¿Qué escuchamos al escuchar?
En su inteligente y estricto texto Glenn Gould. La imaginación al piano (traducción de Amelia Pérez del Villar, Fórcola, Madrid, 2018, aborda Carmelo Di Gennaro, entre tantos otros temas, el de la inmediatez o reproducción de la música. Dicho de otro modo: el vínculo entre la unicidad o la pluralidad de lo que llamamos versión de una obra.
Esta inestabilidad de la práctica musical ha sido vista desde siempre por músicos y pensadores. Leopardi dudaba de que si una obra cantada por determinada soprano, en la voz de otra resultaría ser la misma obra. Para Hegel, la música es dudosamente un arte porque se consume al producirse, resulta efímera y desaparece en cuanto la vamos escuchando. Max Weber conciliaba la mitad racional de la música –la estrictez y la complejidad de su escritura– con la irracional sentimentalidad de la interpretación, siempre dependiente de la sensibilidad subjetiva del ejecutante.
Gould terminó siendo partidario de la fijeza que, tal vez mera apariencia pero muy efectiva, de las grabaciones en estudio. Dejó de tocar en público, justamente, porque esa vivacidad del momento único acentuaba la inestabilidad de su arte. La diversidad de las salas y de la masa expectante, el estado mental y físico alternativo del pianista, la humedad, la sequedad, la acústica y demás peculiaridades que rodean al momento del concierto, todo esto peleaba con la concentración, la enjundia y la definitiva soledad del sujeto ante el instrumento. La corrección posible hace el resto. Un error en vivo es incorregible, al revés que un error en estudio.
En el otro extremo, pensadores como Theodor W. Adorno, compositor él mismo, defendieron la única realidad verdadera de la música: su ejecución en vivo ante un conjunto humano que comparte con el artista el instante único, irrepetible y orgánico de la música esencial. Lo otro, la toma en estudio, el ensamblaje de varias captaciones en una suerte de tortilla sonora, era industria cultural, mecanización del arte y cosificación del acto creativo. Gould empezó compartiendo esta visión aristocrática de la ejecución musical, reservada a un pequeño núcleo, pudiente y refinado, capaz de la comunión con el artista, rayana en la liturgia.
Pero Adorno y Gould iban al cine y escuchaban música grabada, en sus aparatos domésticos pasadiscos y a través de la radio y la televisión. Acabaron aceptando las impresiones de estudio y los ensamblajes. Incluso el pianista canadiense los privilegió y huyó de las salas que suelen poblarse de carraspeos, estornudos y rasgaduras de celofán. Sus admiradores, en nuestra inmensa mayoría, cada vez más nutrida, agradecemos a la mecanización reproductiva y eléctrica. Gould nos espera, encerrado en su caja armónica, siempre dispuesto a dispensarnos su genio.
Blas Matamoro