Riccardo Muti: “Soy un director a la antigua”
Todavía existen directores cuya mera presencia puede alterar el sonido de una orquesta. Lo he podido comprobar viendo ensayar a Riccardo Muti (Nápoles, 1941). Él insiste en definirse como un músico de otro tiempo, pero su labor y sus reflexiones siguen siendo fundamentales en el presente. A pesar de la situación de emergencia sanitaria por la covid-19, ha conseguido mantener todos sus compromisos durante este verano. Pasó el confinamiento en su casa de Rávena, estudiando la Missa Solemnis de Beethoven, que esperaba dirigir, por vez primera, en septiembre a la Sinfónica de Chicago. Y volvió a los escenarios, en el Musikverein al frente de la Filarmónica de Viena, el pasado 13 de junio, con la Sinfonía nº 4 “Trágica”, de Schubert, junto a la polca francesa Margarita, de Josef Strauss, y el vals Voces de primavera, de Johann hijo. Ambas piezas de los Strauss han sido utilizadas para filmar las escenas pregrabadas de ballet que veremos en el Concierto de Año Nuevo de 2021.
Regresó, después, a Rávena. Allí inauguró la 30ª edición de su festival, el 21 de junio, con la Orquesta Juvenil Luigi Cherubini en la Rocca Brancaleone, dirigiendo obras de Scriabin y Mozart, que pudo verse por streaming. Y ha podido mantener sus dos citas relacionadas con el 250º aniversario de Beethoven. Tanto la nueva edición del programa Caminos de la amistad que le llevó a dirigir la Sinfonía Eroica, el 5 de julio, en el Parque Arqueológico de Paestum a los jóvenes de la Orquesta Cherubini, como la Novena a la Filarmónica de Viena, del pasado 14, 15 y 17 de agosto, en el centenario del Festival de Salzburgo. Pero también ha podido realizar, durante la segunda quincena de julio, su Academia de Jóvenes Directores de Ópera Italiana, en Rávena, que este año ha dedicado a Cavalleria Rusticana, de Mascagni, y a Pagliacci, de Leoncavallo.
Mantuvimos esta conversación por teléfono, el pasado 8 de junio, mientras preparaba sus próximos compromisos en su casa de Rávena. El maestro, sentado al piano, y un servidor, frente a su portátil. Una parte de esta entrevista exclusiva, la más relacionada con la actualidad, se publicó en la portada del diario El País, el 13 de junio. Pero faltaba otra parte, más vinculada con la música y, concretamente, con su último libro L’infinito tra le note. Il mio viaggio nella musica (Solferino, 2019). Una extensa reflexión, editada por la periodista y profesora Susanna Venturi, acerca de su trayectoria como director musical de la Orquesta de Filadelfia y La Scala de Milán, las tres décadas del Festival de Rávena y su titularidad al frente de la Sinfónica de Chicago. Pero especialmente centrada en la labor del director de orquesta, la importancia que concede a la formación, su relación con el repertorio napolitano, junto a Mozart, Verdi y el olvidado sinfonismo italiano de los siglos XIX y XX. Y donde culmina con un capítulo que es toda una declaración de intenciones: “Cultivar el presente para preparar el futuro”.
En su último libro, L’infinito tra le note, afirma que no quiso dirigir la Novena de Beethoven hasta los 45 años, al igual que hizo con Falstaff, de Verdi, hasta rebasar la cincuentena. ¿Considera que hay ciertas composiciones que es necesario esperar para dirigirlas?
Introducirse en la profundidad de una música tan difícil como la Novena, Falstaff o la Missa Solemnis de Beethoven requiere una gran experiencia y no sólo como artista sino también como persona. Pero cuando digo que no he querido dirigir la Novena no significa que no fuese capaz de hacerlo desde el punto de vista técnico, pues esto se puede hacer incluso con veinte años. Y ahora los directores de las nuevas generaciones dirigen la Novena, la Missa Solemnis o la Misa en Si menor de Bach jovencísimos, sin haber profundizado en estas partituras.
¿Se refiere entonces a que no tenía la madurez que requerían?
