‘Ritratto’, de Jeths: Un estreno aplazado que podemos ver y oír
WILLEM JETHS:
Ritratto. Verity Wingate, Polly Leech, Paride Cataldo, Martin Mkhize, Cameron Shahbazi, Lucas van Lierop, Frederik Bergman, Dominic Kraemer, Sam Carl. Coro Amsterdam Sinnietta. Dirección musical: Geoffrey Paterson. Puesta en escena. Marcel Sijm. Escenografía: Marc Warning. Figurines: Jan Taminiau. Luces: Alex Brok. Coreografía: Zino Ainsly Schat
En marzo tendría que haberse estrenado en la Nationale Opera de Ámterdam la ópera Ritratto, música del holandés Willem Jeth y libreto de Frank Siera.
Casi toda la ópera se canta en inglés, pero el italiano y el francés comparten momentos. Los subtítulos reproducen exactamente lo que se canta. Es una situación única y un único decorado con sugerencias y polivalencias; se recorre con aparente unidad de tiempo lo que va del auge de la marquesa (consorte) Luisa Casati Stampa di Concino a su retroceso, ya que no hundimiento estricto. Hay a lo largo de la obra apuntes verbales, cantados, de cuestiones relativas a la vanguardia artística de aquellos años alrededor de la primera guerra. Luisa era musca, protectora y figura de esa vanguardia, mujer espectáculo en sí misma, extravagante y provocadora. El mundo de la moda ha aprovechado desde hace tiempo tanto su icono como su ejemplo.
El acompañamiento orquestal cede protagonismo a las voces a todo lo largo de la ópera. A menudo, deja sola a la solista o algún otro personaje, incluso al conjunto vocal, un coro de trece voces que en esta puesta en escena se mueve como en una coreografía. Es un cantábile continuo que cambia de manera permanente, aunque a partir de un momento dado, y desde antes de llegar al corazón de la ópera, se ralentiza peligrosamente por ausencia de contrastes dinámicos. Eso sí, hay una tímbrica orquestal rica, sugerente, que se pretende evocación o retrato sobre todo de Luisa Casati. Ese juego de colores, especular, sugerente, es una de las marcas importantes de la propuesta de Jehts. Pero hay que insistir en que el conjunto, limitado en componentes, no envuelve nunca al personaje, sea individual o en grupo. La Dirección de Geoffrey Paterson cuida todas las situaciones, y presta especial atención a este muestrario de colores. No será preciso insistir en que hay tonalidad, pero muy matizada, a menudo defraudada, interrumpida, puesta en cuestión. Es decir: lo habitual hoy, aunque en este caso resuenen tradiciones concretas como la italiana, pero no la alemana.
Hay en la puesta en escena de Marcel Sijm, en la fantástica escenografía de Marc Warning y en los imaginativos figurines de Jan Taiminiau toda una estilización que huye de lo natural, incluso de lo mínimamente histórico de la época. Y no solo mediante figurines improbables y fantasiosos, sino también a través de una gestualidad ritual, estática, de un forzado hieratismo que contrasta con la frívola exaltación de la fiesta. Eso sí, el vestuario de la Casati se basa en documentos fotográficos de la propia Casati en la segunda década del siglo.
Esta ópera, pues, pone en escena una fiesta y su secuela.
Es una de las fiestas legendarias de Luis Casati, y en consecuencia esa fiesta es todas las fiestas. En Venecia, nos dicen. Un pequeño conjunto coral y unas individualidades que exaltan, ensalzan, adulan a la marchesa. En especial, D’Annunzio (tenor) y Diáguilev (contratenor). Una fiesta de adulación, una explosión de narcisismo en la anfitriona. Hasta que llega la pintora Romaine Brooks y les recuerda que estamos en guerra. La presencia de Brooks, que fue una de las muchas artistas que retrató a la Casati , es el primer toque de realidad en aquella reunión de gentes ajenas a la realidad misma. El vivace, la agitación, cesan con este cuadro (podríamos decir que es un primer cuadro), que concluye justo al concluir el primer tercio de la duración. El cuadro ha estado dominado por varias referencias, pero los invitados cantan a menudo una frase enigmática que se vincula con el arte con la Casati y con la propia evasión de todos ellos: “Pronto veremos volar ángeles”. Es una cita, es un guiño.
Ante este final de cuadro, hagamos un pequeño balance: puesta en escena bella, una estilización que bordea la farsa y a veces lo que en nuestro país llamamos el esperpento. Es curioso que al hoy desdeñado Gabriele D’Annunzio lo interprete un tenor de bella voz y muy masculina presencia, cuando él era pequeño, delgaducho, de aspecto insignificante. La soberbia infinita y ridícula de D’Annunzio parece más tolerable en un tenor de voz tan límpida, de tan bello timbre (Paride Cataldo), que en el personaje histórico [ver imagen 7, Ida Rubinstein y D’Annunzio]. Por otra parte, es injusto dejar a Diáguilev, cuyo legado es muy importante, en la actuación amanerada de un contratenor flaquísimo (excelente Cameron Shahbazi, por lo demás) cuando la figura de Diáguilev era la corpulencia y la fuerza de personalidad de un Ciudadano Kane en su madurez. La figura de Luisa está imaginada con inexactitud, pero posee una verdad plástica superior a la de sus dos amigos. Romaine Brooks está directamente inspirada en uno de los auto-iconos de su figura: vestida de etiqueta como un hombre, chaqueta, pajarita y sombrero de copa.
