Qué será de las orquestas sinfónicas
En estos tiempos convulsos, toda la música ha sufrido la paralización de la actividad, pero una de las mayores sacudidas la ha experimentado la música sinfónica. Obviamente, a la hora del retorno a la normalidad, el recital de un solista o un concierto de cámara es más fácil de manejar que un concierto sinfónico, que obliga a un complejo (y, teniendo en cuenta la evidencia disponible, no siempre bien fundamentado) protocolo de seguridad para los músicos, y también demanda un auditorio mayor, lo que a su vez complica el tema del público. Por otra parte, obliga también a un esfuerzo económico mayor, lo que supone también una mayor presión, en cuanto al aforo, para hacer la propuesta económicamente viable.
La cancelación de buena parte de las temporadas sinfónicas, sin que en algunos países se vislumbre fecha de retorno, es una consecuencia más del terremoto pandémico en curso (conviene no olvidar que está lejos, muy lejos, de ser cosa del pasado), y el virus ha venido a convertirse en la guinda de un pastel que, por otros motivos y con otros ingredientes, venía cocinándose hace tiempo, aunque tal vez de forma no tan patente, al menos no para el gran público. En ese pastel se venía debatiendo desde hace tiempo sobre la necesidad de renovar el público, la conveniencia o no de una programación muy tradicional (por mucho que, aunque les pese a los defensores de la novedad a ultranza, sigan siendo los autores de siempre quienes llenan las salas una y otra vez) y, en fin, la esencia misma de la orquesta sinfónica y su porvenir.
Entre todos esos elementos de debate, el tsunami de corrección ecológica sumó otro ingrediente más: el de las giras de las orquestas y los viajes de los músicos en avión. Me referí a ello hace tiempo en otro foro, y en su momento pensé que sería otra muestra más del postureo reinante en este mundo en el que la corrección política se ha convertido en una dictadura censora. Desgraciadamente, tras la ocurrencia de aquel alemán y de algún sueco, vinieron más tarde corrientes similares desde el Reino Unido, con la Orquesta del Siglo de las Luces anunciando que iba a hacer una gira entera por el este de Europa en tren. No quedaba muy claro si el gesto era ecológico o en realidad resultaba una manera de hacer patente lo inviable que resultaba económicamente una idea como esa. Lo que sí quedó patente es que había una corriente, de la que Lebrecht era apóstol distinguido, destinada a terminar con las giras orquestales. Más sobre esta materia dentro de unos párrafos.
Así las cosas, durante este pasado confinamiento, como bien saben los lectores, se han desarrollado toda una serie de actividades en streaming, que no se han centrado únicamente en conciertos. El pianista Kirill Gerstein puso en marcha, con la Hochschule für Musik Hanns Eisler de Berlín, una muy interesante serie de seminarios online, de inscripción libre, en el que han desfilado desde Claudio Martínez Mehner (el 20 de mayo, con un interesante seminario sobre “Limitaciones de la Notación”) hasta, en su cierre, el director húngaro Ivan Fischer, que ha ofrecido una provocadora charla sobre “El futuro de la orquesta sinfónica”, cuyo video puede verse íntegro aquí:
Otros ponentes distinguidos han sido Thomas Adès, Andreas Staier o el gran Ian Bostridge disertando sobre el Winterreise, que acaba de interpretar con enorme éxito en Granada y sobre el que tiene escrito un auténtico (y magnífico) tratado:
En lo que al futuro de la orquesta sinfónica se refiere, Fischer defiende que, tal como la conocemos en la actualidad, la orquesta está en peligro, y debe reformarse en profundidad si no quiere desaparecer en un futuro lejano. Cuatro son, para el director húngaro, los peligros que la acechan: el volumen, el repertorio, la falta de demanda creativa que una orquesta supone para sus componentes, y la falta de interés, por políticos o filántropos, en mantener la existencia de tales formaciones.
