Piano grande en 10 manos (I)
Todos sabemos que la elección de los cinco mayores pianistas clásicos del siglo XX es, en el fondo, un catálogo de preferencias. Sin duda hay más de altura similar a los electos. Rachmaninov merecería figurar; compositor y pianista, ello ensanchó su fama y muestra un versátil talento. Su sola mención bastaría para incluirlo sin comentarios, pero no queremos dar ventajas, para tratar sólo de pianismo puro. Los intérpretes aparecen por orden cronológico, porque en esas cotas alpinas ser rotundo es ser algo impostor. El texto se sabe lúdico y, dirigido como está a gente con afición y criterio, para ellos será, confirmativo o no, más que formativo.
El más antiguo es Josef Hofmann, niño prodigio de tal calibre que la crítica de Henry Edward Krehbiel sobre su primer concierto en Nueva York, que recoge el compositor Deems Taylor en Hombres y cosas de la música, enlazará ditirambos. Esta fue su reacción frente al debut en Estados Unidos en 1887, en la Met Opera: “Posee una completa solidez del estilo y lucidez de exposición”. Para luego añadir: “La madurez y sazón, junto con la perfección técnica de su mecanismo, llenan de asombro al músico, y es grande la tentación de declarar que es un genio. Y quizá lo sea… Es un genio pianístico, como lo era Liszt a su edad, y Rubinstein.”
Pero la sobreexplotación de su padre o su hermana alertó a la Sociedad Para la Prevención de la Crueldad Contra los Niños, a causa de su primera gira americana. Debía parar, o su sistema nervioso se vería afectado. H.C. Schoenberg narra que el filántropo Alfred C. Clark abrió su rica bolsa y logró que el chico dedicara los seis años siguientes, hasta su mayoría de edad, a estudiar en Berlín. Fue alumno de Anton Rubinstein, el gran pianista y a veces cursi autor. Exigente y severo, con él trabajó muchas obras a conciencia, con la única excepción de las suyas, que siempre le vedó.
En muchas obras no hay nadie con la fantasía de Hofmann, ni de hallazgos tan prodigiosos. Si en la Balada nº 1 de Chopin (The Piano Librery) mostraba sus múltiples destellos reflectantes, no era menor la belleza en sí misma que la del rubato, a veces corretero pero siempre concordante. La 4ª es una construcción en ascenso, donde caben desde el canto reposado del tema inicial, hasta las escalas tonantes que producen el vértigo y el furor de una montaña rusa. En Mis alegrías, el Canto polaco 5º (apr), adaptado por Liszt sin solista vocal, vuelve a desplegar su abanico de colores cálidos, junto con un sello aristocrático. No sorprenden menos la infalibilidad de los silencios, hasta alguno que podría caer en el límite de la suspensión, o los adornos que hace brotar como racimos.
Todavía en el Concierto nº 1 de Chopin (21-I-1956 VAI), en la dorada California, tiene una entrada delicada y mantiene su propensión al canto spianato, con notas con perlas de todos los tamaños (en el romancesco lento a más pequeña escala), lo que no excluye sus veladuras repentinas al poner las luces cortas, o el empalme de los bajos, aún campanudos y plenos. No obstante, lo nuclear es que el enorme músico que fue nos hace olvidar al gran virtuoso que también era. De los cinco conciertos del citado Rubinstein, el Cuarto es el único que se ejecuta en ocasiones. Tocado bajo la batuta de Reiner en 1937, junto a estudiantes del Instituto Curtis de Filadelfia, la versión interesa porque están implicadas las yemas de Hofmann; así, ni tan mal. Mas la obra es de trazado y rasgos convencionales, y el Finale inferior en sus relaciones con la orquesta que en los dos primeros conciertos de un Xaver Scharwenka, o el Scherzo del 2º. El de aquel es un vehículo para lograr el aplauso de un público que le aplaude también al final del tiempo inicial, aunque por entonces ello no fuese raro.
Walter Gieseking [en la foto] actuó en la Francia ocupada por el nazismo, y algún crítico ha afirmado que su rendimiento artístico descendió hacia 1940, pero como siguió grabando excelsamente hasta casi su muerte en 1956, cabe colegir que, por equivocadas que fueran sus opiniones políticas, hicieron poca mella en sus aptitudes musicales. Su repertorio, repleto de gigantes, funde fraternalmente lo germano y lo franco. Como poeta musical que fue, por su esencialidad en la auscultación de las obras, defiende al piano las Partitas para clave de Bach, que también se han tocado al órgano. Lo importante es el cómo. En 1950 (Music & Arts), sus tempi son algo veloces, y los acordes de cierre prolongados casi con majestuosidad, pero Edwin Fischer era otro grande aún más rápido en El clave bien temperado. El planteamiento de Gieseking tiende al intimismo, sin fortisisimi ni maneras propias del gran estilo, más acordes con el corpus organístico del autor.
En Chopin nos ofrece, además de una reposada y cantable Barcarola, la Balada nº 3, con un trabajo siempre concienzudo de las sonoridades. También es dueño del más variado colorismo, del canto sostenido, diminuendi de escalofrío, arpegios tan sutiles como quepa concebir o unas líneas del bajo dúctiles como plastilina. Decía Arrau, no sin altanería, que las mejores piezas de Brahms eran las obras de juventud y madurez, técnicamente fieras, vertidas en grandes moldes como la sonata o las variaciones. Pero sin duda en nada desdicen sus últimos breves opus pianísticos, en que lo importante es la gran música contenida en ellos y no su duración. Gieseking los tocaba a veces hechizado, restituyendo su carácter misterioso, obsesivo, indagatorio, con algún rasgo visionario. En uno más sencillo, el Intermezzo op. 118/2, presenta un tema afable y sentimental, cuya bella melodía hace avanzar con un cierto campaneo. En la sección central subraya sin énfasis la suave presión vertical y la ilación de las imbricaciones polifónicas, adentrándose en el fugaz enlace oscuro que conduce a la vuelta del tema. En un CD de Pearl, junto a otros 22 cortes, contiene el Nocturno nº 5 de Fauré con un abordaje magistral, encuadrado entre el romanticismo y el impresionismo. El gran pianista Pedro Espinosa tenía una visión de este que iba mucho más lejos que el nombre magno de Debussy. Para él, impresionismo significaba la expresión apenas rozada, como expresionismo era el desborde de la misma. Así, Mozart, Schubert u otros, eran a veces impresionistas; pensé o mencioné a mi vez Scriabin.
Es significativo que la segunda grabación del extenso catálogo de Gieseking, aparte de las obras para pianola, sean los Réflets dans l’eau (1923 Homocord; mx 51318) de Debussy, junto a Ravel tal vez su punta de lanza. De un pianismo tan decantado, acaso el mayor secreto fueran las transiciones dinámicas del piano al più pianissimo, algo por lo que ‘Gieseking is a king’. Cuando casi todos sus colegas tocan con la mayor suavidad que poseen, él es capaz de reducir el volumen y ahondar aún más en los sonidos quedos, haciendo bellamente casi inaudible esa franja dinámica. Parece que fueran a quebrársele las notas o colarse asperezas, pero la fluidez y calidad sonora no se pierden nunca. Así sucede en Passapied, de la Suite bergamasque de Debussy o en los citados Réflets (ya en 1954; EMI), en los deslizamientos inconcebibles de Ondine de Ravel (sobre todo en Rococó), o en los diminuendi en varios instantes del finale de La tempestad (Melodram).
Joaquín Martín de Sagarmínaga