SAN SEBASTIÁN / La natural perfección de Daniel Harding
San Sebastián. Auditorio Kursaal, 8-VIII-2023. Quincena Musical Donostiarra. Daniel Harding (dirección). Chamber Orchestra of Europe. Obras de Beethoven y Sibelius.
El concierto ofrecido por Daniel Harding al frente de la Orquesta de Cámara de Europa el pasado día 8 de agosto en el Kursaal donostiarra será sin duda uno de ésos que quedan en el recuerdo y se comentan años más tarde. Aún bajo el influjo de haber asistido a una gran velada musical y el entusiasmo que eso produce, escribo estas líneas.
A la garantía de calidad que ofrecían los intérpretes, se sumaba una propuesta de programa francamente interesante, no carente de complejidad pero con una parte dedicada a Sibelius muy poco habitual y de gran belleza, aunque un sector del público, más deseoso de continuar por senderos trillados, se encontrara menos cómodo, a juzgar por el ruido ambiente.
Harding apareció sonriente, rápido, se subió al podio y sin parafernalia ninguna atacó el comienzo de Coriolano de Beethoven. Esta obra, compuesta en 1807 para la obra de teatro homónima de un ilustre autor hoy prácticamente olvidado es algo así como un condensado de la esencia beethoveniana: contraste entre tragedia y lirismo, un tema eminentemente rítmico en el que los silencios tienen una importancia capital, otro mucho más melódico con un acompañamiento de gran enjundia y un aliento heroico que mantiene la tensión de principio a fin, a lo que se une la elección de la tonalidad de do menor, una de las más expresivas en el corpus del de Bonn que la escogió también para su Quinta Sinfonía y para su Tercer Concierto para piano.
En un gesto y dos acordes quedó claro que la compenetración entre director y orquesta era total. Si algo quedó patente es que Harding es un auténtico líder. No necesita de grandes demostraciones gestuales para que su formación le siga como una piña. Da la impresión de que reina un clima de confianza muy grande entre ellos: la orquesta sabe que su jefe les guía correctamente y con seguridad y el director sabe que sus músicos van a saber ejecutar perfectamente sus órdenes, de modo que todo fluye con naturalidad y buen hacer. Si una célula se repite, no insiste en el gesto, sus músicos ya saben lo que quiere, si acaso marca otro pequeño detalle o simplemente les observa hasta que es necesaria otra indicación. Su actitud, entre relajada y deportiva, tiene algo de los grandes directores clásicos (no reniega de la batuta ni de la partitura, aunque la deje cerrada) pero combinada con una cordialidad nada estruendosa ni excesiva y un rigor sin contestación ninguna.
Escogió un tempo que se ajusta perfectamente a esa indicación de Allegro con brio y que permite expresar tanto la desazón de este primer tema, como cantar la hermosa melodía de la sección en modo mayor. Hay que destacar el cuidado primoroso hacia los vientos y el equilibrio que hay entre las secciones: nunca descuida a nadie, esté interpretando el tema principal o tocando un acompañamiento, como se pudo observar en ese tema lírico en el que los violonchelos ejecutan un fraseo en corcheas bajo el tema cantabile y que tiene una importancia capital para sostener el vuelo emocional del momento. La tensión dramática no decayó en ningún momento, gracias a esa forma de mantener el aliento expresivo en los silencios, de habitarlos y también gracias a la forma de unir las secciones, con pulsación firme y respiración flexible al mismo tiempo.
