Philippe Jaroussky se estrena, con ‘Giulio Cesare’, como director de ópera
Philippe Jaroussky debutó como director de orquesta hace un año con un oratorio de Alessandro Scarlatti. Ahora, el contratenor francés ha dirigido por primera vez una ópera, Giulio Cesare de Haendel, al frente del Ensemble Artaserse, el grupo que el mismo fundara hace dos décadas. Ha sido los días 11, 14, 16, 18, 20 y 22 de este mes de mayo, en el Théâtre des Champs Elysées de París. El próximo mes de junio (5, 7, 9 y 11), este Giulio Cesare irá a la Ôpera de Montpellier, con dos cambios en el reparto.
Escribió Hermann Scherchen, antaño famoso director y autor de un libro clásico (1929) sobre dirección orquestal, que saber tocar este “portentoso instrumento humano” significa ejercer una especie de magia. La idea de la dirección como un don mágico se había difundido en la época de Bülow y Arthur Nikisch, y luego en la de Toscanini y Stokowski. Guarda estrecha relación con la vieja teoría del director nato —el mismo Toscanini decía que la dirección no se puede enseñar—. En la actualidad se considera que tales opiniones han sido perjudiciales, entre otras cosas, para la formación de los jóvenes directores: Claro está que no vamos a recuperar aquí aquellas concepciones un tanto esotéricas, pero el ver a Philippe Jaroussky al frente de orquesta y cantantes nos recuerda, en esta su segunda aventura, que al igual que en la primera hay algo de hechicería en este proceso casi alquímico que lleva de la partitura a la interpretación, de la escritura al sonido.
Numerosos directores han sido antes virtuosos de uno o más instrumentos, en especial el violín, como es lógico por su papel como concertino en la orquesta sinfónica: Enesco, Ysaÿe, Talich, Menuhin, Ormandy, Giulini, Monteux, Perlmann, Kremer, Haitink, Maazel, Zuckerman, Dudamel…, más violonchelistas como Toscanini o Schiff. Son muchos también los grandes pianistas devenidos directores, como Mahler, Bülow, Markevitch, Weingartner, Szell, Abbado, Bernstein o Baremboim. A este grupo podemos añadir, entre otros muchos, al organista Diego Fasolis (I Barocchisti) a la clavecinista Emmanuelle Haïm (Le Concert d’Astrée). Y hay casos menos frecuentes, como Mackerras, flautista y oboísta; Colson, que tocaba la trompeta y la trompa, y aun Simon Rattle, que empezó como percusionista.
Menos han sido los cantantes cuya evolución musical y profesional los ha llevado a la dirección, como René Jacobs, Lionel Meunier, Gérard Lesne, Nathalie Stutzmann, Carlos Mena, el tenor venezolano Aquiles Machado — discípulo de Alfredo Kraus—, Alberto Miguélez o Plácido Domingo. Sin embargo, son sin duda ellos los que mejor pueden cumplir la exigencia de Schacher respecto a la primera tarea del director, que debe “cantar la música por dentro”. Y tienen ventaja también en el logro de esa naturalidad que Scherchen compara con el ritmo de la respiración; podemos agregar que el director cantante es doblemente maestro en materia de articulación y fraseo, y sabrá mejor que nadie hacer cantar a los instrumentos. La orquesta es un instrumento vivo, cambiante, sensible, como la voz; más difícil de controlar y gestionar que los demás pero de una riqueza extraordinaria, como ella.
También Leonard Bernstein, en una apasionante charla de 1955 —por fortuna publicada— compara el proceso con la respiración: la preparación es como una inhalación y la música suena como una exhalación, igual que para hablar o para cantar. Se inhala, explica, en el upbeat —anacrusa o preparación— y se exhala una frase musical. Hay que aclarar que, por supuesto, será upbeat si la música empieza en el primer tiempo del compás, downbeat si empieza en el segundo y un movimiento lateral si en el tercero o en el cuarto. Un director que respira con la música, concluye Bernstein, ya ha avanzado mucho en el logro de una técnica. En la música vocal, añadamos, tendrá que respirar también con los cantantes; no en vano definió Peter Grubanov al director como un instrumento de viento. A estas exigencias une Bernstein otra inescapable: que sea humilde ante el compositor y nunca se interponga entre la música y el público, pues todos sus esfuerzos se hacen al servicio del compositor y de la música misma.