Respecto al volumen, Fischer defiende que las orquestas tocan demasiado fuerte, y que el volumen está sufriendo incrementos constantes. Eso pone en peligro la propia salud de los instrumentistas y la relación, por ejemplo, con las voces, además de dificultar la escucha interna entre los propios ejecutantes. En cuanto al repertorio, comenta, con razón, que el centro principal del mismo abarca desde Haydn a Messiaen, y se pregunta si dentro de 100 años la gente seguirá queriendo escuchar música de ese periodo de un par de siglos. El punto más controvertido es quizá el de la falta de demanda de creatividad que una orquesta supone para sus músicos, porque se les exige solo seguir las instrucciones del director, y eso redunda en una falta de implicación de los músicos en el resultado artístico, porque se limitan a una especie de ejecución distanciada. Por último, y justamente con la actual experiencia pandémica, reflexiona el director húngaro preguntándose “cuánto tiempo seguirán los políticos o filántropos mostrando interés en mantener las orquestas sinfónicas”. En su opinión, y basándose justamente en la reciente experiencia, muy poco.
Hecha esta exposición, Fischer pasó a exponer su panel de soluciones, que en realidad pasan, en su casi totalidad, por el modelo postulado por Pierre Boulez, respecto a considerar a una orquesta sinfónica como un conjunto flexible de músicos (emplea la expresión “pool of musicians”). Este conjunto podía, eventualmente, como tal o como subgrupos desgajados para tal o cual propósito, hacer incursiones en otros repertorios alejados del “principal”, desde la música más antigua a la más moderna. Cita el ejemplo de su propia formación, la Orquesta del Festival de Budapest (OFB), en la que hay grupos historicistas y especialistas en repertorio húngaro y transilvano, pero que también cubren el repertorio estándar. Han abandonado (curiosa iniciativa), el sistema estándar de salario a cambio de servicio. La OFB paga un salario que viene a ser un 15-20% del estándar a cambio de un mínimo de servicios estándar, y luego ofrece, como “productora”, oportunidad y soporte para proyectos que los músicos quieran emprender, y que esa “productora”, además, promociona. Puso varios ejemplos interesantes de formatos nuevos, incluyendo “serenatas” de calle que el público escuchaba desde sus balcones.
Ofreció igualmente interesantes puntos de vista sobre las audiciones. Reconoció no sentirse cómodo con la eliminación de finalistas en ellas, porque la distancia entre quien gana una plaza en la audición y quien queda finalista es a menudo ínfima, y la frontera, demasiado rígida. Curiosa la idea, al menos para quien esto firma, de revertir el orden habitual: en lugar de hacer audiciones primero y periodo de prueba después, explicó que eligen unos cuantos candidatos (entiendo que por CV) a los que les ofrecen colaborar en varios proyectos, y después hacen las audiciones, tomando la decisión final entonces. Interesante (y lógica) la reflexión de que los músicos de orquesta deberían dedicar alrededor de un 10% de su tiempo a la docencia. Convendría que algún fanático de las incompatibilidades por estos lares tomara nota.
Quien esto firma diría que algunos de los problemas apuntados por el maestro húngaro son reales, aunque probablemente han sido formulados de manera algo extrema con el fin, sin duda plausible, y más en un contexto docente, de suscitar el debate. Creo que sin duda el asunto del volumen es relevante. Tengo en cambio mis dudas respecto a que el repertorio central (“de Haydn a Messiaen”) vaya a perder fuerza en los próximos 100 años. Este es un mantra que lleva tiempo repitiéndose y la evidencia, me temo, es que pasan los años y el público sigue demandándolo. Eso no quiere decir, obviamente, que no sea necesario introducir músicas nuevas.
Respecto al interés de políticos y filántropos por mantener las orquestas sinfónicas, tampoco creo que esté tan claro que sea desdeñable. Obviamente, las orquestas de financiación privada, como en EEUU, o con fuerte componente de autofinanciación, como en el Reino Unido, están sufriendo de manera especial el tsunami pandémico. Y parece evidente que, dependiendo de la magnitud de la debacle económica, aún por valorar en su justa medida, es probable que algunas formaciones, incluso de titularidad pública, puedan ver en peligro su continuidad por una imposibilidad material de financiación. De ahí a deducir que el interés es poco menos que cero y que se las vaya a dejar morir… va un trecho.
