SAN SEBASTIÁN / La Quincena Musical supera con éxito el reto de la ‘Sinfonía de los Mil’

San Sebastián. Auditorio Kursaal. 18-VIII-2023. Quincena Musical Donostiarra. Euskadiko Orkestra, Orquesta Sinfónica de Navarra, Orfeón Donostiarra ,Orfeón Pamplonés. Easo Eskolania y Easo Gazte Abesbatza. Robert Treviño, director. Sarah Wegener, soprano (Magna Peccatrix); Mojca Erdmann, soprano (Poenitentium); Miren Urbieta-Vega sopranos; Justina Gringyte mezzosoprano (Mulier Samaritana); Claudia Huckle, mezzosoprano (María Aegyptiaca); Aj Glueckert, tenor (Doctor Marianus); José Antonio López, barítono (Pater ecstaticus); Mikhail Petrenko, bajo (Pater profundus). Mahler: Sinfonía nº 8 en Mi bemol mayor “De los Mil”.
Cuando uno ve los efectivos reales que demandaba Mahler para esta partitura bautizada como “Sinfonía de los Mil”, el primer pensamiento que viene a la cabeza es que cualquier interpretación de la misma está inevitablemente abocada al fracaso. ¿Es esta afirmación una boutade? Naturalmente, algo tiene que hacer una para mantener la atención del lector, pero no deja de haber una parte de verdad. Para el estreno del 12 de septiembre de 1910, los diferentes coros y la orquesta se fueron preparando desde la primavera anterior y se unieron a principios de septiembre para varios días completos de ensayos bajo la batuta del propio Mahler, conocido por su intransigencia.
No me cabe duda de que cada agrupación que ha participado en esta versión ofrecida en el Kursaal donostiarra ha hecho muy seriamente su trabajo durante el tiempo que haya sido preciso, pero tampoco de que los plazos que entonces se concedían a los directores para montar una obra eran mucho mayores y que ahora arañar una jornada de ensayos es incluso un desafío económico para este Festival, debido a una administración municipal kafkiana y paralítica. También me dirán Ustedes que no me ponga así, que esto no es un estreno e incluso yo les diré que para una partitura que además de una sección inmensa de viento pide dos arpas, piano, órgano, armonio, celesta, mandolina (tuvimos la versión “de cámara”, intimista, sólo dos) y si le dejan, hasta el canguro de la Última Cena en versión de los Monty Python, pues ya llega un momento en que, con que aquello no se convierta en la versión musical y mastodóntica del camarote de los Hermanos Marx, podemos darnos con un canto en los dientes. También creo que, para ser honestos, junto a esta reseña debería aparecer un planning de los ensayos junto con el plan logístico de entradas, salidas y colocación de todos los integrantes en cada sesión de trabajo y circulación bambalinas adentro, porque me consta que ha sido un auténtico reto que ha traído de cabeza a toda la organización del Festival y de buena parte de todo ese entramado dependía el éxito de la representación.
Antes de entrar en más detalles, y por no mantener innecesariamente el suspense, les diré que la Octava Sinfonía que escuchamos ayer en San Sebastián estuvo a un muy buen nivel, dadas todas las dificultades descritas y empezando por la propia partitura. Para qué vamos a andarnos con paños calientes: el genio de Mahler no dio lo mejor de sí en esta especie de monstruo policéfalo. Enormidad, sí; ambición, también; incluso un gran triunfo tras el estreno, lo que sin duda le resarció de tantos sinsabores por la fría acogida a sus sinfonías anteriores. Pero no siempre el público acierta y en lo que al sinfonismo mahleriano se refiere, prefirió la magnitud a la calidad y la sutileza.
No pude dejar de pensar que fue una lástima y un error que el Kursaal no se ideara con un órgano en su día, porque no son pocas las obras que lo demandan y que se han interpretado ya en ese escenario y esos instrumentos transportables con los que se sustituye no se ajustan ni en potencia ni en registros a lo requerido. No digamos en esta sinfonía, que comienza con un acorde del instrumento en cuestión y debe dar el tono de lo que sigue.