Dice Joshua Bell, director musical de la Academy of St Martin in the Fields desde 2011, que el noventa por ciento del trabajo del director se hace antes de empezar a mover los brazos: se trata de tener una idea muy firme de lo que uno quiere y elaborarla. Todos los directores que han plasmado por escrito sus reflexiones y metodología destacan la necesidad de crearse una imagen sonora, una forma ideal de la obra, anterior al sonido y a la cual la interpretación habrá de acercarse lo más posible. Es decir, lo que ya Scherchen denominaba la audición interna de la obra, que ha de ser, dice, tan perfecta como lo fue la de su autor, y que surge del estudio de la partitura, que da lugar a una determinada concepción de la obra, la decisión sobre el tempo verdadero, la primera comunicación a la orquesta y por fin su interpretación, que consiste en representar esa idea con el gesto. Este estudio, para Bernstein, es infinito y convierte al director en un ‘eterno estudiante’, lo cual resulta muy adecuado para Jaroussky con su curiosidad inagotable y su perpetuo anhelo de descubrir y de comprender.
Era fácil suponer, pues, que Jaroussky se convirtiera en un magnífico director de orquesta por todo esto, pues es rasgo suyo el ‘oír’ la música en la cabeza al leer una partitura —obedeciendo la consigna de Ansermet, para quien el director debe tener la música en su interior si quiere controlar su ejecución—, pero es que además cumple otras condiciones de naturaleza más tangible. Muchos son los requerimientos que a lo largo de la historia de la dirección moderna se ha planteado a quienes desean acometer el más difícil de los empeños musicales. El primero es, desde luego, el conocimiento no sólo de la obra a dirigir sino de su período y estilo. Hans Swarowsky, maestro de varios de los grandes, se refería a la necesidad de conocer el qué, el cómo y el por qué, situarse en los pensamientos y sentimientos de la época y mantener en todo momento el respeto al compositor. Ello requiere una formación integral como músico y una familiaridad con la técnica de todos los instrumentos del conjunto que se va a dirigir y de sus tesituras, intensidades y colores en busca del equilibrio sonoro —entre instrumentos y entre orquesta y voces—, más un dominio absoluto de la partitura, que en el caso del Barroco se complica por la escasez de indicaciones de tempo, dinámica y demás, y a menudo por problemas de conservación del original autógrafo y existencia de diversas copias y ediciones con variantes a veces de calado. Las óperas haendelianas son un buen ejemplo de esta última circunstancia.
El carismático e inolvidable Bernstein dijo lo siguiente en otra ocasión: “Soy algunas veces director, aunque siempre y exclusivamente soy un músico, para quien dirigir, componer, enseñar y tocar el piano pertenecen a una misma actividad: hacer participar a la gente de todo lo que yo siento y sé sobre la música”. Esa es la clave: ser músico por encima de todo, sea cual fuere el medio elegido; un sabio mandato de Arthur Nikish reza: “No dirijas la orquesta, dirige la música”. Con la reflexión de Bernstein coincide plenamente Jaroussky, que cuenta con una formación completa: no sólo violín, piano y canto, sino también investigación musicológica y docencia. Ha dicho que el deseo de dirigir prolonga su pasión de violinista, de pianista y de cantante, y que el instrumento importa poco “pues, al final, sólo cuenta la música”, con el ejemplo y la inspiración de amigos como el violinista Julien Chauvin (Le Concert de la Loge), el violista Mathieu Herzog (cuarteto Ébène y Ensemble Appassionato) y la contralto Nathalie Stutzman. A ellos que hay que sumar su fructífera colaboración con el director y violinista Jean-Christophe Spinosi y su Ensemble Matheus, con los cuales profundizó en el análisis del diálogo camerístico de voces e instrumentos, y con maestros como Fasolis, Malgoire, Christie, Haïm, Minkowski o Garrido.
Y, como inicio de esta nueva etapa, su experiencia en la dirección artística del Ensemble Artaserse, que fundó con algunos colegas en 2002. El grupo se presentó en París ese año y grabó en 2003 su primer disco, una selección de Benedetto Ferrari bien demostrativa de la maestría de cantante y conjunto en el fascinante territorio del XVII italiano; este 2022 lo ha dirigido en un programa (grabado en el disco Dualitá) de arias haendelianas para papeles masculinos y femeninos cantadas por Emöke Baráth. Estos veinte años han supuesto un aprendizaje teórico y práctico en la creación de un estilo, un sonido y una sensibilidad a los que, en buena medida, ha ido trasladando los suyos propios, la riqueza en matices, colores y relieves de su canto, como no podíamos menos de esperar. Si a menudo se ha definido la dirección como recreación de la música, nadie más idóneo que alguien que ha dado nueva vida a cuanta música ha cantado. Su personalidad magnética y su combinación de convicción y claridad de objetivos con un temperamento dulce y empático completan la gama de cualidades que el teórico más riguroso puede demandar, y que le serán de gran ayuda cuando pase a dirigir otras formaciones.