Efectivamente. La partitura de la Missa Solemnis la compré en 1970 y comencé a estudiarla entonces. Pero enseguida sentí miedo ante esta catedral de la música. Y todavía no la he dirigido, aunque espero hacerlo con la Sinfónica de Chicago cuando la situación lo permita. Después comencé a dirigir Wagner en La Scala, Bruckner, Brahms y he ido alargando mi conocimiento de la música, pero también de la vida. Me refiero a las experiencias positivas y negativas, a las cosas felices y a las tristes, y uno llega a un punto en que ha experimentado muchas cosas y ha dirigido mucha música.
Y es, entonces, cuando se siente capaz de afrontar estas obras de madurez, como Falstaff
Es que Falstaff no es una ópera para jóvenes. Es necesario profundizar y tener la capacidad de comprender cada detalle. Ahora sabemos que muchas palabras del libreto de Boito eran neologismos, que fueron palabras inventadas por él, y que no existían en la lengua italiana. Y he estado en bibliotecas buscando el origen de esas palabras para comprender el texto, pues opino que en la música de Verdi la relación entre nota y palabra es una relación vertical. A esta palabra le corresponde esa nota. No es como en Wagner, donde hay un sinfonismo orquestal y las palabras cohabitan dentro de esa humareda sonora. De hecho, algunos directores de orquesta hacen erróneamente con Wagner una especie de suite de la tetralogía sin palabras. Y Wagner también necesita el texto, pues es teatro. Pero en Verdi cada palabra está incluso sostenida por una nota que está en función directa de ella. En Falstaff, si no se comprende el significado de cada palabra, no se puede entender cómo debe hacerse cada nota. No basta que ponga forte y suene forte, o que esté escrito piano y suene piano, sino qué tipo de forte, qué tipo de piano, cómo hago yo esta nota en función de este significado.
¿Podría poner un ejemplo?
Se lo pondré de La traviata. Cuando Alfredo canta, al comienzo del segundo acto, “De’ miei bollenti spiriti, il giovanile ardore, ella temprò…”, los tenores suelen atacarlo con un enfoque muy heroico. Piensan en las palabras “De’ miei bollenti spiriti, il giovanile ardore” (“De mi espíritu ardiente, el ardor juvenil”), pero olvidan el verdadero significado de la frase, que viene a continuación: “ella temprò”, es decir, que ella, Violetta, ha calmado su espíritu ardiente. No es que el tenor no deba cantarlo de forma cálida, pero en ningún caso debe afrontarlo con ese espíritu ardiente, pues está reconociendo que ella lo ha templado y calmado.
Algo parecido sucede también al comienzo de su Messa da Requiem. Uno debe cantarla comprendiendo el texto. Al inicio, muchos directores hacen exactamente lo que está escrito, pianissimo y sotto voce, pero el texto dice “Requiem aeternam dona eis, Domine” (“El descanso eterno dales, Señor”). Y la palabra “réquiem” no debe ser un pianissimo pasivo, sino un pianissimo activo, pues de lo contrario no se sentirá como un ruego a Dios para recibir el descanso eterno. Esto no se te ocurre la primera vez que abres la partitura, sino tras horas de estudio y reflexión. Por eso, después de haber hecho tanta música, ahora me enfrento a la Missa Solemnis con una preparación humana y artística diferente. Soy consciente de que nunca alcanzaré la cima de esta montaña ya que es demasiado alta. Pero puedo intentar acercarme un poco.
Y lo hace cincuenta años después de empezar a estudiarla.
Sí, probablemente se deba a que soy un director a la antigua. Recuerdo que una vez, Nicola Rossi-Lemeni, el gran bajo italiano, vino a verme al Maggio Musicale de Florencia cuando yo era director allí. Y me dijo: “Maestro quiero hacer Falstaff con usted”. Yo tenía entonces 31 o 32 años y le dije: “Será un honor hacer Falstaff con usted pero soy muy joven”. Y él entendió mi respuesta. Hoy, cuando dirijo la última ópera de Verdi, entiendo muchas más cosas de la humanidad, del ser humano, del deseo, de los sueños, de la esperanza, de la lejanía de la juventud. Una juventud lejana pero que sigue dentro de nosotros y que conlleva una nostalgia. Y esta nostalgia forma parte del personaje de Falstaff, que no es ningún bufón, sino que es el protagonista de un drama. Verdi lo colorea como hace también Mozart en sus óperas. Por ejemplo, en Così fan tutte, que no es una ópera cómica, sino una ópera con situaciones que nos hacen reír, aunque sea una ópera extremadamente negativa. De hecho, al final, ninguno se fía del otro. O, como sucede en Don Giovanni, donde al final Donna Elvira se va a un convento, Masetto se vuelve a casa con Zerlina, Donna Anna dice a Don Ottavio que espere pues no estoy preparada y Leporello va a buscar un amo mejor, lo que significa la catástrofe de la sociedad. O, en Le nozze di Figaro, que termina con el perdón de la Contessa, pero qué tipo de perdón es si después todo vuelve a empezar.
