MADRID / ‘La Silvia’, ópera del clavecinista Scarlatti antes de ser don Domingo Escarlata
Madrid. Auditorio Nacional. 24-IV-2024. Ciclo Universo Barroco. Jone Martínez, soprano; Carlos Mena, contratenor; Alberto Palacios, tenor. Forma Antiqva. Aarón Zapico, clave y dir. Domenico Scarlatti: La Silvia (estreno en tiempos modernos).
Hay conciertos de los que se sale jubiloso, con rostro optimista y con ganas de cantar y bailar. Y el de anoche en la Sala de Cámara del Auditorio Nacional fue uno de ellos. Lo que no quiere decir que todo en él fuera perfecto. Pero dominó la satisfacción por el descubrimiento de una hermosa música, la energía contagiosa de una dirección extrovertida y el impacto electrizante de un inesperado fandango cuando el público estaba ya sobrada y justamente entregado. Pero vayamos al principio.
Se había anunciado la presentación -estreno en tiempos modernos en doble concierto, en León y Madrid- de un puñado de arias de una ópera romana perdida de Domenico Scarlatti de 1710. Vamos de recuperaciones. Unos días antes, también en el Auditorio (sala sinfónica) y en el ciclo Universo Barroco, asistimos a la primera interpretación íntegra y moderna de Las Amazonas de España, de Giacomo (Jayme) Facco. En ella, por cierto, participaron dos de los intérpretes de anoche, uno como principal artífice (Pinteño) y el otro (P. Zapico) como integrante del bajo continuo.
El joven compositor napolitano, mucho antes de su definitivo viaje a Portugal y España, trataba de abrirse hueco en el mundo musical romano, a la sombra del padre, en la capilla de la reina viuda María Casimira de Polonia. Ya destacaba en el clave -de poco antes es la conocida y no se sabe si real anécdota relatada por Mainwaring de la doble competición al clave y al órgano con Haendel, saldada repartiendo salomónicamente los honores-. Pero debía tocar otros palos, a tenor de las necesidades y encargos de su empleadora y pagadora. Y entre estos figuraba en lugar destacado la composición de óperas. Siete y algunos intermedios produjo en estos años. Entre ellas, La Silvia, drama pastoral con libreto de Carlo Segismondo Capece. Se daba por perdida, como casi todas. Hasta que la intuición, laboriosidad y el buen hacer de la musicóloga valenciana Nieves Pascual dieron frutos, al identificar una decena de arias en un manuscrito asignado tradicional y globalmente al padre, Alessandro. Anoche, legítimamente orgullosa, presentó personalmente su hallazgo. Previamente, Aarón Zapico habló sobre el significado de la traducción sonora moderna de la música antigua y de una acertadísima decisión interpretativa. Dado que es imposible establecer hilación argumental entre las diez arias, se presentarían seguidas y en un totum continuum, hilvanadas por fragmentos instrumentales pertenecientes a sinfonías y oberturas, igualmente inéditas, del propio Domenico Scarlatti y de otros compositores contemporáneos. Por cierto, la información sobre ellos brilló por su ausencia en el programa, salvo la asignación a Pietro Ugolino de la sinfonía que abría el concierto.
Y todo, a partir de ese momento, fluyó con naturalidad, frescura y buen ritmo durante la hora larga del concierto. La música de Domenico Scarlatti, sin ser excepcional, es hermosa -faltó, probablemente, esa aria lenta y profunda que hace soñar, pero no hay más cera que la que arde- y la selección de los invariablemente bellos y variados fragmentos instrumentales -un solo movimiento en algunos casos, breve obra completa en otros- se reveló muy oportuna para amalgamar las arias sin distraer la atención. Contando, naturalmente, con los once excelentes músicos que poblaban el escenario. Y, sobre todo, con una dirección eficaz, dinámica y tremendamente comunicativa de Aarón Zapico, pendiente de todos los detalles y construyendo un sólido edificio musical.
En la parte vocal, el veterano contratenor Carlos Mena, que ya anda preparando su salto definitivo a la dirección -no hace mucho pudimos verlo en Madrid con un espléndido oratorio de Telemann- mostró en sus dos únicas arias su potencia vocal, capacidad expresiva y dominio de las agilidades -exigentes, sobre todo, en “Non potrà no più ingannarmi”, acompañada por el violín y el oboe, que luego bisó-. Su discípula Jone Martínez es ya una jugosa realidad en el panorama vocal español y europeo. Posee una bella voz amplia y redonda y matizó adecuadamente las tres arias a solo que cantó. ¿Alguna que destacar? Me quedaría con la última, “Uccidimi o pedonami”, brillantemente acompañada también por el violín y el oboe. O con la anterior, de bravura, “Quel rusceletto”, magníficamente sostenida por el tutti orquestal. Y, cómo no, con ese soberbio y enérgico dúo “Già parmi che all’alma” que compartió con el joven tenor aragonés Alberto Palacios, quizá necesitado todavía de algo más de rodaje -se vio con más claridad, precisamente, en ese dúo-, pero que, en general, salió airoso de sus cuatro comprometidas intervenciones.
En la parte instrumental prácticamente todos los músicos deberían ser destacados, desde los violinistas Jorge Jiménez y Daniel Pinteño, que corrieron con la parte del león en el cimiento de las arias -pasamos por alto algún levísimo y muy ocasional desajuste entre ellos- al oboísta Pedro Lopes, que exhibió constantemente su carnoso y sensual timbre, y la discreta y eficaz Isabel Juárez en la viola. Y el bajo continuo. Uno, qué le vamos a hacer, es decididamente partidario de la violonchelista Ruth Verona. Me enamoró en su primera intervención lenta, poética, al iniciarse la velada. Y siguió brillando toda la noche, junto con Pablo Zapico, muy presente con su instrumento, y el clave de su hermano y apasionado director, Aarón. Jorge Muñoz punteó eficientemente con su contrabajo. Y juntos lograron captar y arrastrar en un crescendo comunicativo a un público que, cuando se afandangó en los bises, estaba plenamente rendido y gozosamente escarlatado. Una velada, sin duda, para el recuerdo.
Manuel M. Martín Galán
(foto: Elvira Megías)