión musical, no mantuvo el aliento, la música fluyó con dificultad y se echó de menos naturalidad en las respiraciones. Las dinámicas estuvieron bastante bien en los forte, pero no hubo forma de escuchar un pianissimo en condiciones. La falta de empaste en el viento madera se agudizó respecto al día anterior, llegando en algunos momentos a la clara falta de concertación. Al segundo movimiento le faltó claridad, dinámicas, definición y ligereza en los ataques. También le costó transmitir los diferentes caracteres que contiene esta sinfonía, particularmente en el tercer movimiento. Ese vuelo lírico beethoveniano, casi extático y celestial, estuvo completamente ausente, mientras que, por otra parte, la pulsación se disolvía causando cierta zozobra rítmica. No es fácil de hacer, desde luego, pero precisamente por eso, igual no era la obra para este director. En cuanto al último movimiento, tras algún crescendo incomprensible y no escrito en la partitura en esa especie de recitativo de los violonchelos y contrabajos en la introducción y algún ataque desafortunado de la trompeta, llegó el Presto, en el que la atención se desvió hacia el coro y los solistas.
Magnífico estuvo el barítono José Antonio López, que no sólo cantó estupendamente en cada una de sus intervenciones, sino que fue el único que realmente interpretó y transmitió el espíritu de la obra contra viento y director, ya en ese primer recitativo. También estuvo muy bien desde un punto de vista vocal el tenor Matthew Newlin en su muy difícil solo, aunque, a diferencia de López, se dejó contagiar por la falta de alegría. Muy bien la mezzo Carmen Artaza, con poderoso y bello instrumento, que resolvió sin problema ese poco lucido papel; correcta y un tanto corta de voz la soprano Chen Reiss. Y muy bien el Orfeón, que visiblemente había trabajado detalladamente bajo la supervisión de Jon Urdapilleta esta imposible partitura. Mención para los tenores, que aportaron vivacidad a esta versión un tanto opaca.
Esperamos, cual gozoso Pentecostés, el Santo Advenimiento de Daniel Harding.
Ana García Urcola