Para Bernstein hay dos escuelas de dirección, la de Mendelssohn, basada en la precisión y en el riguroso ajuste a la partitura, y la de Wagner, que quería personalizar ésta y teñirla de sus propias emociones y de su impulso creativo. Dice el americano que el ideal es la síntesis de ambas pero que esto se logra raras veces. No obstante, en sus dos primeras y triunfantes empresas Jaroussky ha demostrado tener las dos cosas: conocimiento, capacidad analítica, exactitud y respeto, y pasión, sensibilidad y una profunda vivencia de la música como experiencia individual, a la vez íntima y comunicable. El que las dos se hayan enfocado sobre la música vocal evidencia además la clara decisión de cultivar el terreno en el que sus cualidades personales van a brillar más. Es generalmente reconocido —el texto de Charles Mackerras en The Cambridge Companion to Conducting lo explica con detalle— que la dirección de ópera es la más difícil, con la complejidad añadida de coordinar orquesta y escenario y equilibrar voces e instrumentos.
Para su debut en 2021, Jaroussky eligió un oratorio de Alessandro Scarlatti, Cain, overo il primo omicidio (1707), presentado en Salzburgo y durante su residencia de tres años en la Ópera de Montpellier. El oratorio se grabó dos meses antes con diferentes cantantes para Adán, Eva y Caín, pero ambos repartos fueron excelentes; hay que destacar también que añadió como primer violín —en honor a su destacado papel en la obra— a Thiebault Noally, fundador del grupo barroco Les Accents, aparte de su labor de director con Les Musiciens du Louvre. Curiosamente, también el debut vocal de Jaroussky en 1999, con Gérard Lesne, fue con un oratorio del palermitano, en este caso Il Sedecia, re di Gerusalemme (1705), en el papel de soprano de Ismael, hijo del último rey de Judá, Sedequías. Como ha dicho, empezó como director con un oratorio, más breve y controlable que una ópera, y de un compositor que conocía muy bien; otro acercamiento a él fue la inclusión de Dormi, o fulmine di guerra, un aria prodigiosa de La Giuditta (1697, versión de Cambridge) en su disco de oratorios italianos La vanitá del mondo (2020) con Artaserse. El análisis de su reciente Giulio Cesare es prolongación y confirmación de lo observado en Il Sedecia.
Así pues, estos comienzos de Jaroussky en su nueva carrera testimonian tanto inteligencia y prudencia como una bien medida audacia, lo primero al optar por música que conocía muy bien, tanto la de Scarlatti como la de Haendel, pues además en Giulio Cesare cantó el papel de Sexto, el hijo del asesinado Pompeyo, bajo la dirección de Giovanni Antonini en 2012 —su recreación del personaje en aquella ocasión da para mucho y es materia de otro trabajo en curso— y lo segundo precisamente por escoger la que es sin duda la ópera más célebre, representada y comprometida del genio de Halle, de la cual se han hecho e incluso grabado numerosas versiones, entre ellas las de Jacobs, Curtis, Christie, Haïm, Mortensen, Minkowski, Mackerras, Petrou…
Il primo omicidio, obra rica en contrastes dinámicos, afectos y atmósferas, anunciaba ya su estilo de dirección, tanto en la concepción de la obra musical como en la géstica, que para todos los expertos debe ser clara y precisa y expresar esa forma ideal de la obra que el director ha imaginado, así como el sonido que se quiere conseguir. El gesto debe transmitir las indicaciones métricas y expresivas y las diferencias de articulación y dinámica: legato, staccato, marcato o tenuto, forte o piano… Bernstein define como un “cuento de viejas” la tradicional idea de que la mano derecha se ocupa del compás y la izquierda —que Richard Strauss recomendaba relegar al bolsillo del chaleco, y así lo inmortalizó una fotografía en 1898— del matiz y la emoción; explica Bernstein que la interpretación tiene que estar en el ritmo y que hay que marcar el compás con las diferentes cualidades y ajustarse al flow de la música.
