PRAGA / Maravillas de Dvorák en las mejores manos y el mejor entorno
Praga. Rudolfinum. 11 y 12-X-2023. Orquesta Filarmónica Checa. Solista: Sir András Schiff, piano. Director: Semyon Bychkov. Obras de Dvorák.
El tercer concierto de la 128ª temporada de la Filarmónica Checa, como los dos primeros, se centró en la obra del ídolo local por excelencia: Antonín Dvorák. La orquesta se encuentra embarcada en un “proyecto Dvorák” que incluirá la grabación de las tres últimas sinfonías y tres poemas sinfónicos. A la gira que llevará a la orquesta por un recorrido mundial, que incluirá Japón y EEUU, pero también España, se incorporarán también, con distintos solistas, las tres obras concertantes del compositor checo: los conciertos para violín, violonchelo y piano.
En este tercer concierto de la temporada hemos podido escuchar el no muy frecuentado Concierto para piano, una obra que en su día interpretó una luminaria de la categoría de Richter que, además, en un hecho excepcional, lo llevó al disco nada menos que con Carlos Kleiber, en lo que, exceptuando un raro registro del concierto para chelo en si bemol mayor de CPE Bach junto a Irene Güdel, sería el único registro del director de una obra concertante. El solista para la ocasión ha sido uno de los artistas residentes del ciclo de este año, el húngaro Sir András Schiff. Antes del concierto se ofreció la Obertura “El Carnaval”, y en la segunda parte la archiconocida Sinfonía nº 9 “Del Nuevo Mundo”.
El Concierto para piano de Dvorák, primera de las obras concertantes de su autor, es una obra de gran complejidad. Sin llegar al dardo que le dedicó Harold Schonberg, que lo consideraba “un concierto atractivo con una parte solista ineficaz”, lo cierto es que el propio compositor revisó, borró y cambió una y otra vez la parte solista, muy probablemente porque no terminaba de convencerle. La exigencia para el solista es especialmente grande, porque el diseño atípico no evita, sin embargo, que la demanda técnica sea importante, aunque, evidentemente, bien puede considerarse poco agradecida. Demanda más de lo que parece (Leslie Howard decía que es más difícil que cualquier obra de Liszt), y el oyente no tiene, sin embargo, la sensación de esa alta demanda, aunque sí, en buena medida, de la alta densidad de una partitura que no llega al oyente con la misma facilidad que otras de su autor (especialmente el concierto para chelo, en lo que a los conciertos se refiere).
Sir András Schiff es pianista sensible, elegante y refinado, aunque a más de uno y en más de una ocasión pueda resultar un punto distante. Su acercamiento, basado especialmente en el ataque desde la parte distal del antebrazo y muñeca, posibilita un sonido siempre de gran belleza y nunca agresivo, al punto de que en alguna ocasión (las no muchas en que la música de esta obra se vuelve algo más temperamental) la presencia queda corta. Schiff, qué duda cabe, se mueve por el teclado con pasmosa facilidad y precisión, luce matices de envidiable sutileza y canta con impecable expresividad, pero cuando se necesita el contraste más acusado, el empuje más enérgico, uno se queda con la sensación de que falta algo. Comentario que, en todo caso, es algo muy personal, porque la visión, más elegante que exaltada o efusiva, que plantea Schiff, es perfectamente plausible.
El éxito del húngaro fue grande ambos días, y en ambos regaló propinas diferentes. Aunque uno, bien sumergido en Dvorák, y por aquello de “ya que estamos” hubiera agradecido alguna de esas deliciosas miniaturas que forman las Imágenes Poéticas de Dvorák, el primer día nos ofreció el Aria de las Goldberg, en su tradicional acercamiento (prácticamente sin pedal), de tempo un punto ligero y con la sobriedad expresiva que le caracteriza en este repertorio. El segundo día regaló la Bagatela op 126 nº 4 de Beethoven, dibujada con precisión, vivacidad y agilidad, pero también con menos temperamento del que quien esto firma desearía.
