Rivales y herederos de Enrico Caruso
Con profundo pesar reproducimos a continuación una de las últimas colaboraciones con Scherzo de Joaquín Martín de Sagarmínaga, incluida en el dosier que esta revista dedicó a Enrico Caruso con motivo del centenario de su muerte, en enero de 2022.
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En el siglo XIX, hasta los primeros compases del XX, hubo una estirpe de tenores dramáticos con voces de timbre claro, emisión de clarín, virtuosismo sin límites aparentes y pianos de orfebre. Era la de Baucardé, Tamberlick, Tamagno con su la claridad cegadora, Paoli, con su pastosidad y redondez y, como los anteriores, de squillante resonancia, o De Negri, algo pálido frente a los demás. En el XX, el audaz y culto Lauri-Volpi y el imponente Corelli pondrán un colofón casi definitivo a esa familia canora. Sin embargo, no es esta senda la que, pese a su real importancia, propició la aparición de Enrico Caruso.
A Caruso le costó mucho llegar a ser Caruso. Al principio su propia peculiaridad no calaba en los públicos, que preferían tenores muy diferentes. Cuando debutó en Caserta en Cavalleria, por la muerte inesperada de Stagno, el primer Turiddu, salvo a su entidad vocal, le llovieron palos en todas las asignaturas de un cantor. En 1897, un editor de Livorno aún preguntaba que quién era ese Caruso.
A Caruso le costó mucho llegar a ser Caruso. Al principio su propia peculiaridad no calaba en los públicos, que preferían tenores muy diferentes
Cuenta su biógrafo Eugenio Gara cómo el tenor fue a ver a Puccini a su casa de Torre del Lago, y “le bastó empezar Che gelida manina con su voz de cello (qué símil tan acertado) para que Puccini le dijese inmediatamente que sí”. Lleno de buena fe, el aspirante le confesó que “él no llegaba a alcanzar el Do del final del racconto”. Y el compositor remató con ironía: “Los tenores cantan todo el resto para emitir un Do aterrador; mejor, mucho mejor el caso contrario”. Y gracias a Puccini, en 1897 cantó su primera Bohème.
Pero seguía sin establecerse en el mundo de la lírica. Del semifracaso de su debut en 1899 en la Scala, en la Bohème, al menos se resarció con un aplaudido Elixir. Pero en Bolonia, por ejemplo, gustaba más el caballeresco Borgatti, luego gran wagneriano, quien nació en dicha tierra y por entonces ya había cantado Lohengrin. O Bonci, antiguo cantor de iglesia, de sones acariciantes y gráciles, con quien tuvo una sonada rivalidad, en la que ciertamente no siempre perdió Caruso, más directo y pasional.
Su fracaso más duro fue el de su presentación en Elixir, por ser en el San Carlo, en la segunda temporada del nuevo siglo. Lo sintetiza Celletti: “Una parte de la crítica contrapuso a la suya la interpretación que con anticipación había dado, en esa ópera, De Lucia” (tenor exquisito, preferido por las clases más pudientes del teatro, añadamos). Y continúa el famoso crítico: “Amargamente decepcionado por las reservas mostradas en su propia ciudad, Caruso no volvió a cantar en Nápoles”. Otro fiasco notable fue el de Rigoletto en el Liceo barcelonés, en 1904. Tampoco volvió.
Además de sus primeros discos fabulosos para The Gramophone Company Limited, en su ascenso influyó el asentamiento estético del verismo, con sus orquestaciones muy tupidas, que pedían voces de tenor casi infrangibles, como la de Caruso, Gigli, De Muro, Lázaro, Bassi, Schiavazzi o alguna escapadita del ya citado Paoli a Payasos, cuando Leoncavallo supervisó su primera grabación. E influyó también su sonada presentación en el Metropolitan. Y entonces sí, a partir de Rigoletto en 1903, los neoyorquinos enloquecieron con lo que en otros lares no había parecido tan bueno, o sólo discontinuamente, o con matices que les pasaron inadvertidos.