En Il primo omicidio ofreció Jaroussky una versión suntuosa y extremadamente refinada tanto en el tratamiento orquestal como en el diálogo con las voces y entre éstas, y una interpretación aún más ‘respirada’ que la de Jacobs —descubridor de la obra en los años 90—, desde luego magistral. Se diría en general, también, un poco más ligera de tempo, lo suficiente para darle un puntito más de tensión, de expectación, digamos de suspense, igual que decía Bernstein que leía las partituras por primera vez como si fuesen novelas policíacas, pues hay suspense y uno desea descubrir lo que va a pasar.
Y tiene algo de orgánico, de corporal, efecto en buena medida del hecho de ser cantante. Igual que su canto brota del cuerpo, esto lo ha trasladado a la orquesta y a los otros cantantes, como si hubiera de fluir en un aliento común. No en vano dijo que era otra manera de crear un sonido, que no sale de él pero que él contribuye activamente a producirlo; para ello se vale de su captación y percepción musical, que se han revelado comunicables. Ha tenido también en cuenta algo muy importante para la interpretación de la música vocal del Barroco, concebida en lo esencial para voces altas, que en ocasiones son mayoría abrumadora y en este oratorio cuatro de seis, soprano y tres contratenores (dos altos y un sopranista), como en Giulio Cesare son seis de ocho, y es preciso diferenciarlas —sobre todo cuando la tesitura es similar— por el color. Sacó de todos lo mejor: un Abel inocente, un Caín retorcido, una Eva maternal, un Adán emotivo, un Satanás tan digno y majestuoso como Dios, y caracterizó a la perfección personajes y situaciones en un género, el del oratorio, que llegó a ser tan apasionado y apasionante como la ópera, a la cual hubo de sustituir en cierto modo durante los años de la prohibición papal. Al mismo tiempo, Jaroussky integró instrumentos y voces en una línea musical de perfecta homogeneidad; la música fluye de sus manos como fluye de su garganta. Se trata de una obra intensa y conmovedora muy adecuada a las cualidades de su nuevo director, cuya profunda comprensión de la música y su sentido hacía esperar lo que ha logrado ahora con esta exigente ópera haendeliana.
La dirección de cualquier ópera barroca, y más una de tal riqueza musical y dramática como Giulio Cesare, estrenada en el Queen’s Theatre de Londres en 1724, presenta infinitas complejidades, empezando por los aludidos problemas de fuentes. Aparte de que las primeras ediciones impresas son inexactas o incompletas, la partitura autógrafa revela una composición en varias etapas, con revisiones y modificaciones que continuaron durante las reposiciones, en muchas ocasiones con ajustes requeridos por los cambios de cantante, pues, como es sabido, en el Barroco se componía para artistas concretos —en este caso para dos grandes, el castrato Senesino y Francesca Cuzzoni como protagonistas— y para sus cualidades, siempre según la tesitura y no el sexo, real o supuesto, del cantante. Al afrontar una de estas obras hay, por tanto, que tomar muchas decisiones, entre ellas la de asignar determinados papeles, concebidos para castrato, a una voz femenina o a un contratenor: ambas opciones son lícitas y defendibles, como en el caso del papel protagonista de esta ópera han mostrado diversas versiones existentes.
Haendel nunca admitió la trasposición a la octava baja de arias para voces altas, pero, curiosamente, para la reposición de 1725 y posteriores —en Inglaterra, pues en Brunswick y Hamburgo, contrariamente a lo habitual ya entonces, se mantuvo la tesitura originaria— sí traspuso el papel de Sexto, compuesto para soprano —al igual que en la ópera homónima de Sartorio— y estrenado nada menos que por Margherita Durastanti, inaugurándose en dicha fecha una versión para tenor que modificaba completamente el carácter del personaje y que ‘expulsó’ de la ópera uno de sus momentos más gloriosos, su dúo Son nata a lagrimar con Cornelia, su madre, pues ya no tenía sentido, dado que habría supuesto la inversión de las dos partes. Versiones como la de Jaroussky y la de Bárath, e incluso la de la mezzosoprano Isabel Leonard, le devolvieron su cristalino frescor original.
