SAN SEBASTIÁN / Orfeón Donostiarra: asepsia y redención
San Sebastián. Auditorio Kursaal. 21-VIII-2021. 82ª Quincena Musical. Airam Hernández, tenor; Iwona Sobotka, soprano, y Frederic Jost. Bajo. Orquesta Sinfónica de Euskadi. Orfeón Donostiarra. Director: Víctor Pablo Pérez. Obras de Poulenc, Fauré-Messager y Beethoven.
Inhabitual y muy apetecible programa el ofrecido por la Orquesta Sinfónica de Euskadi y el Orfeón Donostiarra bajo la batuta de Víctor Pablo Pérez, cuya interpretación, en cambio, no colmó las expectativas. La primera cuestión fundamental radica en el concepto de timbre que rige en el Orfeón y muy especialmente en las cuerdas femeninas, es decir, un color blanco, blanquérrimo, blanco nuclear, más blanco que lavado con Perlán. Y francamente, cuando se trata de un coro de mujeres, uno quiere escuchar a mujeres, y no a sucedáneos de voces infantiles y adolescentes. Evidentemente, la gran ventaja es que se minimizan los riesgos en cuanto a afinación, por ejemplo; el gran inconveniente es que faltan matices y que el miedo a perder el control se traduce en miedo a la expresividad musical y en una emisión deficiente. Una auténtica lástima, porque hay un potencial inmenso entre las coralistas que se ve claramente coartado por esa contención constante.
Se me dirá que para interpretar las Litanies à la Vierge Noire de Rocamadour de Francis Poulenc, obra pensada para coro de mujeres o niños, este color podía funcionar. Pues miren ustedes, no. Y no porque, repito, son mujeres y como tal tienen que sonar y, además, ese falso pudor expresivo no va con el espíritu de Poulenc. Por mucho que se trate de una escritura que busca un efecto de cierta simplicidad, evocando una devoción lo más inocente posible, no se puede olvidar que el germen de esta obra está en la sacudida que supuso para el compositor francés el fallecimiento de uno de sus mejores amigos y su conversión y particular caída del caballo durante su peregrinación al santuario de Rocamadour. La escritura de Poulenc está, como su carácter mismo, llena de contradicciones y de claroscuros que hay que saber ver e interpretar. Y este no fue el caso: ningún dramatismo ni zozobra, a lo que tampoco ayudó la plana dirección de Víctor Pablo Pérez.
Lo mismo podemos decir para la preciosa Messe pour le pêcheurs de Villerville, compuesta en colaboración por Gabriel Fauré y André Messager para que fuera interpretada por las mujeres del pueblo en cuestión, donde ambos pasaban unas vacaciones. No sé si habrán visto ustedes Historias de Nueva York, película formada por tres historias firmadas por Scorsese, Coppola y Woody Allen. En el relato de Allen, el protagonista cuenta que su madre cocina un pollo al que consigue quitarle todo el sabor. Pues eso sucedió en esta ocasión. Y miren que los tres solistas de flauta, oboe y clarinete hicieron por aportar algo de gracia al asunto, pero no hubo manera. Una asepsia casi quirúrgica, y no por el protocolo anti-Covid, precisamente. Como rezaba aquel famoso anuncio de una marca que no citaremos: que no se mueva, que no se note, que no traspase. Y claro, no traspasó.
Pero nuestras plegarias fueron escuchadas por el Altísimo y llegó un Jesucristo tinerfeño a redimirnos de la grisura musical y el tedio canoro. El tenor Airam Hernández, poseedor de un instrumento muy adecuado para el repertorio mozartiano, beethoveniano y belcantista, fue la luz de la velada en su fabulosa intervención en Cristo en el Monte de los olivos, único oratorio compuesto por Beethoven y con un papel de una enorme dificultad, como sucede siempre en las partituras vocales del de Bonn. Un hermoso timbre, una gran variedad dinámica y, contrariamente a la política de la dirección, una gran implicación emocional y expresiva que conquistó sin ambages al público. Estupenda también la soprano polaca Iwona Sobotka como Serafín, en esa aria tremenda con una interválica rayana en lo imposible —plenamente lírica con buena coloratura— y muy bien el bajo alemán Frederic Jost, poseedor de una voz muy bella y al que lamentamos no haber escuchado más debido a lo breve de su intervención. Sin duda alguna, formarían un magnífico trío para un Fidelio.
En cuanto a la orquesta, pues estaba, pero no era —quizá lo que se le pidió desde el podio—, aunque volvió a destacar la sección de maderas. Y el Orfeón, en su tónica de insuficiente implicación y sonoridad. Como si los solistas cantaran una obra y el resto… ni con las loas al Señor se animaron a echar los restos. En definitiva, una lástima porque, teniendo los mimbres para hacer un gran concierto, la cosa se quedó en algo insípido, incoloro e inodoro.
Ana García Urcola