En cuanto a las soluciones que propone, hay que decir que el “modelo Boulez”… no es solo de Boulez. El firmante entrevistó en su día (1991) a Sir Neville Marriner (Scherzo nº 55, pags. 45-48), y como puede comprobarse por sus declaraciones, la esencia del modelo flexible, alejado de rigideces (incluso contractuales) y estimulando una implicación personal de los músicos por encima de la estándar, ya fue aplicado por el director británico, enemigo encarnizado de rigideces burocráticas, en su Academy of St Martin in the Fields. Por lo demás, tiene toda la razón el maestro húngaro en postular esa flexibilidad, esa apertura a otros formatos, esa intención de “sacar” a la orquesta a otras sedes y a otros vehículos, entre los que (anatema para algunos) también se encontrará el streaming, instrumento que, según él, permitirá que la orquesta llegue a públicos más diversos que la “elite educada” que ahora constituye el público habitual de los conciertos. Me parece, en este y otros sentidos, refrescante y estimulante su planteamiento.
En paralelo con este debate, el fundador de la Orquesta del Siglo de las Luces (conocida por sus siglas en inglés, OAE) y actual CEO de la European Union Youth Orchestra, Marshall Marcus, ha iniciado el 24 de Julio una serie de cuatro charlas sobre el mismo tema: el porvenir de la orquesta sinfónica. El primero en pasar por la tribuna ha sido Norman Lebrecht, pero habrá también charlas con Antonio Pappano y Marin Alsop, entre otros:
La charla con Lebrecht, por desgracia con un sonido bastante pobre, ha incidido de manera especial en la inquina antes descrita contra las giras orquestales, sobre las que se expresó con un lenguaje radical (“hay que acabar con ellas”, “son una abominación”), porque las considera un tema comercial, que no tiene que ver con la música y hacen que la orquesta pierda la conexión con su público. Por lo demás, aunque por diferentes vías, defiende también, como Fischer, romper moldes, ofrecer formatos más flexibles de orquestas, programas, contingentes e incluso horarios y localizaciones de conciertos. Y pronostica, al menos en el Reino Unido, una reducción en el número de orquestas, algo quizá previsible en vista del número actual y de las circunstancias.
El que suscribe discrepa, sin embargo, de manera frontal sobre el asunto de las giras. Habrá, sí, que intentar no dejarse llevar en lo posible por el tema comercial, pero creo que su eliminación es un notable perjuicio para el público, que tendría de ese modo una perspectiva mucho más local y provinciana, más encanijada, de la oferta sinfónica. Si las orquestas no salen de sus ciudades, quedará para los más pudientes, que puedan permitirse los correspondientes viajes, el acceso a las grandes orquestas europeas y americanas. Francamente, no entendí en su momento el radicalismo ecológico que impulsaba la supresión de las giras, y no entiendo ahora tampoco el motivo por el que el cronista británico las considera una abominación. Me parece que buena parte del público que durante años ha visto desfilar por Madrid a las Filarmónicas de Berlín o Viena, Sinfónica de Londres, Chicago o de la Radio de Baviera, Concertgebouw, o las centurias de Filaldelfia, San Petersburgo, y unas cuantas más, no estaría nada de acuerdo en que se les negara tal oportunidad. Hágase bien, sí. Pero hágase.
No obstante, algo está, sin duda, claro en todo este debate. La afirmación principal de Fischer es probablemente cierta: la orquesta sinfónica debe afrontar un profundo cambio si quiere sobrevivir en el mundo de profundos cambios que se nos viene encima. Ya lo inventaron los constructores de edificios anti-terremotos: si cuando viene un seísmo no se es suficientemente flexible, lo que acontece es… la quiebra.
Rafael Ortega Basagoiti