Precisamente, su próximo proyecto operístico es una nueva producción de Don Giovanni con dirección escénica de su hija, Chiara Muti, el próximo febrero en el San Carlo de Nápoles
Mi hija ha estudiado en la escuela de Giorgio Strehler. Y, como él, también trabaja cada ópera desde la partitura. Strehler solía decir que sería ideal que el director de orquesta pudiera hacer de director de escena y que el director de escena pudiera dirigir la orquesta. Era una de sus frases. Cuando se acercaba el ensayo general, recuerdo que se ponía tristísimo y decía: “Ahora que todo está listo, es el director de orquesta quien lo disfruta, mientras el de escena se queda con la boca seca”. En el momento de la verdad, el momento de la ejecución propia y verdadera, el director de escena está detrás del escenario, y es el director de orquesta quien entrega el resultado al público. Pero, para mí, ese mundo ha terminado.
¿Por esa razón considera tan importante enseñar a los jóvenes la esencia de la ópera italiana?
Por supuesto. Este verano hemos dedicado nuestra Academia de Directores de Ópera Italiana, en Rávena, a Cavalleria Rusticana de Mascagni y a Pagliacci de Leoncavallo. No hemos podido hacerlas con coro, pues no podemos tener tantas voces sobre el escenario, pero al menos hemos tenido a los cantantes y a la orquesta Cherubini, y hemos hecho todas las partes sin el coro de ambas óperas. En febrero pasado dirigí Cavalleria a la Sinfónica de Chicago con Anita Rachvelishvili, como Santuzza, que estuvo bravísima, y quería dar a los jóvenes una serie de consejos acerca de estas óperas veristas. Pues aquí el verismo se suele tratar con extrema vulgaridad y, por el contrario, ambas son óperas extremadamente refinadas donde muy a menudo se escuchan cosas terribles desde el punto de vista musical, como agudos y fermatas añadidas. Es otra de mis batallas, aunque los jóvenes directores que han venido los últimos tres años creen mucho en este mensaje.
¿Se puede ser fiel y libre al mismo tiempo como intérprete?
Ser fiel al compositor no implica ser frío o radicalmente objetivo. Se puede ser libre en el fraseo pero respetando las reglas del fraseo. Y también hay que comprender el significado de lo que se canta. Por ejemplo, en Pagliacci, cuando el tenor que canta Cannio dice a Nedda: “Vo’ nello sprezzo mio, / schiacciarti sotto i piè!” (“¡Quiero, con todo mi desprecio, / aplastarte bajo mi pie!”), Leoncavallo escribe un final en grave. Pero la tradición hace que se añada un agudo que va contra lo que se dice en el texto: ¿qué pinta cantar “bajo mi pie” en agudo? Se hacen cosas así para complacer a un cierto tipo de público y esto impide que la ópera italiana sea verdadera cultura, como lo son las óperas de Mozart y Wagner, y se sitúe más cerca del mero entretenimiento placentero. Cambiar esa forma de ver la ópera italiana ha sido la batalla de mi vida. Esto es algo que sucede a menudo en los teatros estatales alemanes, donde una tarde se puede asistir a Traviata y, al día siguiente, a Rigoletto. Son teatros que no dan tiempo para ensayar y eso convierte estas cosas en algo rutinario, pues siempre se ha hecho así. Esto es un drama para mí. Tan sólo conceden importancia a las nuevas producciones, pero para que el director de escena de turno se dedique a rehacer una ópera a su antojo. Luego el público acude a Trovatore para escuchar al tenor cantar el Do sobreagudo, en la cabaletta “Di quella pira l’orrendo foco”, o a Traviata para escuchar a la soprano el Mi bemol al final de “Sempre libera”. Pero esto sucede también en Puccini con ese “Vincerò!” final en “Nessun dorma” de Turandot que es musicalmente una bestialidad. Me refiero a ese “ce” que tantos tenores mantienen y que no es más que un truco, pues está escrito sobre un acorde de dominante que todo el mundo sabe que debe resolver. Y si prolongas ese acorde, el ansia y deseo de resolución será mayor. Puccini escribe poco ritardando y no media hora sobre esa nota. La ópera italiana sufre con esta necesidad de efecto.