En el segundo cuadro Luisa canta su orfandad y abandono (“El triunfo tiene muchos padres, pero el fracaso es un huérfano abandonado”). Hasta que la secundan D’Annunzio y Brooks, opuestos el uno a la otra: el frívolo artista propagandista de la guerra y la andrógina creadora de múltiples iconos. Ambos fueron íntimos de Ida Rubinstein (Romaine la pintó y fotografió repetidas veces, con amor y talento), otra de las personalidades femeninas de aquella época inquieta, vanguardista y llena de oportunismos que el transcurso de todo un siglo no ha conseguido desbrozar por completo. Los nombres femeninos de la época desbordan, no son excepción, y fueron no solo musas, sino a menudo artistas por derecho propio. Recordemos la corte de Winnie Singer, Princesa Edmond de Polignac, mecena de artistas (Stravinski, Falla, Poulenc…) y artista ella misma, protectora y amiga de Nadia Boulanger. Pensemos en la baronesa Elsa von Freytag-Loringhoven, la verdadera autora de esa estafa que se infligió a sí mismo el arte hace un siglo, la fuente, el urinario cuya genialidad se atribuye a Duchamp (una estafa que sigue viva hoy, un siglo después). Algo de ese clima de usurpación, mezclado con autocomplacencia, narcisismo y evasión, se despliega en los personajes de esta ópera. Pero esa frivolidad, que a la larga abre las puertas del peligro político, le va más a D’Annunzio (aquí, coprotagonista ante Luisa y junto a su rival, Romaine) y a Marinetti (apenas visible/audible) que a Diáguilev, también presente y actuante. El rostro bondadoso de la soprano Verity Wingate (que hace una espléndida creación) es el opuesto a la cara llena de soberbia y autoafirmación de la histórica Casati: gesto que atemoriza, gesto con personalidad, dirían muchos. Polly Leech, excelente Romaine y rostro también afable, no despliega gesto alguno que nos evoque o confunda con la Brooks, pero tanto su línea vocal como su atuendo poseen verdad dramática [ver ambas en imágenes 5 y 6].
Luisa niega la realidad ante la insistencia de Romaine. “La verdad es el arte. Soy una obra de arte viva”. Hasta que se impone la realidad: la confiscación de objetos y los soldados que buscan refugio en el palacio. D’Annunzio proclama, alegremente, que se va a la guerra.
Casi todo lo que podríamos considerar cuadro segundo consiste en un dúo de cargado lirismo en el que Luisa y Romaine se enfrentan hasta la pintura del retrato. Ser retratada es el propósito permanente de Luisa. Y mientras pinta Romaine, llega carta de D’Annunzio, que aparece en escena, canta la consumación del arte en la guerra, comunica que he perdido la visión de un ojo y que ahora su visión es más refinada (refined, esto es, más penetrante). Nada le impide a Luisa seguir colgada del espejo de la vida, ni el ojo de Ariel (Gabriel) ni la guerra misma, ni la ocupación de su casa y el menoscabo de sus bienes. “Déjame ver mi retrato. No me has sacado bella”. “He retratado la verdad”, opone Romaine. Hasta que Luisa pide que la hiera, que la sangre, que le arranque los ojos. Para incorporarlos a la obra de arte. ¿No se trata acaso de la verdad en el arte? “No, Lusa, hay una diferencia entre pintar la realidad y la realidad misma”. Y Luisa se saca los ojos. Toda una metáfora, acaso, de la vida de Luisa Casati, que no se corresponde con la realidad estricta.
Romaine se marcha, acaso huye. Tras el sacrificio de Luisa, D’Annunzio canta aún más su propio narcisismo, efectismo, su desarrollo de una poética prefacista, ese fascismo que es ya tan próximo. Y en su cegura, acompañada solo por el fiel Garbi (espectacular voz grave de Martin Mkhize), Luisa entona el canto de su epifanía. Que es un pianto.
La música festiva, animada, enloquecida del principio está olvidada. Pero, como fantasmas, los invitados regresan y siguen especulando sobre arte. “Nadie me advirtió de que la verdad era tan dolorosa”, canta Luisa. “Mis ojos abiertos nunca vieron tan claro como cuando se cerraron.” Y añade Gardi, fiel hasta el último momento: “Ser una obra de arte viva es una admirable aspiración.”
Más de la mitad de la obra traza la muerte de la marchesa, y la resume en realidad en una situación única lo que fueron años, porque Luisa Casati no murió esa noche, esa velada, sino que vivió hasta 1957, arruinada pero todavía, como se ha dicho, memoria viva en Londres para muchos artistas que la trataron durante sus años impecunes, de ruina prácticamente total.
La jaula/altar con que se presenta Luisa al principio es la misma que la rodea al final, en su ceguera que no le impide la danza y en su apoteosis para ascender quién sabe si a los cielos. Jeth y Siera se inspiraron en una exposición veneciana sobre la Casati; después de todo, era una apoteosis lo que inspiró este bello espectáculo que no deja de mostrar una cierta moralina. Tal vez pronto pueda verse en las tablas, darse a conocer como auténtico estreno. Al menos, teníamos este audiovisual del ensayo general de marzo.
Nota: Como Zuloaga, Augustus John o el inevitable Boldini, rey de un cierto tipo de kitsch, ver imágenes 1, 2 y 3, respectivamente; y uno de los retratos de la propia Brooks, la Casati desnuda, delgadez exagerada, imagen 4.
Santiago Martín Bermúdez