Aparte de las numerosas obras literarias que suscitó el tema, la más famosa de las cuales es la de Shakespeare aunque hay que mencionar francesas como la de Corneille (1644) o la de Jodelle (1553), centradas respectivamente en Pompeyo y Cleopatra, el libreto de Francesco Nicolas Haym se basa, como es lo más frecuente en el XVIII, en uno anterior: el de Giacomo Francesco Bussani para la ópera de Sartorio, estrenada en Venecia en 1676 (y no recuperada hasta 2004), además de una versión muy modificada (Milán, 1685), pero los cambios que introdujo el famoso libretista romano de origen alemán fueron de gran enjundia, amén de centrarse en César y Cleopatra —cuya historia de amor inspiró unas cincuenta óperas en los siglos XVII-XVIII—, simplificar el zurriburri amatorio de Bussani, que escribía en la tradición veneciana del ‘drama de intriga’, antes de la ‘ópera seria’, y suprimir los elementos cómicos. Ambas óperas son muy distintas, pero se pueden hacer interesantes comparaciones: Alma del gran Pompeo, en Haendel recitativo accompagnato de César, en Sartorio —único caso en su ópera— la cuerda acompaña a la voz en lugar de alternar con ella; es interesante señalar que es un lamento clásico con tetracordo descendente en el basso ostinato.
Buscando más, como siempre, la eficacia dramática y ejemplar que la fidelidad histórica, los personajes sufren las previsibles transformaciones, empezando por su edad, pues se requerían figuras juveniles y pasionales: en la época de los acontecimientos, los años 48-47 antes de nuestra era, César contaba ya 52 años, más adecuados a su faceta de experimentado militar, que queda por debajo de la de fogoso enamorado que subrayan texto y música. Cornelia, la cuarta esposa de Pompeyo, tenía unos veinticinco; Sexto, hijo de la tercera y desde luego no de Cornelia, unos diecinueve. Tolomeo (el XIII de este nombre), con sus quince años, sería quizá una buena pieza pero no parece que encaje en el tipo perverso, manipulador y violento —e incluso repulsivo que han querido algunas puestas en escena— presentado por la ópera. Sólo Cleopatra, con sus veintiún años, se ajusta al personaje, en el que destaca el cambio ocasionado por su amor a César. En el prefacio al libreto, Haym, además de citar sus fuentes históricas —César en sus Comentarios [a la guerra civil], Dionisio y Plutarco, aunque los hechos son narrados por otros historiadores romanos, Dión Casio, Suetonio, Lucano o Apiano—, reconoce haber modificado la historia para que Sexto vengase en efecto a su padre matando a Tolomeo, quien probablemente se ahogó intentando huir del ejército de César. Es uno de los muchos ejemplos de justicia poética que nos ofrece el género operístico.
Todos ellos están espléndidamente retratados con sus poderosas y bellísimas arias y sus recitativos, en especial los cuatro accompagnati, dos para César y dos para Cleopatra, magistrales en la creación de un clima emocional. La paleta de affetti —amor, poder, rivalidad, venganza, frustración, vacilación, arrepentimiento— es amplia y fecunda. La orquesta haendeliana ha ido creciendo, sobre todo desde la fundación de la Royal Academy of Music en 1719: en Giulio Cesare, junto a la rica sección de cuerda y continuo —violines primeros y segundos, violonchelos, contrabajos y claves— hay dos flautas dulces, flauta travesera, dos oboes, dos fagots y cuatro trompas, más arpa, viola da gamba y tiorba para completar los nueve instrumentos de la escena del Parnaso.
Las innumerables sutilezas de las voces y de los instrumentos obligados que añaden colorido y sugestiva evocación a las arias (violín solo, flautas dulces o travesera, fagots, la trompa que evoca al cazador en Va tacito e nascosto, aria originariamente asignada, antes que a César, a Berenice, prima y confidente de Cleopatra que apareció por poco tiempo en una etapa intermedia de la composición) exigen a intérpretes y director otras tantas finuras. Son muchos los pasajes orquestales singulares, desde la presencia de dos parejas de trompas en dos tonalidades distintas en los coros inicial y final, hasta la doble orquesta en la escena del Parnaso, con una en su lugar y otra en el escenario, compuesta por las nueve Musas, que acompañan a Cleopatra. A esta ‘sinfonía’ precede otra que hace exclamar a César “qual dalle sfere scende armonico suon”: un pasaje metamusical, pues Cleopatra elige la seducción a través de la música, no del poder, al no revelar su identidad como reina.
Todo lo dicho sobre esta obra maestra es útil para ponderar la calidad del desempeño de Jaroussky ante el atril. En sus dos venturas —que no aventuras ya— directorales han brillado con luz propia todas sus cualidades. Planificando su nueva actividad, más de una vez expresó su preocupación por las exigencias físicas de la dirección de orquesta, poco acordes con su constitución; no obstante ha hecho un esfuerzo admirable y ha demostrado que el poder mental está por encima del físico.