Aquella emisión tan espontánea, en verdad novedosa, aquel ramal de sonido bruñido y campanudo, aquella dicción tan elocuente y hasta fiera, hizo que pronto destacara sobre un tenor a la antigua usanza como Jean de Reszké, sin una voz de primera, pese a que componía bien los personajes, con elegancia en sus atuendos, y cuya Carmen con Emma Calvé, vg., había sido considerada hacía una década un tiquet insuperable.
El testamento de Caruso es, en el fondo, un testamento sin herederos. Lo que sí hay son magníficos seguidores
Entonces Caruso no fue un simple faro, por potente que fuera su reflector, sino todo un moderno sistema de alumbrado, cuyo influjo, así como la escasa influencia vocal o expresiva de otros sobre él, estaba destinado a perdurar durante décadas. La explicación era un timbre escandalosamente bello, por cuya audición habría que pagar un canon, además de la entrada, y una rara aleación entre la belleza radiante del tenor y el atractivo color más oscuro del barítono. Hasta en su postrer disco, el aria de Eleazar de La judía (salvo su tensa nota resolutiva), creó sonidos tan bellos que habría que enviarlos a un laboratorio para saber hasta el último átomo de qué se componían, y luego extasiarse con el descubrimiento como los doctores Ramón y Cajal o Simarro con los suyos.
El testamento de Caruso es, en el fondo, un testamento sin herederos. Lo que sí hay son magníficos seguidores, timbres afines y algún imitador de mayor o menor fortuna. Por el ‘factor Met’, sí es carusiano el letón Hermann Jadlowker y, sin imitarle, el parecido del timbre es evidente, aunque menos denso, y asombraba por ser “oscuro y sensual”, como afirma Leo Riemens. De repertorio vastísimo, es capaz de hilar coloraturas acrobáticas con dominio displicente, pero apenas cantó las obras de aquel, aunque hiciera también ópera en italiano, o canción de concierto, como Pur dicesti de Lotti, que refleja olfato para el Barroco. Sin embargo, el alemán fue la parte del león de un muestrario que incluye el Wagner más lírico. A moi le deja algo frío su dúo de Carmen con Hempel; no así el de ambos en Fausto, ni el de Le donne curiose con Farrar.
La pugna del vasco Florencio Constantino con el recordado en este dosier era más una quimera que una realidad. Lo demuestra que cuando actuó en Nueva York, apenas lo hizo en el Met y, donde triunfó fue en la Manhattan Opera. En sus años dorados, hechizó en el Real al mexicano José Pierson, director de una Compañía Impulsora de Ópera, en Rigoletto en 1904, el equilibrio de su voz y las medias tintas. Añadamos su legato tan fino y el aire algo arcaizante de su estilo. Pero cuando el propio Constantino se radicó en México, al volver a oírlo, Pierson constató que el material había perdido casi toda su pureza. Enfermo de la psique, fue internado en una clínica donde, con la voz rota, evocaba fragmentos de sus éxitos de otrora, como Rigoletto. Tal vez aquellas canturriadas tuvieran cierto valor terapéutico, pero es dudoso que artístico, y no hay ironía en estas palabras sino lástima. Como acotación, cabe añadir que Hipólito Lázaro, glorioso cantante de voz extensa y de armónicos plenísimos, fue rival de Caruso sólo por el hecho de que se autoproclamaba el mejor tenor del mundo, al margen de algunos años de carrera coincidentes.
Otro que brilló con el nuevo siglo fue Giovanni Zenatello, que estudió para ser barítono, de ahí el timbre más bien oscuro y una relativa dificultad para alcanzar los agudos, que no prolongaba sin tasa. Marido de la volcánica mezzosoprano María Gay, es famosa la Carmen de ambos, su Canio, Radamés y, sobre todo, su Otello. Un Otello de transición, con una paleta de colores alejada ya de la claridad de los pioneros Tamagno, De Negri y Oxilia. En todo caso, por los méritos de su Moro, es digna de audición atenta la selección tomada en vivo en el Covent Garden, el 17 de junio de 1926 en la que, aun actuando indispuesto, saca fuerzas de flaqueza y acaba emocionando. El mérito es también radiofónico, pues es sólo 10 días posterior a la retrasmisión pionera del adiós de Nellie Melba en la Royal Opera.
