MADRID / Y Haydn trajo la luz con la mejor música: ‘La Creación’, por Nagano y los conjuntos nacionales
Madrid. Auditorio Nacional. Sala sinfónica. 26-IV-2024. Concierto sinfónico 18 de la temporada de la Orquesta y Coro Nacionales de España. Director: Kent Nagano. Director del coro: Miguel Ángel García Cañamero. Solistas: Marie-Sophie Pollak, soprano; Christoph Prégardien, tenor; Simon Bailey, bajo-barítono. Solista del coro: Marta Caamaño, contralto. Franz Joseph Haydn: La Creación Hob. XXI:2.
Es muy posible que José María García de Paredes (1924-1990), arquitecto del Auditorio Nacional (además de los de Granada, Murcia y el Palau valenciano), a quien, en el centenario de su nacimiento, la Orquesta Nacional rendía ayer homenaje, dedicándole los conciertos de su decimoctava entrega del ciclo sinfónico (más una exposición conmemorativa de sus proyectos de auditorios, además de unas cariñosas notas de elogio a su obra por parte de Rubén Amón en el programa de mano), se hubiera sentido más que satisfecho con que la obra elegida para dicho reconocimiento fuera el bellísimo oratorio La Creación, de Joseph Haydn.
Titula con acierto el musicólogo y oboísta de la orquesta, Ramón Puchades, sus notas sobre la obra “Y vio Dios que la música era buena”. La afirmación, que extiende al ámbito musical frases similares del Génesis referidas a la satisfacción del creador con las distintas fases de su obra, no procede de la biblia, aunque bien podría. Es cierto, desde luego, y tampoco extraña nada, que Haydn, que había escuchado algunos oratorios de Handel en Westminster durante sus viajes a la capital británica, había quedado impresionado por ellos, y en especial por Israel en Egipto, esa esplendorosa partitura, esencialmente coral, que en sus partes más habitualmente interpretadas (segunda y tercera), nos lleva con una intensidad formidable a una narrativa por el éxodo de los israelitas a la que uno no se puede resistir.
El texto de La Creación, una mezcla anónima de El Paraíso Perdido, de Milton, y de la propia biblia que el barón Van Swieten, ferviente admirador de Bach y Handel además de protector de Mozart y Beethoven, pasó al alemán, sirve a Haydn para dibujar una partitura de gloriosa riqueza expresiva, brillante, solemne, llena de grandeza, alegría y, cómo no, de sentimientos llenos de emoción. Uno no se cansa de admirar la genialidad haydniana para dibujar el caos inicial, con atrevimiento armónico y una atmósfera que tiene misterio. Nos lleva el genial compositor de Rohrau por esa senda que también es de serena inquietud, porque logra que no terminemos de adivinar a dónde se dirige la música, hasta el estallido que supone la rotunda, estremecedora y solemne afirmación del coro sobre las palabras Und es ward Licht (Y se hizo la luz), secundada por un soporte orquestal de apabullante brillantez.
Estos primeros minutos de la obra nos dan ya la dimensión de una partitura magistral, una que hay que situar, de forma indiscutible, entre las más grandes creaciones de la historia de la música. Porque la belleza que contiene no conoce decaimiento alguno. Ni un momento en que no haya algo que admirar y paladear. Sirvan de ejemplo de cierre de esta introducción, antes del exuberante júbilo del número final, los dos dúos de Adán y Eva en la tercera parte. Es difícil escribir una música en la que haya más amor y ternura que el que comienza con las palabras del primero Holde Gattin, dir zur Seite, fließen sanft die Stunden hin (Adorable esposa, a tu lado transcurren las horas dulcemente).
Eso sí, como toda la música de Haydn, es endiabladamente difícil de ensamblar y ejecutar, y descose, en ese sentido, cualquier costura ejecutante que no se encuentre firmemente asentada. Uno escucha esta partitura (y otras muchas de su autor) y entiende perfectamente por qué el director estonio Paavo Järvi declaraba, en entrevista con quien firma estas líneas hace unos meses, que conseguir un buen resultado en un ensayo de una sinfonía de Haydn es mucho más difícil que hacer lo mismo con una de Brahms. Es sumamente exigente con la orquesta (en general, y con algunos solistas de madera, flauta y clarinete especialmente, pero también oboe y fagot, todos bastante expuestos), pero también con los tres solistas, de quienes se demanda una considerable agilidad en bastantes ocasiones, algo de lo que tampoco escapan el coro y la orquesta.
Volvía al podio de la Nacional el estadounidense de origen japonés Kent Nagano (Berkeley, 1951) tras su exitosa visita en 2021. Nagano es director muy versátil, y se ha movido a gusto con Beethoven o con Mahler, pero muy especialmente con su adorado Messiaen. Ahora se encuentra (lo estaba ya cuando estalló la pandemia) embarcado en una singular aventura de recreación del Anillo wagneriano con un acercamiento históricamente informado. Y con algunos ramalazos de esa aproximación historicista planteó también ayer su interpretación.