Dijo Jaroussky que dirigir Giulio Cesare es un sueño hecho realidad; sobre este sueño ha sabido construir, como siempre, algo muy bello, y, como siempre, vive, emana y baila la música desde su propio interior. Ha creado un tejido exquisito de sonoridades donde los colores instrumentales se entrelazan, yuxtaponen y responden sutilmente y donde la orquesta se equilibra a la perfección con las voces; hace que la orquesta ‘cante’ los silencios igual que los canta él en sus interpretaciones vocales. Para conducir a sus intérpretes se vale de un gesto sobrio, concentrado, que combina precisión y suavidad; usa las dos manos, pero dirige con todo el cuerpo, indicando acentos y entradas y muy pendiente de la dinámica y de los detalles más sutiles, y con permanente participación de la expresión facial y la mirada, al tiempo que canta calladamente, como inspirando y acompañando a los cantantes.
Para esta ocasión tan especial, Jaroussky se ha hecho acompañar, como el año pasado, de un elenco vocal formidable y con holgada experiencia en las sutilezas y complejidades del Barroco: la mezzo Gaëlle Arquez hace un Julio César sólido y espléndido, remontada la dificultad de un papel que normalmente requeriría tesitura de contralto y que fue, dice la cantante, un desafío; la soprano Sabine Devieilhe ha mostrado estar a la altura de nuestra Cleopatra favorita, Natalie Dessay; sabe ser juguetona y coqueta y luego pasar a una extrema desolación. La contralto/mezzosoprano Lucile Richardot da vida a Cornelia con su peculiar timbre, un tanto duro pero rico en cualidades dramáticas; el contratenor Carlo Vistoli, que cantó el papel titular el año pasado, hace un Tolomeo magníficamente canalla —como por lo demás nos ha acostumbrado Christophe Dumaux— y resuelve con toda eficacia los frecuentes saltos entre agudos y graves que denotan el carácter violento, desequilibrado y amenazador del personaje y que van más allá de la composición virtuosista para el lucimiento de los castrati y su extenso rango vocal.
Tenemos un Sexto de lujo con las asombrosas cualidades de Franco Fagioli —para el Barroco un poco excesivo en vibrato a nuestro juicio—; el dúo con Cornelia es estremecedor, si bien conviene quizá un poco más de contraste entre las dos voces. Y fue divertido ver al tercer contratenor del reparto, Paul-Antoine Bénos-Djian, haciendo un estupendo Nireno después de tenerlo tan asociado a la voz de Dios del Primo omicidio; su voz ha madurado en el año transcurrido, aunque ya entonces era mucho más que una ‘promesa’ y se presenta como uno de los grandes de la nueva generación. Soberbios estuvieron también el barítono-bajo Francesco Salvadori (Aquilas) y el bajo Adrien Fournaison (Curio).
Jaroussky ha puesto su sello propio en la dirección como lo ha puesto en el canto desde sus comienzos; si hubo un ‘sonido Muti’, no cabe duda de que se está configurando un ‘sonido Jaroussky’. Así lo ha reconocido el público, que premió con una gran ovación tanto su Primo Omicidio —definido por un cronista en Montpellier como “un meteoro”— como el estreno y otras representaciones de su Giulio Cesare a las que asistió quien esto escribe. Tras estas obras, tan conocidas de su artífice, el próximo desafío será tal vez lo contrario: estrenar una obra vocal barroca, ópera u oratorio, desconocida, quizá recuperada recientemente y que acaso lo será por él mismo. Ya fue de agradecer que atrajera la atención de un público amplio sobre Alessandro Scarlatti, pero hay mucho más: ejemplos como el de Jaroussky, que aúna juventud y experiencia, conocimiento y sensibilidad, prudencia y osadía, harán sin duda mucho por atraer hacia la mejor música a nuevos públicos y de formas nuevas al de siempre.
Estas maravillosas sesiones haendelianas en torno a Giulio Cesare en el encantador y recogido teatro art déco de París hacen augurar un futuro radiante —que ya es un presente— como director (aunque esperamos que siga cantando mucho tiempo) para su protagonista, siempre entregado a hacer verdad la divisa que nos enseñó Paul Verlaine y que aprendimos par coeur él y muchos de nosotros: De la musique avant toute chose.
María Condor
(Fotos: Vincent Pontet – Theatre des Champs Elysees)