Petrenko prosigue su ciclo Prokofiev
PROKOFIEV: Sinfonía n. 6; MIASKOVSKI: Sinfonía n. 27. Orquesta Filarmónica de Oslo. Dir.: Vasili Petrenko / LAWO
En cierta ocasión estuve discutiendo durante una noche entera con Valery Gergiev sobre los compositores rusos del siglo XX. Esto sucedió antes de que Gergiev se convirtiera en un instrumento de propaganda del régimen de Putin, cuando su cerebro todavía estaba abierto a las contradicciones. Cuando llegamos a Stravinski, yo defendí lo que entonces era la posición mayoritaria, es decir, que se trataba de un genio incuestionable, una postura que, treinta años después, he abandonado. Por su parte, Gergiev defendió con vehemencia a Prokofiev, primero por las óperas que entonces estaba recuperando en el Mariinski, pero con más fuerza aún por sus siete sinfonías, de las que sólo la Primera y la Quinta habían logrado imponerse en el repertorio. El resto, desde entonces y hasta hoy apenas se interpretan, y no me siento capacitado para juzgar sus méritos. Las grabaciones que existían, de Rostropovich, Rozhdestvensky y (creo) Neme Järvi, insinuaban posibilidades que yo aún no podía captar.
El ciclo actual de Vasily Petrenko y la Filarmónica de Oslo supone, para mí, un cambio de inflexión. La Sexta, escrita entre 1945 y 1947, evita las alegorías al estilo de Shostakovich sobre el estalinismo de posguerra y se ciñe a la música pura, sin más lógica que la propia. Hay, qué duda cabe, belleza, oscuridad y miedo, pero no escucho ningún programa más allá de la búsqueda de la pura expresión musical, una búsqueda que reivindica una y otra vez el crudo impacto de la potencia orquestal. Se trata de una gran sinfonía, gloriosamente dirigida por Petrenko y magníficamente interpretada por los noruegos.
La sinfonía de Nikolai Miaskovski que la acompaña es la última de las veintisiete que compuso, fechada en noviembre de 1949. El desgaste psicológico del compositor después de años de terror estalinista es difícil de ignorar, y la sinfonía tarda en encontrar nuevas energías. Pero finalmente las encuentra, y el resultado es auditivamente satisfactorio, a medio camino entre Vaughan Williams y Albert Roussel; un plato escapista y poco ruso, con toques de Rachmaninov como condimento.
La última vez que reseñé un lanzamiento de esta serie, medité largo y tendido sobre si otorgar una quinta estrella. Esta vez la decisión es fácil. Se trata de una de las grabaciones del año.
Norman Lebrecht