Lo hizo, desde luego (y quien esto firma diría, además, que por fortuna) sin complejos en cuanto a la plantilla de cuerda: 12/10/8/6/4, algo muy apropiado para los requerimientos de la obra y la sala en que se interpretaba, y por fortuna bien por encima de lo que pareció un tanto esquelético en la reciente interpretación de Las Estaciones (5/4/3/3/2) que pudimos escuchar a Savall. Trompas y trompetas naturales y restricción, que no eliminación, del vibrato en las cuerdas, fueron otros rasgos derivados de ese acercamiento de intención historicista. Nagano, con el gesto sobrio, hasta austero, pero nítido, más sugerente, invitador, que imperativo, logró una interpretación que por momentos en el inicio pudo parecer demasiado inclinada a un exceso de calma. En realidad, buscaba el maestro de Berkeley, a buen seguro, conseguir el mayor contraste, ese en cuyo jugo reside buena parte del encanto de la música de Haydn (como más tarde, y en mayor medida, de la de Beethoven).
Lo consiguió, sin duda. Porque esa rotunda afirmación del coro, Und es war licht, ya nos dio la clave: asistíamos a un Haydn que, por encima de todo, iba a ser todo un recorrido luminoso de exaltación vital. Matices y acentos quedaron acertadamente traducidos. Sin extremos, es cierto, y pudo echarse de menos ese atrevimiento harnoncourtiano, tal vez un punto iconoclasta, pero fascinante. Pero el acercamiento de Nagano, desde una perspectiva menos, permítaseme la expresión, incisiva, tuvo toda la riqueza expresiva y, sobre todo, esa cualidad luminosa, sonriente, alegre y jubilosa, de principio a fin. Valgan como dos ejemplos, de muchos que serían posibles, el coro nº 11 ¡Afinad vuestros instrumentos, tomad vuestras liras, haced resonar vuestros cantos de alabanza!, en el que nos ganó la intensidad, aunque la articulación de las endemoniadas agilidades por el coro pudo haber tenido más precisión, o el trio y coro final de la primera parte Los cielos proclaman la gloria de Dios.
Tuvo notable calidad el trio solista, también exigido al máximo por el compositor. La joven soprano alemana Marie-Sophie Pollack lució una bonita voz de soprano ligera, con muy buen manejo de la coloratura, muy suficiente presencia y sin problemas ni apuros en el registro. La suya fue una interpretación excelente, y despachó con gran soltura las enormes exigencias de su parte, desde los adornos (temibles) del aria nº 16 Con alas potentes se lanza el águila arrogante hasta las agilidades que Haydn demanda en el cuarteto final con el coro (¡Que todas las voces canten al señor!), despachadas con sobresaliente precisión.
El veterano tenor Christoph Prégardien es bien conocido de nuestro público, entre otras muchas cosas por haber sido un legendario Evangelista en La Pasión según san Mateo de Bach. Artista consumado, confirmó ayer su clase en una interpretación de más enjundia artística que solidez vocal. Algún apuro en la región más aguda y un volumen, aun razonablemente suficiente en sus arias a solo, visiblemente mermado en los conjuntos (en el cuarteto final, con algunos pasajes en que sus agilidades tenían un dibujo paralelo a las de la soprano, se le oyó con dificultad), son signos de que el tiempo no perdona. Con todo, es artista de tal calibre que la belleza de su voz y la elegancia de su canto son siempre apreciados.
Completaba el trio solista el bajo-barítono británico Simon Bailey, que lució una voz de timbre atractivo, de generoso registro (sin apuro alguno en unos graves bien asentados y emitidos) y presencia más que suficiente, no deslumbrante, y suficiente manejo de la agilidad, algo más apurada en el tramo final de la obra. La suya fue una prestación, en todo caso, también notable, muy bien conjuntada con Pollack en la tercera parte, en la que cambió su ubicación con Prégardien para asegurar mejor conjunción de los dos bellísimos dúos. Correcta la contribución de la contralto del coro, Marta Caamaño, en el cuarteto final.
Notable el Coro Nacional en partitura que, como ya se apuntó, le demanda con inclemencia. Negoció con esforzada solvencia las complicadas agilidades de algunos fragmentos, y se apreció ocasionalmente cierta tirantez de las sopranos en los momentos en que Haydn las lleva al La agudo, como también algún apuro de los tenores en el coro final de la primera parte. Apuntes menores, en cualquier caso, para una prestación de notable nivel general.
Brilló la orquesta, que, liderada en esta ocasión por la joven concertino Valerie Steenken, evidenció, una vez más, un excelente estado de forma. Estupendo empaste de la cuerda, siempre ágil y maleable (algún mínimo despiste, como en el aria de Uriel Colmado de nobleza y dignidad, no puede empañar una excelente labor general), y magnífica la madera en todo momento, con brillantes prestaciones de los solistas de flauta, clarinete, oboe, fagot y contrafagot). Se desempeñaron con notable acierto las trompetas naturales, y también las siempre traicioneras trompas naturales, salvo alguna rudeza esporádica y pequeños roces en los dúos de Eva con Adán.
La grandeza, alegría y júbilo vital, rotundamente afirmados en el coro final, ratificaron lo comentado al principio de esta reseña: fue un Haydn luminoso, el de Nagano al frente de los conjuntos nacionales, el que alumbró ayer la sala del Auditorio. El éxito, como cabía esperar, fue grandísimo. Nada sorprendente cuando una partitura tan extraordinaria se interpreta de forma más que notable, como ocurrió ayer. Efectivamente, la música era buena, vaya si lo era.
Rafael Ortega Basagoiti
Foto: Rafa Martín