SALZBURGO / El malditismo de Tannhäuser
Salzburgo. Festival de Pascua. Grosses Festpielhaus. 1-IV-2023. Jonas Kaufmann, Marlis Petersen, Christian Gerhaher, Emma Bell, Georg Zeppenfeld, Sebastian Kohlhepp. Tschechischer Philharmonischer Chor Brünn, Bachchor Salzburg, Gewandhaus de Leipzig. Director musical: Andris Nelsons. Director de escena: Romeo Castellucci. Wagner, Tannhäuser.
Sobrevuela sobre Tannhäuser una maldición de obra imperfecta, sin rematar, que se ha trasladado al propio escenario. Wagner nunca quedó satisfecho tras las tres versiones que conocemos y según Cósima, en algún momento dijo que todavía le debía al mundo esta ópera. Ni Dresde, ni París, ni Viena. Con su interpretación en escena ha ocurrido otro tanto. Cuesta recordar una propuesta que haya huido de los tópicos. La historia de esta ópera pone a prueba a los directores de escena más perspicaces, que ven cómo se escurre entre los dedos.
Nikolaus Bachler se trajo este año al Festival de Pascua de Salzburgo la propuesta de Romeo Castellucci que ya había programado en sus años de Múnich, en 2017. En el reparto, de aquel estreno sólo repetían Georg Zeppenfeld como Hermann y Christian Gerhaher como Wolfram. Del resto destacaba el debut en los papeles principales de Jonas Kaufmann y Marlis Petersen, algo habitual en las programaciones del austriaco en Baviera. En el foso, Andris Nelsons y su Gewandhaus de Leipzig, con una de las partituras favoritas del maestro letón. Todos los ingredientes estaban dispuestos y podría esperarse una noche acorde con la historia del Festival.
Pero nada es lo que parece en Tannhäuser y apenas contemplada la primera media hora, la representación fue adquiriendo un halo de premiosidad y quietismo que distaba mucho de cualquier Venusberg que pudiera recordarse. La primera sorpresa fue lo rápido que había envejecido estéticamente la propuesta escénica de Castellucci, seis años nada menos. La gruta parece una estancia sacada del Infierno de Dante y las almas atrapadas recuerdan a las que pintó Miguel Ángel en el frontis de la Capilla Sixtina. Para entonces, la quietud progresiva de los tempi que eligió Nelsons convirtió la morada de Venus en lo más alejado a la sentina de la pasión carnal que sugiere el texto. No cambiaría en el resto de la ópera y dejó para el recuerdo dos soberbias oberturas, la del primer y tercer acto. Esta irregularidad también estuvo presente en la pareja protagonista, con un Jonas Kaufmann que sólo brilló en el racconto romano del último acto y una Marlis Petersen excesivamente lírica para el dramatismo que exige el papel.
Afortunadamente, sobrevivió el Wolfram de Gerhaher, muy probablemente una de las mejores noches del barítono en Salzburgo. Pleno de volumen, con ese decir tan suyo que viene de la mejor escuela liederística. No anduvo lejos el enérgico Hermann de Zeppenfeld y tampoco la Venus de la muy musical Emma Bell. De la escena quedaron los mejores conceptos, como esa idea de Venus y Elisabeth como envés y revés que separa los dos mundos de Tannhäuser, que transita atravesando la silueta de ella. También el sugerente y enigmático acto tercero, que prescinde del angelical cuadro del libreto, y nos introduce a una especie de purgatorio donde Castellucci consuma otra disociación a menudo inadvertida en la ópera: la de los intérpretes y sus papeles. La redención aquí vendrá por el transcurso del tiempo, que el director italiano dispara poco a poco, con proyecciones que lo anuncian, hasta los cientos de millones de años. Sólo en ese momento, los dos intérpretes, Jonás y Marlis, se habrán mezclado en el polvo resultante de sus cuerpos, mientras sus papeles permanecen incólumes en el limbo eterno del mito y del arte.
Felipe Santos
(fotos: Monika Rittershaus)