SAN SEBASTIÁN / De ondinas, brujas y otros cuentos sin hadas
San Sebastián. Auditorio Kursaal. 24-08-2019. Rinat Shaham, mezzosoprano. Mikhail Petrenko, bajo. Coral Andra Mari. Orquesta Sinfónica de Euskadi. Director: Robert Treviño. Obras de Sorozábal, Ravel y Bartók.
Tres obras del primer cuarto del siglo XX fueron las elegidas por la Orquesta Sinfónica de Euskadi para su actuación en la Quincena Musical Donostiarra. Sus autores: Sorozábal, Ravel y Bartók, combinación atractiva en un principio pero que no recabó la misma afluencia de público que otros días, bien por tratarse de la orquesta radicada en la ciudad y por lo tanto, más accesible durante toda la temporada, bien por cierto conservadurismo en el gusto del respetable, y es que cien años no son nada.
Comenzó la velada con la Suite vasca para coro y orquesta op. 5 de Pablo Sorozábal, obra de inspiración popular, como se deduce del propio título y que contó con la colaboración de la Coral Andra Mari. No se encuentra esta partitura entre lo más granado del compositor, aunque contiene cierto gracejo que el coro no supo aportar. El primer movimiento, Kathalin, narra los rigores a los que somete una muchacha a su pretendiente. Por estos lares el noesnó se ha saldado siempre con un buen bofetón a tiempo y sin contemplaciones ante cualquier conato de acercamiento y ésa es la anécdota que el sector masculino del coro nos contó, con poca implicación, como si el temor al guantazo los hubiera amilanado. Para compensar, llegó Kunkun, una bonita nana en la que las voces femeninas, más entregadas, quisieron mostrar el lado más dulce de las mujeres vascas. Y por último, Sorgin dantza, o Danza de las brujas pretende representar un aquelarre que quedó en poca cosa dado el poco brío de los presuntos participantes. La orquesta cumplió, sin más.
Como es bien conocido, Ravel orquestó gran parte de su producción pianística. Gaspard de la Nuit es una de esas obras que el compositor mantuvo únicamente en su versión original para piano y si el mayor orquestador de la historia así lo hizo, quizá sea por algo. Sin embargo, el compositor Marius Constant, heredero de la gran tradición francesa, como alumno de Nadia Boulanger y Olivier Messiaen que fue y profesor de orquestación él mismo en el Conservatorio Superior de París, quiso enfrentarse a este reto en 1990. El ejercicio es tremendo, porque son inevitables las comparaciones, y el resultado muy interesante aunque desigual. Ondine es quizá el movimiento que mejor funciona de los tres, con una orquestación inspirada no sólo en Ravel sino también y mucho, en Debussy. En Le Gibet, ese siniestro patíbulo con el ajusticiado aún pendiente de la cuerda, la inspiración parece provenir de la genial orquestación de Ravel para los Cuadros de una exposición de Mussorgski, concretamente de El viejo castillo, lo que dota de una luz diferente a la obra no exenta de originalidad e incluso de acierto. En Scarbo, en cambio, el paso a la masa orquestal le hace perder viveza, sorpresa y el carácter de ese duende endiablado se difumina por completo. Buen trabajo el de la orquesta, en la que destacaron los solistas de los vientos madera y eficaz y precisa la dirección del titular.
El plato fuerte de la noche fue El castillo de Barbazul de Bartók, única ópera del compositor, compuesta en 1911 pero estrenada en 1918 con poca fortuna y reestrenada tras algunos retoques en 1938 con gran éxito. Esta obra, en la que sólo hay dos personajes, el propio Barbazul y su esposa Judith, fue escrita bajo el influjo debussysta de Pelléas et Mélisande, particularmente evidente en las texturas orquestales y el gusto por la exploración tímbrica en función de la narración. Sin embargo contiene ya mucho del lenguaje propio del húngaro, como son las influencias de la música popular que ya había comenzado a estudiar en profundidad, o peculiares enlaces armónicos. La gran artista fue la mezzosoprano israelí Rinat Shaham que dio vida a una Judith ora enamorada, ora suplicante, ora horrorizada, con una gama de matices y acentos muy amplia pero que en ningún momento alteró una emisión homogénea – utilizó el registro de pecho con gran tino y mesura- y un timbre de gran belleza. Por desgracia no tuvo el partenaire que merecía, puesto que el bajo ruso Mikhail Petrenko, poseedor sin duda de un muy buen instrumento, resultó un Barbazul que no producía ni frío ni calor, mucho menos amor o pavor. Bastante bien la orquesta aunque se echó de menos más amplitud dinámica, la osadía de llevar al extremo los matices, como Bartók lleva al extremo los nervios de los personajes y la tensión de los oyentes.
Ana García Urcola