Ramon Coll, coloso del piano español
Ramon Coll ha muerto víctima de un fulminante cáncer de páncreas. Ha sido esta madrugada de 16 de enero, en Sant Pere de Vilamajor, al lado de su amada Barcelona, con 82 años. Hacía ya tiempo que problemas de visión limitaban el desarrollo de su piano y de su día a día. Coll ha sido y quedará eternamente como coloso del piano español. Su particular manera de ser, poco dada a vacuas relaciones públicas y a cualquier cosa que tuviera que ver con el ‘postureo’, casaba mal con un mundo de mercadotecnias y cantamañanas. Fue un virtuoso avanzado, con un pianismo moderno, analítico y perfeccionista extraño en la España de su tiempo. Su personalidad sin retóricas ni aspavientos acaso tenga que ver con sus orígenes menorquines. Nació en Maó, en 1941, y ya con once años tocó el Primer concierto para piano de Beethoven. Luego, estudió con Jaume Mas Porcel, discípulo de José Tragó y Alfred Cortot. Siempre curioso, insaciable aprendedor, después de triunfar en varios concursos, en 1960 emprende, como tantos otros músicos españoles, el camino a París.
Allí, en la capital gala, trabaja con Magda Tagliaferro y luego, en el Conservatorio Nacional Superior de Música, durante cuatro años, con Vlado Perlemuter (discípulo directo de Ravel), de quien heredó la pasión por el arte minucioso del creador de Gaspard de la nuit, y con Lélia Gousseau. Su círculo parisiense se cerró en 1961, cuando estableció estrecha relación personal y profesional con el gran maestro Joseph Morpain, que había sido alumno de Fauré, condiscípulo de Ravel y amigo íntimo de Debussy. Esta relación resultó vital en su pasión y conocimiento de la música impresionista. En 1964 obtuvo el Primer Premio del Conservatorio Nacional Superior de Música de París. Años después dejaría una antológica integral discográfica del piano de Ravel y de los dos cuadernos de Preludios de Debussy, Fauré, Satie, Franck, Messiaen —de quién estrenó en Barcelona Oiseaux Exotiques— son también santos de su devoción por la música francesa.
Su precisión, su pianismo siempre calculado, siempre justificado técnicamente, era excepción en el universo del teclado español, donde la intuición y la ‘sensibilidad’ eran santo y seña. En este sentido, Ramon Coll fue un pianista científico, que estudiaba y analizada cada detalle, por mínimo que pudiera parecer, de la interpretación. Sus razones y opciones, su rigor y perfeccionismo recordaban a Arturo Benedetti Michelangeli. Tocaba sentado siempre muy alto, para así utilizar mejor la fuerza del peso del propio cuerpo. Su técnica le permitía los máximos pianísimos y fortísimos. También las más cristalinas transparencias de las estructuras armónicas.
Pero no solo la música francesa figura en la cabecera de Ramon Coll. Era un brahmsiano fervoroso, que volaba a los cielos con la Tercera sonata para piano y te sumergía en las más introspectivas elucubraciones en las últimas colecciones, los opp. 117, 118 y 119, que interpretaba con pulso, colores y nervio no distantes del de su amigo admirado y compañero de clase en París, el tempranamente fallecido Julius Katchen. Fue un brillante y profundo intérprete de los dos conciertos para piano del compositor hamburgués, que tocó en innumerables ocasiones —con directores como Kiril Kondrashin o Esa-Pekka Salonen— e incluso llevó al disco.
Los conciertos de Bartók, el Chaikovski, Liszt o Rachmaninov (Rapsodia sobre un tema de Paganini incluida) forman parte sustancial de su enorme repertorio. Su cercanía con el repertorio ruso era absoluta y entrañable. Las músicas de Rachmaninov, Scriabin o Prokofiev se adecuaban como anillo al dedo a su técnica prodigiosa y a un temperamento artístico que repudiaba cualquier demagogia o conveniencia. En 1968 —el mismo que obtiene la cátedra del Conservatorio Superior Municipal de Barcelona—, realiza una crucial gira de conciertos por la Unión Soviética, donde entra en contacto con lo más granado de la Escuela pianística rusa, muy particularmente Emil Guilels, con el que trabaja y del que recibe valiosos consejos sobre técnica e interpretación de la música rusa.
