SAN SEBASTIÁN / Naturaleza cambiante y éxtasis dolorido
San Sebastián, Auditorio Kursaal, 20 y 21-VIII-2019: Obras de Beethoven, Berlioz y Britten. Antoine Tamestit, viola. Emma Bell, soprano, Andrew Staples, tenor, Florian Boesch, barítono. Orquesta de París. Director: Daniel Harding. 80 Quincena Musical.
Dos conciertos sustanciosos y muy distintos entre sí al mando del ágil, despierto y variable Daniel Harding (Oxford, 1975), capaz de ofrecernos en días consecutivos, pero siempre dentro de una eficaz compostura, actuaciones de diverso e incluso contradictorio signo. Lo hemos podido comprobar a lo largo de estos dos muy interesantes conciertos, que se presentaban, en lo que está siendo la edición número 80 del la histórica Quincena Donostiarra, como uno de los acontecimientos de la muestra y que, en todo caso, nos han dejado pruebas palpables de las características directoriales de este artista, avalado en su día por maestros de la talla de Rattle y Abbado, algunos de cuyos rasgos acertamos a ver en él.
Harding exhibe una desenvoltura y una firmeza innegables. La figura, menuda y aparentemente frágil, despliega una mímica muy sugerente, de gestos claros y precisos, y una vitalidad contagiosa. Otra cosa pueden ser los planteamientos y criterios puramente musicales. A nuestro juicio aún le queda camino por recorrer. Sus prospecciones nos parecen a veces algo planas, a incluso episódicamente faltas de contenido, descarnadas de texturas, ligeras de equipaje, vivas de tempo, caracterizadas por un colorido agreste y una rítmica bien aplicada, lo que es una de sus virtudes más señaladas. Sus versiones suelen buscar la imposible objetividad y sus acentos a veces pueden parecer en exceso secos, lo que no empece para que, por otro lado, posea una rara capacidad cantabile, lo que es especialmente estimulante a la hora de exponer pentagramas operísticos. Recordemos que el artista estuvo durante algún tiempo en las quinielas para ocupar el foso del Teatro Real.
El director de Oxford dibuja con finura las anacrusas y mantiene siempre un tempo vivo y animado, que da cauce con claridad a las evoluciones de las orquestas a su cargo, en esta ocasión donostiarra, la de París, de la que es titular desde 2016 y que abandonará en los próximos meses, camino, quién sabe –sin abandonar su puesto al frente de la Sinfónica de la Radio Sueca-, de situarse al frente de la del Concertgebouw de Amsterdam, que ha de sustituir al defenestrado Daniele Gatti (denunciado por acoso sexual) y que maneja también otros nombres como los de Paavo Jarvi y Manfred Honneck. Su prestación en estas sesiones de la Quincena ha tenido una cara y una cruz. Ésta nos la hizo ver –hasta cierto punto, no exageremos- en su ejecución de la Sinfonía Pastoral de Beethoven, que dirigió sin batuta y de la que no supo extraer la dimensión panteísta, el colorido, la animación, los contrastes que la enriquecen y le otorgan valor espiritual.
La buena formación que es la parisina tardó en centrarse tras un comienzo en el que no todos los violines tocaron a tempo. El discurso nos pareció monótono, lastrado por una deficiente planificación, bien que en el largo crescendo del desarrollo quedara adecuadamente dibujada la progresión. En la recapitulación pocas cosas cambiaron pese a las diferencias temáticas y de textura planteadas en la partitura, que se tocó, por cierto, con todas las repeticiones. El 12/8 del Andante manó moroso con una sola mancha de color, con frecuentes fallos de planificación. La danza campesina del subsiguiente Allegro se nos ofreció más bien espesa y la Tempestad no tuvo la gradación adecuada, son fallos de dinámica: sonó demasiado fuerte desde el principio y no pudimos captar con la plástica conveniente el momento en el que, ante la entrada de los dos trombones, se produce, por fin, el primer fortísimo de la obra. Los acompañamientos se confundieron más de una vez con la voz principal en la Acción de gracias, que no tuvo el sabor agreste que marca el 6/8.
Todo mejoró en Harold en Italia de Berlioz, esa curiosa composición poemática que tiene a la viola como protagonista; sin llegar a ser realmente un concierto para solista y orquesta. La entrada de Antoine Tamestit, que actuó desde el principio como un actor dramático, yendo y viniendo de modo curiosamente teatral, fue espectacular: su dúo con el arpa rayó a gran nivel y en él pudimos apreciar la calidad de su dicción, su destreza en la coloración, su control del discurso y su hermosa sonoridad, la emanada de su maravilloso instrumento Stradivarius de 1672. Por lo demás, Harding, ya con batuta, otorgó vida y sabor y, aquí sí, color, a los pentagramas, bastante más fáciles de traducir y expresar que los que conforman la Pastoral; aunque en la composición berliozana haya también referencias –mas superficiales- a la naturaleza. Se lucieron otros solistas como el corno inglés en la escena de los Abruzos.
