SALZBURGO / Falstaff adelgaza sin remedio

Salzburgo. Grosses Festspielhaus. Festival de Salzburgo. 12-VIII–2023. Verdi, Falstaff. Gerald Finley, Simon Keenlyside, Bogdan Volkov, Thomas Ebenstein, Michael Colvin, Jens Larsen, Elena Stikhina, Giulia Semenzato, Tanja Ariane Baumgartner, Cecilia Molinari, Marc Bodnar, Liliana Benini, Joaquin Abella. Coro de la Ópera de Viena. Orquesta Filarmónica de Viena. Director musical: Ingo Metzmacher. Director de escena: Christoph Marthaler.
Christoph Marthaler y Anna Viebrock decidieron que la inspiración para este Falstaff vendría de Orson Welles, alguien que lo habría encarnado como actor, incluso que habría dirigido la misma película donde eso sucedía. También que en el juego de espejos entre esas dos ocupaciones podría hallarse un buena «papilla primigenia» sobre el que asentar el desdoblamiento del noble bufón sobre el escenario. Además de Campanas de medianoche (1965), tomarían como referencia The Other Side of the Wind («Al otro lado del viento»), una película de cine experimental que dirigió, coescribió, coprodujo e incluso participó en el montaje desde 1970 hasta su muerte y que se estrenó hace cinco años en el Festival de Venecia junto al documental They’ll Love Me When I’m Dead («Me amarán cuando esté muerto»).
La idea podría ser muy sugerente, pero los problemas empezarían desde el principio. Si antes no se había leído atentamente el programa, era difícil caer en la cuenta de toda esta asociación. La escenografía de Viebrock era un set de cine dividido en tres ambientes, como suele hacer Marthaler en Salzburgo dadas las dimensiones del escenario. La parte central la ocupaba el plató, a la izquierda una sala de proyección para revisar los progresos y a la derecha unos bungalows donde se alojaba todo el equipo de la película. Detrás, la puerta una de las naves del estudio y algunos decorados como una torre inestable de rocas de cartón piedra. El director que aparece en escena, interpretado por el actor Marc Bodnar, no se parece en absoluto a Welles, sino más bien a John Huston, otro actor-director que aparece en la película estrenada tardíamente y que cuenta el último día en la vida de un envejecido director de Hollywood mientras hace de anfitrión en una fiesta organizada para el visionado de su último proyecto inacabado. Ese proyecto sería, sobre el escenario, el Falstaff que estábamos a punto de presenciar.
Esta desconexión entre propósito y resultado se mantuvo a lo largo de toda la ópera. Queda la impresión de que la idea se quedó a medio hacer, como suele pasar en bastantes óperas de hoy. Una idea inicial, más o menos brillante, que luego no se desarrolla lo suficiente en el escenario, cuando tiene que engranarse con un texto y una música prefijados de antemano. A veces funciona y se obra el milagro. Pero otras veces no encaja y hay que asumir deportivamente el resultado. A muchos les podrá parecer que no tiene sentido experimentar y que lo mejor es volver a la escena sugerida en el libreto y que no haya más complicaciones, con alguna mejora traída por las posibilidades que da la tecnología. Pero resulta mucho más sugerente, vivo y artístico arriesgarse y tratar de mostrar discursos y subtextos que enriquezcan al espectador.
Había que hilar muy fino para advertir todo esto. El espectador moderno suficiente tiene con acudir a tiempo al teatro. Es muy difícil pretender que se adentre en la propuesta escénica si el escenario no lo cuenta. Los programas se adquieren justo antes y apenas hay tiempo de abrirlos y leer el reparto. Cuando se abre el telón, vemos al director visionar algo que nosotros vemos proyectado sobre el patio de butacas. Pero apenas se ve nada y no puede reconocerse bien qué metraje es. Quizá habría bastado con mostrar lo mismo y un poco más sobre el telón por ejemplo, para que el espectador pudiera empezar a entrar.
El otro problema fue que en el personaje Falstaff tampoco podía reconocerse fácilmente a Orson Welles. Gerald Finley no tiene esa apariencia por mucho que se le coloque una barriga falsa como parte del attrezzo de la película. Resultaba interesante ver a director y actor juntos, desdoblados, pero aquel Falstaff de Campanas de medianoche no tiene nada que ver con la comedia de Verdi. La selección de textos de Shakespeare que hizo para la película es mucho más amplia y muestra al personaje bonachón y canalla, pero que vemos sufrir la traición de la amistad por parte del rey que ayuda a educar.
Tras la proyección sobre el patio de butacas, la música inicia tras la claqueta del rodaje. Inició unos segundos después, no como habría sido realmente en un set. Un desajuste bastante revelador. La película que se rueda contiene algunas escenas de la ópera, como las que desarrollan los engaños pensados por Alice Ford. En estos, será ella la que ocupe la silla del director y dirija la farsa para escarmentar al actor en uno de los momentos visualmente más teatrales.
A los cantantes también se les vio algo perdidos en escena. Gerald Finley (Falstaff) cantó el estreno mermado por una laringitis, aunque dijo bien y con carácter, pero la voz no estaba para florituras. Simon Keenlyside (Ford) estuvo convincente por su prestación como actor, ahora mismo por encima de su capacidad vocal, algo destemplada y con un excesivo vibrato. Elena Stikhina (Alice Ford) estuvo inaudible en el registro medio y grave de sus intervenciones, a las que tampoco ayudó lo que venía del foso. La soprano rusa tiene caudal y carácter más bien en su registro agudo. Bogdan Volkov (Fenton) y Giulia Semenzato (Nannetta) cantaron muy bien, con mucho gusto, sus arias solitarias, pero la escena de ambos tratando de esconderse no estuvo bien resuelta escénicamente. Tanja Ariane Baumgartner (Mrs. Quickly) tuvo momentos destacados un canto con volumen y oscuridad muy propios para el personaje. Del resto del reparto, destacó el buen hacer del actor español Joaquín Abella como asistente del director.
Ingo Metzmacher no entendió la partitura y la dirigió con un exceso de literalidad que es letal en Verdi. Quizá había una intención de suprimir la italianità, pero tiene sus riesgos, sobre todo si en el escenario no hay comunión con el texto. Es una lástima porque el maestro germano es un gran director, pero quizá hay repertorio, como le ocurrió a Welser-Möst el año pasado, en el que está fuera de estilo por completo.
El abucheo fue largo y prolongado cuando se cerró el telón. El público nunca entró a la propuesta y estuvo frío durante toda la representación. Incluso hubo no pocas deserciones al descanso. Marthaler no acertó en Salzburgo con una propuesta a medio cocinar y muy lejos de otras que se pudieron ver hace años sobre estas mismas tablas como las excelentes Kátia Kabanová o El caso Makropoulos.
Felipe Santos
(fotos: FS / Ruth Walz)