Pero usted ha hecho alguna excepción. En su referido libro reconoce que, en el estreno de la nueva producción de Traviata, que dirigió en La Scala en abril de 1990, permitió a la soprano Tiziana Fabbricini cantar ese Mi bemol al final de la cabaletta “Sempre libera”
Me está avergonzando (ríe). Esa producción fue el regreso a La Scala de La traviata, después de Maria Callas, en 1956, y del desastre de Mirella Freni, en 1964. Como director musical, me empeñé en volver a programar esta ópera, 26 años después, tal como hice también con Rigoletto e Il trovatore que llevaban más de dos décadas ausentes del teatro milanés. Hablamos de la trilogía popular verdiana que se hace en cualquier teatro del mundo. Y un día le dije a la Fabriccini durante un ensayo, medio en broma, que me dejase escuchar el famoso Mi bemol que algunas sopranos añaden al final de “Sempre libera”. Y ella hizo un Mi bemol agudo espectacular. Antes de cada función, tengo por costumbre ir a saludar a los cantantes. Es algo habitual entre los directores, no sólo antes del estreno, sino antes de cada función, para ver si están bien. Y no sé por qué razón le dije a Tiziana que, si le hacía un signo con la cabeza, y sentía que podía hacerlo, cantase el Mi bemol. Fue como una especie de premonición. El día del estreno, todo el primer acto pasó en el silencio más absoluto. No hubo ni un aplauso. Se respiraba una tensión en la sala que daba miedo. Pasó el preludio y los números siguientes. Y el silencio era tremendo. Los que querían que volviera Traviata no osaban aplaudir por miedo a los opositores. Y ninguno se movía. Al final del primer acto, opté por taparme la nariz y hacer el signo a Tiziana. Fue un momento difícil para ella, pues si fallaba el Mi bemol, el público habría incendiado La Scala. Pero lo cantó maravilloso y rotundo. Yo lo mantuve largo y el teatro prorrumpió en aplausos. Me sentí avergonzado, como un ladrón, porque Verdi no habría aceptado jamás algo así. No sólo es un error desde el punto de vista armónico, sino que es incorrecto desde el punto de vista contrapuntístico.
Pero en su grabación para EMI/Warner Classics, de 1980, Renata Scotto lo canta tal y como está escrito.
Por supuesto. Todos los compositores de aquella época, incluso Rossini, escribían siempre abajo el final de una cadencia, pues la frase musical debe ser tan natural como la frase hablada. Imagínese que, al final de una conversación, despide a su interlocutor con un “espero verle pronto” terminado arriba. Sería disparatado. Lo natural es terminar abajo y no encontrará una sola aria de Mozart que finalice arriba con un agudo. Pero la ópera italiana ha atravesado un periodo donde los directores han sido esclavos de los cantantes.
En otra parte de su libro trata acerca de su relación con la música italiana del siglo XX. Y habla, por ejemplo, de Goffredo Petrassi y su Coro di morti sobre versos de Leopardi.
