SAN SEBASTIÁN / Apoteósicos Fischer y Kopatchinskaja
San Sebastián. Auditorio Kursaal. 17-VIII-2024. Budapest Festival Orchestra. Patricia Kopatchinskaja (violín), Ivan Fischer (dirección). Obras de Prokofiev, Bártok y Dvorak.
La segunda mitad de la Quincena (la segunda quincena de la ídem, para ser exactos) se abrió en el Auditorio Kursaal con una orquesta que ya ha visitado el festival en seis ocasiones anteriores y que es siempre recibida con los brazos abiertos debido a la calidad de sus prestaciones: la Budapest Festival Orchestra y su director titular, Ivan Fischer.
El día 17 Prokofiev, Bártok y Dvorak eran los compositores que conformaban el repertorio. La Obertura sobre temas hebreos op. 34 de Prokofiev supuso un aperitivo más que sustancioso a lo que había de venir. Compuesta inicialmente para clarinete, cuarteto de cuerdas y piano en 1919 por encargo de un grupo de emigrantes judíos rusos instalados en Nueva York, aquí se nos ofreció la versión orquestal, que, curiosamente, mantiene entre sus instrumentos al piano (y se entiende como parte del color de la obra). Dos temas tomados de un cuaderno de música klezmer (o judía ashkenazy) sirven de inspiración a Prokofiev para esta obra de forma clásica y llena de colorido. Desde el comienzo pudimos apreciar algunas de las cualidades que hacen de Fischer uno de los mejores directores del mundo: la unión de rigor, precisión, conocimiento y autoridad, con la capacidad para disfrutar de hacer música e incorporar el humor en sus interpretaciones.
La obra comienza con una serie de acelerandos y desacelerandos que precisan de un perfecto entendimiento con el director y una gran claridad en el gesto. Estupendo el contraste entre el tema que introduce el clarinete (y al que volverá como solista) y esa sección más lírica en la que la cuerda canta sobre esa especie de tapiz que proporcionan las flautas, trenzando sus notas. Para la sección en que el clarinete se convierte en solista, Fischer hizo levantarse de su puesto a Ákos Ács y acercarse al borde de la escena, mientras el propio director le sujetaba su partitura con el mentón, haciendo de atril humano, en un gesto de humor muy acorde con la obra. Fantástico en su intervención Ács, que logró una perfecta unión de virtuosismo clásico y sonoridad folclórica y ofreció un momento casi camerístico en su diálogo con sus compañeros de sección en la parte final de la obra. A Fischer le gusta mucho incorporar este tipo de obras de raigambre popular y destacar esa filiación de lo clásico con lo folclórico, como sucedió hace unos años con una inolvidable Tzigane de Ravel, en unas versiones que siempre son enormemente sabrosas.
Seguidamente apareció Patricia Kopatchinskaja para interpretar el Concierto nº 2 para violín y orquesta de Béla Bártok, obra compuesta entre 1937 y 1938, momento en que el compositor se encontraba en una zozobra importante debido al auge del fascismo, que le provocaba gran inquietud: a pesar de sobrepasar la cincuentena, pensaba seriamente en exiliarse, cosa que haría finalmente en 1940. Curiosamente y en contra de lo que podría dejarse traslucir, dada su situación, el concierto tiene un carácter casi risueño y optimista, de cierta ligereza y buen humor, quizá como escapatoria espiritual a un contexto vital complicado. Fischer situó sabiamente al arpa –que tiene un papel muy destacado– delante de su atril, entre los primeros atriles de violonchelos y violas, a los violines frente a frente a su izquierda y derecha y a los contrabajos enfrente y al fondo, en línea y un poco elevados, en una disposición orquestal que funcionó magníficamente para obtener un balance adecuado. Kopatchinskaja se quitó sus chinelas y entonces empezó uno de esos momentos que una sabe que no se le van a olvidar. Pocas veces he visto un solista que tenga una presencia musical y física como la de esta mujer. Lo del dominio violinístico es algo apabullante, claro, pero es que su manera de vivir lo que está haciendo y transmitirlo en su gestualidad –que no es caprichosa ni extravagante, sino realmente se trata de movimientos inervados por la vivencia del momento– y en el resultado sonoro hace que sea imposible no seguirla, de tal modo que no diré que sobraba el director, pero sí que más vale tener al lado a alguien como Fischer, con el conocimiento, la experiencia y la flexibilidad que él atesora, para ser lo suficientemente dúctil y convertirse en colaborador perfecto y no en rival.
Desde esa primera frase en la primera cuerda preludiada por el arpa, Kopatchinskaja sentó las bases de lo que sería una interpretación memorable: hermoso y enorme sonido, implicación física y emocional y liderazgo incuestionable. Bien es verdad que el concierto está magníficamente escrito y no llega a haber una pelea contra la orquesta, pero sí es necesario mucho sonido para compensar la masa en los momentos de diálogo, que son muchos. Kopatchinskaja es la reina de los contrastes: vertiginosa y casi diabólica en los pasajes virtuosos, de una precisión inverosímil en las articulaciones y la afinación, y lírica y flotante, casi estática en los momentos más delicados. Va siempre al fondo de cada efecto, en lo que encontró en Fischer el partenaire perfecto, porque tampoco deja las cosas nunca a medias, como esa tercera disminuida melódica justo antes de la cadencia, en la que se alternan los armónicos con las notas reales y en la que hacía un pequeño glissando dejando que la afinación acortara los intervalos. Qué bien utilizado el vibrato –o su ausencia– para enfatizar un efecto o un carácter o esa manera de obtener casi un chillido afinado del violín en los acordes finales. Y qué entendimiento entre violinista y director en esos incontables cambios de tempo.