Siguió la Cuarta Sinfonía de Sibelius, partitura estrenada en 1911 bajo la batuta del compositor y que algunos han considerado muy relacionada con el pensamiento psicoanalítico, lo cual no está exento de verosimilitud, ya que el propio autor la calificó de “psicológica” y además uno de sus hermanos fue un pionero del método freudiano en Finlandia. En cualquier caso, se trata de una composición de honda belleza, con bastantes dejes wagnerianos y concretamente muchas evocaciones del Tristán, sobre todo debido al uso del tritono tanto en acorde como melódico a lo largo de toda la partitura y muy especialmente en el tercer movimiento. No se deja de apreciar también el aire de esos años previos a la Primera Guerra Mundial en una estética expresionista post-romántica que la acerca a los últimos Mahler o las obras pre-seriales de Schoenberg. Harding parece moverse como pez en el agua en esas brumas expresivas, en esas frases que preparan el clímax muy largamente con cantidad de elementos interesantes en los que detenerse, para resolver casi sin darnos cuenta, como si el camino fuera más importante que el objetivo. Por otra parte, se trata de una obra muy bien escogida para dar juego a todos los integrantes de la orquesta, desde esa entrada en las cuerdas graves y el solo de violonchelo, hasta los preciosos solos del segundo y tercer movimientos, donde brilló el excelente primer clarinete. Esta sinfonía comporta unas importantes dificultades de graduación tanto entre secciones como de dinámicas, que varían muy rápidamente, aspecto que fue perfectamente controlado por Harding. Y también la orquesta dio sobradas muestras de su solidez en su capacidad de respuesta en cada sección y en la calidad sonora de sus solistas.
Tras el descanso, no descansaron las toses y los teléfonos móviles, que parecen no apreciar demasiado los acentos septentrionales e “innovadores” de Sibelius. ¿Qué lleva a una persona sentada en el patio de butacas, sector impar, a estar durante una hora chateando durante un concierto en lugar de quedarse en un bar? Es un misterio que cada vez parece serlo menos, porque esta práctica se va extendiendo. A pesar y contra todo eso, pudimos disfrutar de la belleza del Pelléas et Mélisande del finlandés (1905). Es curioso la cantidad de hermosas partituras que ha inspirado este drama del Premio Nobel Maurice Maeterlinck, que casi es más recordado precisamente por estas versiones musicales y muy especialmente por la ópera de Debussy, que por su obra literaria. En cuanto a la obra de Sibelius, es una muy bella partitura que, como toda obra programática, tiene sus temas recurrentes, como el de Mélisande, muy claramente identificable en ese solo de corno inglés. Una vez más, Harding tuvo la inteligencia de programar una obra que reparte el papel protagonista y que se adapta fantásticamente a una orquesta de cámara. Admirable una vez más el trabajo de equilibrio y la capacidad del británico para dejar a sus solistas que canten sus frases de forma expresiva y personal pero sin perder jamás el control del rumbo. Particularmente reseñable el empaste de los vientos, que tienen un papel muy destacado en la obra. Magníficamente dibujados los cambios de carácter, desde el gracejo de la Fuente en el parque, hasta ese mar proceloso, gracias a un gesto nada grandilocuente pero sí eficaz y directivo que consigue que sus músicos realicen un crescendo o un diminuendo en el tiempo deseado y con la dinámica justa. A estas alturas, no cabía duda de que la Orquesta de Cámara de Europa tiene un nivel realmente altísimo, no hay sección que flaquee.