Robert Treviño se enfrentó con seguridad desde el podio a esta singular exaltación de la redención por el amor en versión cristiana y profana, y consiguió contener y resaltar en su justa medida, frenar el siempre tentador exceso de decibelios para desatarlos allí donde la partitura nos ha ido conduciendo: esos puntos culminantes de ambos finales. Su dirección fue precisa y logró toda la claridad posible, sobre todo en esa tremenda doble fuga de la parte final del primer movimiento y en ese segundo movimiento, más decantado en cuanto a instrumentación y más matizado tanto para la orquesta como para los coros. Muy bien dibujada la introducción orquestal del segundo movimiento, a modo de obertura que, a juicio de quien suscribe, es lo más interesante de la partitura. La orquesta, formada para esta ocasión por la de Euskadi unida a la Sinfónica de Navarra, sonó sólida y solvente, rápida en su respuesta a las demandas de la batuta. Destacó particularmente la sección de viento metal, a la que Mahler exige mucho y también da mucho juego. Supieron contener el entusiasmo que siempre provoca una partitura que pide mucho sonido y mantenerse en su lugar cuando tocaba. Mención especial al trompeta solista y a la sección de trompas. Muy bien también las maderas, en un empaste nada fácil dado el número de efectivos y la mezcla de orquestas.
Buen trabajo el de ambos coros, de los que no está mal recordar que fueron ambos Orfeones los que protagonizaron el estreno español el 28 de junio de 1970 con la ONE y bajo la dirección de Rafael Frühbeck de Burgos (tienen todos los datos en la fantástica reseña de nuestro compañero Rafael Ortega Basagoiti del día 1 de julio de este mismo año). Como anécdota emotiva diremos que aún queda entre las filas del Orfeón Donostiarra una persona que vivió desde el escenario ese estreno y hace de correa de transmisión a sus colegas más jóvenes. El comienzo fue realmente apoteósico y esa especie de diálogo que se establece entre ambos coros estuvo francamente bien llevado, para terminar el movimiento desafiando a elementos y música con esos agudos imposibles y, a pesar de todo, bien resueltos. Muy bien los más jovencitos del Easo en el Gloria Patri Domino. Quizá se detectó alguna mayor inseguridad en el segundo movimiento y se echó de menos un poco más de arrojo (probablemente cierto miedo a pasarse por inercia) en ciertos momentos, como en ese momento en el que se canta “¡Es la plenitud!”, que quedó poco plena, pero bien emitida, eso sí. En resumidas cuentas, ambos Orfeones y ambas secciones infantil y juvenil del Coro Easo hicieron un trabajo más que notable con una partitura que se nota que ya conocen bien.
En cuanto a los solistas, no podemos sino quitarnos el sombrero ante Sarah Wegener como Magna Peccatrix, que no sólo está obligada a cantar en un registro constantemente exigentísimo en el agudo, sino que en muchos momentos lo hace junto al coro. Su voz sonó siempre bien colocada, hermosa y sin asomo de fisuras, además de plena y poderosa. Muy bien Mojca Erdmann en sus intervenciones más destacadas del segundo movimiento así como las mezzos Justina Gringyte y Claudia Huckle, que cumplieron con sobrada solvencia. Estupenda Miren Urbieta-Vega desde el lateral del auditorio, en su breve pero estelar intervención por el poderío de su voz y el control del fiato y las dinámicas. En cuanto a los hombres, destacaron sin duda el tenor Aj Glueckert, que doblegó esa terrible partitura que se le encomienda con buenos medios, y el barítono José Manuel López, que, como es habitual en él, extrajo toda la esencia del texto con elegancia y redondez. Menos interesante fue la prestación del bajo Mikhail Petrenko, aunque cumplió con corrección.
En definitiva, una “Sinfonía de los 400” (en San Sebastián somos así de modestos, oigan) bien tocada, cantada y dirigida y que constituyó un éxito de organización y público. No se puede pedir más.
Ana García Urcola
(fotos: Quincena Musical)