Un debut temprano fue el de Giovanni Martinelli en 1910, nacido en Montagnana, paisano del gran maestro Pertile, algo tan improbable como que toque dos veces el premio gordo en el mismo pueblo. De voz penetrante y diamantina, melenudo, a veces parece sudar la nota alta, pero, no sin esfuerzo, siempre la alcanza. Lo malo es que conocemos poco de este tenor en plena forma. Apenas Payasos, de 1934, el aria singularísima de Eliazar de Halévy o, quizá aún, Turandot en el Covent Garden, del 37. Pero a un divo siempre es de interés seguirle hasta en su declinar. En tal estado fueron llegando, en orden, siempre del Met, Otello, Boccanegra, Gioconda. Y, para resarcirnos, contamos con ediciones de sus años radiantes, entre las que destaca Giovanni Martinelli (HMV, 1915-1927), donde hace una fabulosa salida del conjurado Ernani, vg.; y The last of the titans, vinilo cuya cubierta presenta entre sombras a un ser casi mitológico, y junto al heroico O muto asil, está su recordada Because. Eso sí, suyo es el dudoso honor de ser un cantor de alta categoría que legó en 1962 un racconto infame de Fanciulla del West.
Del XIX sólo por la fecha de su nacimiento alicantino, no por su estética, Antonio Cortis, quien fue llamado Il piccolo Caruso, venía de la apretada fila de los comprimarios. Tenía una voz espléndida, sostenida por una buena técnica, y una semejanza, quizá la más clara, con el astro italiano, pero su frecuentación ahuyenta parte del parecido. Hay en él una melancolía difusa, vaga como un presagio. Sobre el papel, comparado con el medium, aterciopelado pero denso, era un poco corto arriba, pero hoy andaría sobrado frente a tantos primeros tenores que más bien lo parecen de compañía lírica, con todos los respetos. Pero Cortis atraía el infortunio como el poeta César Vallejo la tristeza. Idolatrado en la Lyric Opera de Chicago, la Depresión del 29 paralizó su jugoso contrato en 1932 y, por culpa de nuestra guerra civil, su fortuna en dólares fue confiscada por el bando vencedor. Acabó dando clases de canto en su tierra, con la modestia como único horizonte. Pero ¡qué grande era! Entre los polos de la ópera y la zarzuela es difícil decir mejor la serenata de Iris de Mascagni, Ah dispar… de Manon o la romanza de El dictador de Millán, todas bañadas por el calor mediterráneo.
El émulo más ignoto de Caruso fue el griego de Attica Kostas Milonas que, para el arte, italianizó su nombre como Costa Milona. Poco se sabe de fiable, apenas el nacimiento en 1987. Su campo de acción fue la Staatsoper de Viena, descendiendo luego a la Volksoper. Su rastro se pierde en el Berlín de después de la guerra, con posterioridad a 1946. En Canio fue comparado con Caruso. De voz mucho más fina, línea pausada y buen canto, puede comprobarse en Mi par d’udire ancora, uno de los discos que hizo para Parlophon, Homochord o Vox, aunque hoy es difícil hallarlos. Mas lo que no se olvida es su final. El tenor se carteaba con una admiradora estadounidense, a quien confiaba sus penurias. Un día se decidió a pedirle un abrigo, pues el frío le carcomía. La admiradora, atendiendo su petición, le envío un costoso abrigo de piel, pero ya era tarde: Milona había muerto hacía días.
En cambio, el heredero más popular fue Gigli. En los años 10 tenía un muy bello centro y primer agudo, pero le faltaba redondear más la zona alta, y Kraus dijo, en clase magistral, que al comienzo el grave era algo débil. Pero habría que ser muy rácanos con el de Recanati si negáramos que estas limitaciones relativas las corrigió. Reinó en la Scala, donde debutó en Gioconda en 1918, así como en el Met, ahí durante tres lustros, desde su debut en 1920 en Fausto. Su Aida de estudio, del 46, testimonia un incipiente declive. Entre tanto, había pasado de ser un lírico con cuerpo a un spinto. Nos legó la mejor Cavalleria en disco, dirigida por su autor, con Bruna Rasa, Santuzza que, según Lauri-Volpi, se transmutaba tanto en los roles vividos en escena que casi dio en loca fuera de ella.