Es que hay una escuela italiana importantísima. Piense que cuando dirigí Coro di morti en La Scala, en 1989, Petrassi no había sido interpretado en ese teatro desde hacía muchísimos años. Y lo más triste es que después tampoco recuerdo que haya vuelto a sonar su música allí. Piense, además, en Giorgio Federico Ghedini, Gian Francesco Malipiero y Alfredo Cassella. Es toda una escuela. Fíjese que hasta Gustav Mahler, en el último concierto que dirigió antes de regresar a Viena para morir en mayo de 1911, y que tuvo lugar en el Carnegie Hall de Nueva York, en febrero de ese año, todo el programa está dedicado a compositores coetáneos italianos como Leone Sinigaglia, Giuseppe Martucci y Ferruccio Busoni. Incluso había pedido una pieza a Giovanni Sgambatti, pero bien no la había podido terminar, o bien no le gustó lo que había escrito. El caso es que, al final, la cambió por la Sinfonía “Italiana”, de Mendelssohn. Me parece algo muy significativo que alguien como Mahler dedique su último programa a los compositores italianos contemporáneos. Hoy todos estos compositores están olvidados, excepto Busoni (aunque su obra sinfónica siga siendo muy poco conocida junto a su ópera Turandot). Recuerde que Sinigaglia fue un compositor muy querido por Toscanini e incluso que Furtwängler dirigió música suya. Y Martucci está ligado a la famosa historia de la bofetada que Toscanini recibió en Bolonia, en 1931, cuando debía dirigir en su memoria y se negó a dirigir el himno fascista. El concierto no tuvo lugar pero si vas al Comunale de Bolonia puedes ver el cartel de ese concierto dedicado a Martucci que Toscanini nunca dirigió por culpa de los fascistas. Mahler, que era un director austriaco, pero que había dirigido Cavalleria y Pagliacci y tanta música italiana, pues Verdi y Bellini formaban parte de su repertorio, al final de su vida, cansado y enfermo, va y dedica su último concierto a los compositores italianos contemporáneos. ¿Dónde ha ido a parar ese mundo hoy? Creo que estamos volviendo para atrás.
Algunas tradiciones, como el Concierto de Año Nuevo de la Filarmónica de Viena, siguen adelante ocho décadas después. En 2021 lo dirigirá por sexta vez y se convertirá en el director que más veces lo ha dirigido desde que se cuenta con un invitado diferente cada año. ¿Qué significa para usted este evento?
Para mí es un honor dirigirlo, aunque es un concierto muy duro, ya que debes aprender muchas obras nuevas. Este año han seleccionado un programa lleno de composiciones que nunca han sido incluidas en ninguna edición anterior. Es algo importante para hacer comprender la gran producción musical de la familia Strauss. De lo contrario, se repetirían siempre los mismos valses y las mismas polcas. De hecho, ahora tienen una institución muy importante que vela por ello, el Wiener Institut für Strauss-Forchung, que trabaja en la publicación y estudio de las obras completas de la familia Strauss y que ha preparado las ediciones que dirigiré por vez primera. Por lo demás, es un concierto que yo veo como Karajan. No me voy a comparar con él, pues es para mí un dios de la dirección orquestal, pero recordará que la única vez que lo dirigió, en 1987, lo convirtió en un concierto serio y sin todas las bromas habituales que muy a menudo se hacen. En las cinco ediciones que he dirigido siempre he pensado en la música y no en esas menudencias que hacen reír. Y luego se trata de un evento televisivo que forma parte de un mundo donde al público no le basta tan sólo con escuchar sino que también quiere ver. Pero espero dirigir un concierto centrado en la música y especialmente en esta edición, tras un año tan trágico. Creo que es más importante que nunca llevar un mensaje de paz, de tranquilidad y de esperanza. Y este debe ser el significado del Concierto de Año Nuevo.
¿Ese enfoque serio del Concierto de Año Nuevo tiene algo que ver con el hecho de que llegase a la música de la familia Strauss a través de Schubert?
Efectivamente. La Filarmónica de Viena me invitó a dirigir mi primer concierto de año nuevo, en 1993, después de haber grabado con ellos todas las sinfonías de Schubert. Fue algo que ellos me pidieron y después me insistieron en que era la puerta para llegar a la música de los Strauss, una música que lleva en el corazón el espíritu de la verdadera Viena. Está claro que, cuando uno piensa en el espíritu austriaco, en los pliegues de la cultura vienesa, con esas luces y sombras, uno necesita pensar en Schubert y en Bruckner, pero también en los Strauss.
Su libro termina con una bella frase del pianista Sviatoslav Richter que nos puede servir como colofón de la entrevista.
Richter amaba muchísimo Italia y un día me dijo: “Todo el mundo tiene dos patrias, la propia e Italia”. Yo le puedo decir también que tengo un gran amor por España. No sólo porque soy napolitano, sino también porque tengo sangre española por parte de mi madre.
Pablo L. Rodríguez
(Fotografías: Silvia Lelli)