Programar la música de hoy

El centenario del nacimiento de Iannis Xenakis, que celebramos este año y al que dedicamos nuestro dosier del mes de junio, puede ser un buen pretexto para reflexionar sobre la realidad presente de la música, sobre lo que se traduce de la importancia real de determinados aspectos de la creación en las programaciones de las orquestas y lo que ellas tienen de arbitraje a la hora de facilitar el acceso del público a la creación contemporánea. Porque Xenakis es nuestro contemporáneo y porque cien años pueden ser mucho pero también muy poco a la hora de valorar lo que ofrece una propuesta estética tan vital como la suya, tan abierta a un horizonte no exclusivamente musical, tan integrada en la evolución de lo mejor de la cultura de nuestros días, de lo más abierto y a la vez más comprometido estéticamente de todo su devenir en los últimos tres cuartos de siglo.
La pregunta, las preguntas, serían, pues, obvias: ¿cuántas de nuestras orquestas habrán programado a Xenakis a lo largo de este 2022? ¿Habrá alguna que haga eje de su propuesta a un compositor que lo permite y que, al mismo tiempo, lo agradece siempre en las sensaciones de quienes lo escuchan por vez primera? ¿Seguimos teniendo miedo a lo que forma parte de nuestra propia época? Hay respuestas objetivas y otras que no lo son tanto y todas conducen a que sea el público quien a partir de ellas articule sus propias preguntas, por así decir, desde el otro lado. Ese público que hoy se sigue moviendo en el terreno de un cierto temor, a diferencia de quienes ya saben lo que hay tras estas músicas, así quienes estén acudiendo al Festival RESIS de La Coruña o a los conciertos del Grupo Enigma en Zaragoza, que han planteado en su edición actual un homenaje a Xenakis que es también una reflexión en profundidad sobre su obra. Es un buen ejemplo el músico rumano-greco-francés de lo que ocurre con su generación, que a veces pareciera tener peor suerte que las que le han seguido a tenor de lo poco que se programan las músicas de Boulez, Carter, Maderna, Nono o Henze. Mejor fortuna parece tener Ligeti y algo peor un senior como Messiaen. Y no todo tiene que ver con la coartada perfecta de los metalenguajes.
Con la música española sucede lo mismo. Si alguna vez hemos comentado en esta página editorial lo injusto de que hayan casi prácticamente desaparecido de las programaciones los nombres de Turina, Guridi, Esplá, Del Campo, Ernesto y Rodolfo Halffter o Arámbarri —nómina ampliable como todas las que aparecen en este editorial—, hoy podríamos volver sobre el asunto atravesando un par de generaciones: ¿dónde están los Montsalvatge, Castillo, De Pablo, Cristóbal Halffter, Olavide, Coria o Guinjoan? ¿Es ese el horizonte que les espera a los Casablancas, Erkoreka, Rueda, Sánchez-Verdú, Sotelo, Lazkano, Del Puerto o los nombres que cada lector quiera añadir? Luchar contra el olvido no corresponde al creador verdadero, por mucho que lo intente en vida, a veces hasta el exceso. Lo malo es cuando, lamentablemente, también requiere de un punto de alejamiento de su entorno natural y, por tanto, de nuestra realidad programadora. El caso de Francisco Coll parece, en este sentido muy evidente. Tratar de que alguien no sea olvidado es, sin embargo, obligación de los programadores públicos. Ahí está lo que cuesta normalizar la presencia de un Roberto Gerhard casi siempre ausente y, curiosamente, protagonista hace nada de un doble y bienvenido rescate: por la OCNE en su Festival Focus —La peste— y por la Orquesta Filarmónica de Berlín en concierto dirigido por Simon Rattle —la Sinfonía nº 3—.
Y unas líneas finales para el citado Festival Focus, una magnífica muestra de lo que la programación pública puede y debe hacer por nuestra música en sus distintas vertientes. Una lección, como lo fue su primera edición, de cómo insertar la creación musical española en su contexto histórico y estético y de cómo ponerla en valor críticamente. En Focus —como en la ya bien extensa serie de grabaciones dirigidas por José Luis Temes en la firma Verso, proyecto pionero que pareciera clamar en el desierto— aparecen compositores y compositoras en trance de ser olvidados sin que las audiencias puedan calibrar su importancia real o, simplemente, sin saber si les gustan o no porque nadie les ha dado la oportunidad de ponerlos a prueba. Esa es una de las obligaciones de quienes programan desde lo público, aunque no olvidemos que en ese arte se enhebran otros hilos que si salen de la aguja anulan cualquier puntada. Es eso que llamamos el equilibrio inestable. ¶
(Editorial publicado en el nº 385 de Scherzo, de junio de 2022)
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