Un años después, en 1969, comienza su vínculo con Sviatoslav Richter, “al que conocí en Mallorca, en 1969, cuando tocó en el Festival de Pollensa, y con el que me reencontré en diversas ocasiones. Con él tuve la fortuna de poder profundizar obras como los preludios de Debussy y de Rachmaninov que luego llevé al disco”, según explicaba. Richter fue siempre luz y referencia en la inspiración de Coll. Le marcó no solo en el repertorio ruso —Coll tocaba con pasión y acentos eslavos las sonatas de Prokofiev, los momentos musicales, estudios-cuadro, preludios y sonatas de Rachmaninov, los Cuadros de Musorgski, Petrushka de Stravinsky…—, sino también en la común pasión por la música francesa.
En el repertorio inmenso de Ramon, que era un trabajador del piano, un infatigable indagador de repertorios y novedades, la música española, y la catalana en particular, siempre tuvieron un espacio relevante. Adoraba la música de Mompou, grabó la obra completa para piano de Montsalvatge y estrenó no pocas obras del repertorio contemporáneo español. Bartók, Chopin, Liszt, Mozart y Schubert fueron también pilares de su repertorio casi sin límites. Fue un excepcional y exigente profesor. Enseñó en conservatorios de Barcelona, Sevilla y Palma de Mallorca. Dejó una inmensa pléyade de alumnos. También en infinidad de cursos y clases magistrales.
En 2015 le fue concedida la Cruz de Sant Jordi “por una trayectoria reconocida dentro y fuera de las tierras de habla catalana, y por su virtuosismo, que ha estado acompañado por una conciencia de perfeccionamiento constante y de investigación”. Desde 1985, era académico numerario de la Real Academia de Bellas Artes Santa Isabel de Hungría de Sevilla. Ese mismo año fue distinguido con la insignia de oro de la Federación Internacional de Juventudes Musicales.
En su piano perfecto las preguntas ‘cómo’ o ‘por qué’ siempre encontraban respuesta contundente. No había azar. En este sentido, pocos intérpretes colocan de forma tan evidente y efectiva el análisis y la razón al servicio del arte. “La música no es solo técnica, sino también y sobre todo emoción, sentimientos y vivencias… Todo eso, bien interiorizado, y envuelto en el conocimiento del estilo, escuela y época de cada compositor, han de marcar la impronta interpretativa de cualquier persona que se acerque al teclado o a cualquier otro instrumento. En este sentido, considero esencial la formación humanista del intérprete, al que no basta el acercamiento unilateral al compositor. La partitura es la base y la guía, pero hay que complementarla con la aproximación al entorno y realidad del compositor, al conjunto de su obra”, decía. Son palabras, antiguas y nuevas, del maestro confiadas a su discípulo escribidor.
¿Qué pianistas admira particularmente? “Difícil respuesta. ¡Hay tantos! La lista sería interminable. Pero te puedo decir algunos. De entre los anteriores a mi generación, pues tengo que citar a Rubinstein, Horowitz, Cortot, Lipatti, Arrau, Kempff, por supuesto Richter y Guilels… De mi generación, pues Martha Argerich, Pollini, Ashkenazy…, y entre los más jóvenes tengo que citar, por supuesto, a Krystian Zimerman”, afirmaba.
También relató al discípulo fallido algunos de sus compositores favoritos: “Son tantos y tantísimos los compositores y las músicas favoritas… Podría decirte Beethoven, Brahms, Mozart, Prokofiev, Schumann, y así muchos más. Pero sí es cierto que desde mis primeros recuerdos musicales he sentido y siento particular afinidad con el piano de Chopin, Debussy, Ravel y Rachmaninov”.
Sus músicas se han quedado un poco más solas en la tierra. Han perdido a unos de sus más fieles y vibrantes valedores. El hacer de sus muchos discípulos palia y alivia algo la ausencia insustituible del querido coloso. Nosotros, familia, amigos, discípulos y admiradores, nos hemos quedado como sus músicas: un poco más solos y tristes. El piano español ha perdido uno de los nombres más honorables de su anchurosa historia.
Justo Romero
(Foto: Archivo Fundación Juan March)