Respirar
Es fama que cuando se pregunta a un profesor o profesora de canto en qué consiste su enseñanza, suele contestar con radical sencillez: Cantare é gridare sul fiato y Chis sa respirare, sa cantare. Cantar es gritar sobre el aliento y quien sabe respirar sabe cantar. Luego vienen años de ejercitación, experimentación de un alumno a otro —tengamos en cuenta que el instrumento es un sujeto humano individual—, de gimnasia, consolidación y cuidado de la voz cantante y, si se trata de alguien profesional, la formación de un repertorio a partir del registro de cada uno.
Las mínimas fórmulas aludidas son esenciales en tanto ponen en el centro de su escueta doctrina un ingrediente natural: la respiración. Algo que todos nosotros hacemos durante incontables miles de veces a lo largo de la vida, acaso la actitud vital más definitoria de nuestro cuerpo. Incluso la idea de alma se relaciona, desde que el mundo es mundo, con el aliento. Por todo esto – antigüedad y costumbre – el arte del canto, articulado sobre una técnica, se ha transmitido de modo tradicional, es decir como quien entrega algo que a su vez le fue entregado, y así por generaciones de gente canora.
Estos extremos explican la escasez de textos clásicos en la materia. Se sabe que el canto moderno empieza con el barroco napolitano y que su maestro por excelencia fue Antonio Maria Bernacchi, de quien no se conserva ningún escrito. Será en el siglo XIX cuando se actualiza la tarea por obra del español Manuel García, padre de la Malibrán, la Viardot-García y su homónimo Briones de segundo apellido, quien finalmente dejará en un texto las enseñanzas científicas y técnicas de su padre, creador del belcantismo romántico. Con todo, los discípulos de Don Manuel recuerdan sus clases, en las cuales jamás se habló de ciencia.
Este maestro tuvo en París, en efecto, el que podríamos llamar consultorio y taller más prestigioso de su tiempo. En él se forjó la soprano de mayor notoriedad europea en sus años, Erminia Frezzolini, una de las primeras favoritas del joven Verdi. En cuanto a Jenny Lind, el célebre ruiseñor por excelencia del virtuosismo, fue el resultado de una labor egregia de García, ya que la cantante sueca había perdido la voz y el maestro se la reconstruyó, mostrándole el camino de la leyenda.
¿Por qué esta sencillez que linda con el misterio? Podría pensarse en que los profesores, al igual que los arquitectos de las catedrales en el medievo, protegían su profesión de manera que no proliferase y así se pudiese controlar más eficazmente. No deja de tener algo de sórdido esta conjetura. Más bien cabe pensar que el canto tiene una dificultad peculiar como ejemplo de la ejecución musical. A un estudiante de piano o de violín se le puede mostrar su instrumento porque es un objeto, pero al estudiante de canto hay que decirle que el instrumento es él mismo, en cuerpo y alma. Habrá de inspeccionarse en busca de su voz, identificarla mientras se desarrolla hasta que sea capaz de hacer música con ella. Y cada cuerpo es distinto siendo parecido a los demás cuerpos. Del alma, mejor no decir nada.
Entonces: respire usted hasta que construya una columna de aire sostenida en el diafragma y que llegue a sus cuerdas vocales. Entonces gritará sin forzarlas, sosteniendo el grito en la citada columna. Po tercera vez escribo que se trata de algo muy sencillo que compromete a nuestros intercostales y nuestro diafragma, unos músculos que todos tenemos. Vamos, manos a la obra. Mejor dicho: respiración a la obra. Alguna vez cantará usted como si nunca hubiese estudiado canto, haciendo funcionar esa segunda naturaleza llamada impostación vocal, tal si hubiese usted nacido cantor o cantora. ¿Será necesario reiterar por enésima vez el tópico de que la naturaleza es sabia?
Blas Matamoro