El panorama fue bien diferente en el War Requiem de Britten. Harding, que sólo realizó un ensayo con el coro días atrás y otro sumando a la orquesta en la mañana del concierto, entiende la obra, penetra en ella, la domina y la siente, quizá por ser una creación íntimamente inglesa, que refleja, sobre poemas de Owen –que alternan con el texto latino- los horrores de la guerra y sus lacras bajo un manto de recogimiento alternado con exclamaciones, gritos y susurros, que determinan, entre otras cosas, la enorme dificultad de levantar con propiedad la composición que a la postre viene a ser un amplio y dolorido muestrario imbuido de una profundísima emoción que emana de diversos planos sonoros, trabajados con un rigor y una austeridad sensacionales con aplicación de formas antiguas elegantemente actualizadas. Se necesita una especial limpidez equilibrio, concentración y una singular habilidad para interiorizar la expresión, aquilatar la dinámica, organizar un fraseo ligado en los pasajes más fluidos y una acentuación nerviosa, seca, concitata en los más contrapuntísticos. Los tempi conviene que sean moderados y medidos. Y ha de haber lógica en la planificación desde el mismo principio, en un Kyrie que ha de ser expuesto en un exquisito piano. Se precisa buen silabeo y staccati secos en el Dies irae; agresivos colores en el primer dúo tenor-barítono; delicadeza en el sutil Pie Jesu…
Ha de diseñarse con cuidado el crescendo del Pleni sunt y estratificar adecuadamente el Benedictus para dar paso a uno de los poemas del joven poeta Wilfred Owen, muerto en combate poco antes de que se acabara la primera guerra mundial y que constituyen el humanísimo reclamo que Britten introdujo en la composición. El tacto ha de ser muy sutil en las combinaciones del grupo de cámara y las intervenciones del tenor y del barítono a fin de llegar de la mejor manera al escalofriante pianísimo en ese fa mayor conclusivo que, a la postre, no nos deja del todo tranquilos.
La verdad es que casi todos estos aspectos fueron convenientemente observados en la límpida y cuidada interpretación de Harding, que pudo apoyarse en una orquesta muy refinada de timbres y obediente en las gradaciones dinámicas y en el Orfeón de los mejores días. Desde el mismo delicado comienzo, con ese lento diseño de terceras menores y la musitada entrada de las voces, nos dimos cuenta de que estábamos ante un importante acontecimiento, labrado a partir de arduas sesiones de ensayos de una obra que la agrupación nunca había cantado y a la que se amoldó con flexible musicalidad llevado de la aérea mano del director inglés. En la frase Te alabamos, Señor pudimos escuchar ya al Orfeón Txiki, de los alevines de la casa, que cantaron entonados y ajustados desde fuera de la sala. Se les oyó perfectamente. Todo el Requiem aeternam fue dicho en susurro muy audible sin aparentes desafinaciones.
Impulsado por Harding, que marcaba con claridad, el Coro reprodujo fielmente los acentos secos y precisos del Dies irae. Segurísimas las féminas en la frase Ponme a tu derecha. Otro pianísimo marca de la casa cerró el Amen. El fugato del Offertorium salió a pedir de boca. Los contratiempos del Agnus sonaron casi feroces y en el tráfago dramático de los pasajes finales, con los conjuntos a toda máquina creemos, sin embargo, que la batuta no acertó del todo en la distribución de los planos y que la cuerda quedó en exceso sepultada. Pero se llegó al final con las fuerzas intactas para rematar en belleza la composición y para dejarla, como hemos comentado más arriba, en suspenso bajo ese engañoso fa mayor.
Junto a los dos coros, que, hay que insistir, tuvieron una brillante actuación por empaste, sutileza, nervio y contundencia, hay que situar a los tres muy dignos solistas. Quizá el mejor fue el todo terreno Florian Boesch, de buen caudal, de muy grato y oscuro timbre en graves y medium, aunque la voz, emitida a veces de manera poco canónica, excesivamente abierta en la zona alta, clarea demasiado y pierde enteros y personalidad. Abusó del falsete pero cantó con mucha emoción. Andrew Staples es el típico tenor lírico-ligero inglés de timbre muy claro y agudos afalsetados y nasales, bien que dijera con propiedad y secundara a Boesch en los emotivos diálogos de los soldados muertos. Se comportó Emma Bell, soprano lírica de buenos medios y potencia, vibrante y un tanto gutural, como mostró particularmente en el Sanctus, donde gritó más de la cuenta. A su canto le faltó casi siempre lirismo auténtico y dulzura.
El éxito fue importante. Hubo multitud de saludos y vítores. Harding los compartió generosamente con todos y nunca se subió al podio el solo. Fueron aclamados asimismo los responsables del Orfeón infantil, K. Mendizábal y E. Uzelai. Siguiendo su tradicional costumbre, José Antonio Sainz, director del Orfeón –y hacedor en este caso, por tanto, de la excelente prestación del conjunto-, no salió a saludar. Un buen tanto para la Quincena.
Arturo Reverter