Y se cerró el concierto con la Cuarta Sinfonía de Beethoven, que se estrenó en el mismo concierto privado que la obertura Coriolano, junto al Cuarto Concierto para piano (va a ser que nuestro director y piloto de aviones Daniel Harding no deja nada al azar, bajo ese aspecto relajado). En opinión de quien suscribe, el oxoniano es uno de los grandes beethovenianos del panorama actual, tras haberle escuchado también una Sexta Sinfonía absolutamente portentosa en este mismo escenario en 2019 con la Orquesta de París. Creo que uno de los secretos es no pretender encontrar la piedra filosofal y querer hacer una versión “personal”, sino buscar la claridad en la comunicación de la escritura y destacar las peculiaridades tímbricas de cada sección y cada solista en el conjunto, de forma que las obras suenan como si las interpretara un conjunto de cámara ampliado (como era el caso en esta ocasión). Otra razón de esa claridad que percibimos es el hecho de que Harding siempre imprime una dirección no sólo a cada frase, sino prácticamente a cada sección entera de la partitura, de forma que es imposible perderse con él por compleja que sea la obra. El ejemplo más claro fue ese Adagio de introducción que parece anunciar algo sombrío y que él concibe más como una búsqueda, un camino que lleva hacia la luz (me hizo pensar en Fidelio) que como algo melancólico o lúgubre, y que nos dirigió hacia la explosión del Allegro vivace, anuncio del tono general de esta exaltante sinfonía. El tempo elegido permitió disfrutar de toda la gracia y el garbo del primer movimiento (y de paso escuchar la influencia que Beethoven ejerció en Rossini) sin renunciar a momentos de gran profundidad. Cuánto se agradece escuchar claramente la pulsación rítmica y esas síncopas tan características sin ningún tipo de insistencia machacona. Deliciosamente bien dibujados esos melismas que pasan de un instrumento de viento a otro y qué naturalidad en esos crescendi que nos llevan a cada nueva aparición del tema. El Adagio fue uno de esos momentos en los que uno se queda sobrecogido por la belleza de lo que está escuchando. Bien es verdad que la partitura es absolutamente genial per se, pero cuando se tiene a unos intérpretes excelentes que saben extraerle todo el jugo, no cabe duda de que el disfrute estético llega a su máximo. Ese inmenso acierto que es ese tema inicial con ese acompañamiento punteado y con la última semicorchea repetida, que le da un aire de danza lenta, fue extraordinariamente trasladado por Harding, que hizo gala de delicadeza, elegancia, cuidado y enorme gracia en este movimiento de carácter teatral en el que parece que los personajes se suceden e interactúan. No se puede cantar mejor que ese clarinete solista ni se puede acompañar mejor de lo que hizo el británico, haciendo el justo hincapié en las disonancias provocadas por las notas de paso. Una vez más, la graduación de los matices y el balance entre secciones merecen ser destacados porque fueron absolutamente magistrales. Y con la emoción en su punto más elevado atacó ese inigualable Minueto, que es un culmen de la forma por su tratamiento rítmico, por sus maravillosos acompañamientos que, son los que de verdad otorgan su verdadero carácter al movimiento y por sus preciosos temas. La interpretación de la orquesta y su batuta siguió la tónica general de excelencia en cuanto a precisión, elocuencia, equilibrio, ductilidad, rigor en la ejecución de lo escrito en la partitura y dosificando magníficamente la tensión, sobre todo en ese Trío cuyo acompañamiento comienza siendo ligero y termina por engrosarse mientras los instrumentos de viento madera se refuerzan unos a otros en la melodía antes de atacar de nuevo el tema principal y en su recapitulación final, que nos preparó para ese último movimiento lleno de vigor que Harding atacó en un Allegro ma non troppo todo lo vivaz que la indicación lo permite. Un inmenso bravo para violonchelos y contrabajos, que llevan una vida muy mala en este final como un encaje de bolillos y que hicieron una labor absolutamente sin tacha. Fantástico el viento metal y señalaremos que, para las dos obras de Beethoven, los músicos escogieron trompetas naturales e hicieron una gran interpretación. El innegable trabajo llevado a cabo en los ensayos permitió que la respuesta a cada leve gesto de batuta fuera inmediata e infalible y que ese ostinato alegre pero inclemente de la partitura fuera transmitido casi como un juego de niños, lo mismo que ese continuo vaivén de contrastes y sorpresas.
El público, definitivamente conquistado tras esta Cuarta Sinfonía de Beethoven, de la que no cabe imaginar mejor interpretación, ovacionó a una orquesta sólida, entregada y de altísimo nivel y a un Harding cuya naturalidad en hacer las cosas de forma absolutamente soberbia lo hacen único. Creo que con un piloto así, se me quitaría el miedo a volar.
Ana García Urcola