Las dos obras orquestales constituyeron realmente los hitos de ambos conciertos. La orquesta checa vive esta música con una intensidad contagiosa. Es palpable desde el primer compás de la obertura hasta qué punto hay una tensión interna, una implicación y una complicidad especiales. Todo ayuda. Para empezar, el sonido (sobre ello hablé en su día con el maestro Bychkov y tendrán ocasión de leer sobre el particular en su momento), lleno, redondo, con un timbre y una personalidad especialísima, un color que es sello de identidad. Es de las pocas orquestas, y en eso no creo estar solo, cuyo sonido tiene un carácter diferente, uno que viene siendo así desde hace mucho tiempo, y que no se ha convertido en un “sonido estándar”, como ocurre con muchas formaciones hoy en día, sino que conserva ese carácter individual, especial. La cuerda es una maravilla de belleza de sonido, empaste y colorido, y en ella destaca una sección de chelos realmente primorosa. La madera es notable y los metales, especialmente trombones y trompetas, de gran presencia y precisión, pero nunca estridentes.
En segundo lugar, pesa la enorme tradición de grandes intérpretes que han dirigido este repertorio con esta orquesta. Y, como señalaba el maestro Bychkov en la charla que mantuvimos tras el concierto, es la tradición, no “los hábitos”, que es materia diferente. Y en tercer lugar, la propia sala. Rudolfinum es una sala no especialmente grande (unas 1200 localidades), pero su diseño es especial. El patio de butacas está inclinado, de forma que incluso las filas traseras del mismo parecen sentir más cerca el escenario. Todo hace que el público sienta la orquesta especialmente cercana. A ello también contribuye una acústica magnífica, con la reverberación justa, cálida y natural, capaz de hacer llegar con precisión los matices más sutiles, pero también de no saturar con los fortísimos más rotundos.
Si a todo lo anterior añadimos una batuta como la de Semyon Bychkov, con pocas dudas uno de los mejores directores del actual panorama, alguien que une con rara habilidad la sabiduría musical, esa que se traduce en una capacidad singular para traducir con completo acierto y consistencia la arquitectura de cada obra, la sensibilidad artística, el liderazgo y el perfecto sentido del balance sonoro y la diferenciación de planos… la excelencia del resultado final está servida.
Fue comenzar la Obertura “El Carnaval” y vernos arrastrados por un torrente de brillante exaltación, de contagiosa vitalidad y energía, una vibración que ya no habría de cesar hasta el final. La orquesta, como un solo hombre, respondía a las precisas indicaciones de su director, con el que parecen entenderse a la perfección. Y sí, para qué les voy a decir otra cosa: fue una maravilla, una de esas ocasiones en las que uno siente que está asistiendo a algo muy especial, de esas oportunidades que no se olvidan, porque tampoco abundan.
Pero si electrizante fue la obertura, casi más sorprendente fue la Sinfonía, quizá porque uno no termina de esperar que, en obra tantas veces escuchada como esta, se encuentre con una interpretación que le ponga en el borde de la silla. Esta lo hizo, y de qué forma. Un primer movimiento de efusión irresistible, culminado, tras un desarrollo simplemente magistral, en un clímax apabullante, con una coda de las que corta la respiración. Expresivo, profundo, pero nunca edulcorado ni lánguido, el Largo, donde lució libertad el corno inglés y brillaron madera y cuerda. Espeluznante el acorde final de los contrabajos. Vibrante, con un envidiable impulso rítmico, el scherzo, y magníficamente cantado el trío. Tremendo, en fin, el final, dicho con una grandeza y exaltación simplemente excepcionales. Marcado, recreado hasta su última consecuencia, el diminuendo final, con un silencio posterior muy bien retenido por Bychkov y respetado con escrúpulo por el público. Ese es el ingrediente final de la ecuación: un público que a uno le pone los dientes largos. En dos días, ni un móvil, poquísimas toses fuera de lugar, en fin, lo que se dice un respeto casi devocional.
Ni que decir tiene que el éxito fue grandísimo. Tan grande como merecido. Toda una apoteosis de Dvorák, la Filarmónica Checa y Bychkov. En la primavera próxima tendremos ocasión de escucharlos en Madrid. Y en medio de ambos conciertos, pudimos visitar, de la mano del mismísimo bisnieto del compositor, Petr Dvorák, la pequeña villa que el compositor construyó en la parcela que compró a su cuñado, el conde Václav Kounic, en la pequeña localidad de Vysoká u Příbrami. Antes de construir esa pequeña casa, el músico pasó los veranos, durante dos décadas, en el palacete que su cuñado había construido en esos mismos terrenos, en un entorno de bosques y estanques, de una gran belleza. En ese entorno encontró la inspiración y allí nacieron, entre otras, obras como las Sinfonías 7 y 8 y la ópera Rusalka. Ha sido una experiencia, en fin, tan fascinante como gratificante.
Rafael Ortega Basagoiti