Estupenda la orquesta en todos esos detalles dinámicos, que Fischer sabe conducir tan bien. Precioso fue el comienzo del segundo movimiento, con la primera frase casi sin vibrar, como un sonido blanco para contrastar aún más con lo que había precedido y llena de misterio esa primera variación, donde el timbal se convierte en un personaje secundario pero esencial. La segunda fue casi un recital camerístico –porque a Kopatchinskaja no le importa ceder protagonismo– que recuerda inevitablemente a ciertas partes de la Música para cuerda, percusión y celesta. Fantástico de exactitud Fischer en esa tercera, que es como un vuelo de moscardón permanente. Y en fin, una unidad de concepción impresionante de los dos en este catálogo de ambientes y efectos que, sin embargo, tienen una intención compositiva que, con ellos, parece evidente.
El tercer movimiento fue una apoteosis de locura virtuosística, mezclada con momentos de gran poesía y con contrastes incesantes en esa especie de vals a veces inocente, a veces diabólico, en el que incluso se adivinaba la influencia raveliana en esa subida al clímax. Lo que está claro es que hace falta un intérprete que tenga integrado así el concierto y un director que lo domine de esta forma para que funcione, con la certeza de que no va a haber el más mínimo accidente en esta navegación de alto riesgo. Triunfo absoluto de Kopatchinskaja, que nos dejó sin palabras. Esta violinista no es de este mundo: es del cielo y del infierno y ella sabe servirse de ambos. Como propina, nos hizo gracia de cualquier movimiento de la inevitable partita o suite de Bach y tuvo el buen gusto de tocar junto al solista de violonchelos un arreglo de una pieza de C.P.E. Bach arreglada en pizzicati, con una gracia y un humor fuera de serie. Brava, bravissima.
En la segunda parte la orquesta ofreció la 7ª Sinfonía en re menor op. 70 de Dvorak, partitura escrita para la Sociedad Filarmónica de Londres en 1885 y que fue estrenada en la capital londinense ese mismo año en un momento de tristes pérdidas personales para el compositor, puesto que su madre y su hijo habían fallecido en un breve lapso de tiempo. La lectura de Fischer estuvo llena de brío y elegancia, como es, por suerte para nosotros, habitual. Pocos directores hay que consigan un rubato tan bien dibujado y tan natural como él, lo cual es fundamental para el encadenamiento de frases y secciones en este estilo. Su forma de dirigir puede parecer asistemática, porque tan pronto pasa a marcar un tempo como, inmediatamente esbozar un fraseo y después dar una leve indicación a un instrumentista, de forma que nada cae en lo rutinario y es obligado estar pendiente de su gesto. La orquesta respondió en el Allegro maestoso con una frases siempre expresivas, con un sonido pleno y con dinámicas bien diferenciadas. Fantásticos los solistas del viento madera en el segundo movimiento, que de hecho, comienza con una frase en la que son protagonistas sobre un pizzicato de cuerdas. Gran trabajo también de las trompas y de las cuerdas graves en este movimiento de frases largas y llenas de intensidad y muy simpático ese preciosismo que convirtió la ligadura entre el la y el do final de los violines primeros en un ligero glissando, como una reverencia final.
Un ejemplo característico del buen gusto de Fischer fue el Scherzo vivace, una suerte de vals en compás de seis por cuatro con reminiscencias del minué dieciochesco, en el que el aspecto marcadamente rítmico tiene que estar muy bien imbricado en un fraseo de largo aliento. Fabulosamente ejecutados esos acentos que, a efectos auditivos, generan una hemiolas sorpresivas y jadeantes. Maravillosos los ataques de las cuerdas, sin dureza pero llenas de desgarro en esa primera sección un tanto desesperada. Nueva lección de empaste, ductilidad y lirismo por parte de los vientos en la sección central. Puro romanticismo y pura energía.
El último movimiento toma un tema popular muy característico que combina un primer salto de octava con una segunda aumentada, lo que le confiere un carácter un tanto demoníaco que será bien aprovechado por Dvorak para tomarlo como base motívica y transformarlo de mil maneras y también combinarlo con un segundo tema. Cada instrumento y cada sección tendrán su ocasión de lucirse a partir de esta célula y los solistas de la Budapest supieron hacerlo de forma extraordinaria a lo largo de este movimiento lleno de un ímpetu entre heroico y terrorífico.
Tras un sonadísimo aplauso, Fischer y los suyos nos regalaron una original propina: el cuarto de los Duetos Moravos op. 38 de Dvorak interpretado por todas las mujeres de la orquesta salvo la contrabajista y la primera viola, puesto que fueron acompañadas por sus compañeros de los primeros pupitres de cuerdas. Parece ser que es habitual que Fischer haga cantar en coro a su orquesta, lo cual explica mucho de esa escucha interna y esa capacidad de reacción. En cualquier caso, fue un cierre de enorme belleza y delicadeza para un concierto realmente grandioso.
Ana García Urcola
(fotos: Quincena Donostiarra)