No obstante, con su sonoridad clara, casi angélica en su haber, no se parece nada al otro, y a veces peca de amaneramiento o excesivo apoyo ‘lagrimal’. Pese a eso, inventó un ‘mixto’ delicioso, soldando en los tonos más suaves la voz natural con la de cabeza y, aunque el cambio se note un pelín, son muy sugestivos; un ejemplo es el final del aria de Pescadores. Curiosamente, en 1903 Caruso mismo culminó el aria con un falsete evidente, extraño a su vocalidad.
Mario del Monaco admiraba a Caruso, pero no le imitaba. Era expresivo sin ser un duplicado de nadie. Cómo aquel, era un genuino tenor dramático, y eso ya es mucho. Su punto fuerte era una voz bella, electrizante, de formato gigante y raro magnetismo, con un Si bemol y natural como truenos, no aptos para oyentes con arritmias. El débil, ciertas durezas, fruto de su técnica sui generis, con abuso de la respiración clavicular, peligrosa para tenores peor dotados. Durante los años 50, sobre todo, fue un insuperable Canio, Calaf, Dick Johnson, Eneas, y Otello, su mejor creación.
Entendía Payasos como una parábola donde los acontecimientos sucedían en tiempo brevísimo, en el que tenor acrecentaba la tensión hasta extremos brutales; así debe ser. En Otello, su debut en el Colón de Buenos Aires y en el rol, tuvo 22 salidas suyas a escena. Cada frase, cada gesto, era significativo, y así plasmaba su catálogo de estados de ánimo: exultante, amoroso, humillado por el origen moro, suspicaz, celoso, derrotado, suicida. Especialmente logrados eran sus mano a mano con el torvo Jago, fuera este Guichadut, Warren o Protti.
Cuando en el libro de entrevistas Mundo lírico (1965), el periodista Ramón Pujol le pregunta si Otello es muy difícil, el florentino responde: “Mucho, y de gran responsabilidad, pues no es suficiente la voz, sino que se exige al actor. Y es obra tan fuerte, que el sistema nervioso se altera profundamente en cada representación”.
Algunos ecos del astro napolitano llegan hasta el moderno Jussi Björling, superdotado desde la niñez, cuyo mito sigue vivo sobre todo en el mundo anglosajón, por su anclaje, más que en la Royal Opera, en el Met, o en el Carnegie Hall, cuyos recitales de 1955 y 1958 disfrutan de impecables grabaciones. Durante el periodo de entreguerras, era un cantante algo enfático, tanto que, cantando Il trovatore o La Bohéme, parecía emborracharse de la propia belleza de su voz. Pero una década después, su estilo se había remansado. No así su vida privada y su salud, consumidas entre la dependencia etílica y el corroído corazón, que fueron fatales. Entre los contratos que no pudo cumplir destaca el de Otello, digno de expectación.
Su parentesco con Caruso se centra en el ataque del sonido, más de violín que de violonchelo. Aunque el timbre de Björling sea en esencia luminoso, en la paleta cromática encuentra otros tonos, y su riqueza de armónicos hace que se encarame hacia la zona alta trepando mediante ondas suaves, nunca planamente. Se podría hablar de una voz centrada, y es ese enfoque el que, casi astral, facilitaba su perfecta audición desde cualquier rincón de los grandes teatros en donde actuó. Cabe imaginar, como ensueño canoro, cómo sería un Ingemisco verdiano con Caruso, y sentirlo no tan lejano del felicísimo grabado por el sueco para Decca: centro bien asentado y con terciopelo, agudos fáciles, y graves ¡oscuros! ¶
Joaquín Martín de Sagarmínaga es crítico musical
[Imagen superior: Enrico Caruso como Rodolfo en La Bohème de Puccini. Metropolitan de Nueva york, 1915. Foto: Herman Mishkin. Met Archives.]
(Este artículo ha sido publicado dentro del dosier Enrico Caruso 1873-1921, en el nº 380 de Scherzo, de enero de 2022)