Peter Schreier: estilo y buen gusto
Hacía años que no sabíamos nada del tenor Peter Schreier, que acaba de morir en Dresde –en donde residía desde 1945- a los 84 años. Durante mucho tiempo estuvo muy presente en nuestros oídos, por lo que, ante la noticia de su reciente desaparición, de repente, se ha instalado de nuevo en nuestra memoria. La verdad es que, a pesar de la relativa calidad de su voz, siempre lo escuchamos con agrado. Era un personaje simpático, afable y poseedor de una muy amplia cultura musical. Un cantor de primera, que había mamado la música desde niño. Fue miembro del Kreuzchor de Dresde, ciudad cercana a Meissen, a tiro de piedra de Gauernitz, donde el artista había nacido en 1935, hijo de un profesor y organista.
Empezamos a escuchar sus discos. Sus Taminos, Belmontes y otros personajes mozartianos allá por mediados de los setenta. Apreciamos ya su preparación musical, su excelente dicción alemana, su línea y su relativa expresividad enmarcadas en un instrumento de escasa calidad tímbrica, de emisión ligeramente “stridula”, un tanto estridente y pecorina, con ciertos ribetes de gangosidad. O sea, no era una voz lo que se dice bella, especialmente dotada, envuelta en hermosos armónicos. Pero, curiosamente, no echaba para atrás porque era consciente de sus limitaciones y conocía cómo dejarlas en un segundo plano. En cierto modo podíamos emparentar su colorido vocal y su manera con los del canadiense Leopold Simoneau, que, con una sonoridad de escasa potencia, era asimismo penetrante y sabía emitir con inteligencia consiguiendo en la zona alta notas más bien abiertas, cercanas al falsete reforzado, aunque este último poseía un mayor atractivo vocal y una dulzura y habilidad reguladora con las que el alemán no contaba.
Recordamos haber visto y escuchado a Schreier en una sesión salzburguesa de Così fan tutte, dirigida musicalmente por Karl Böhm, en el verano de 1973. Su Ferrando, cantado con un discutible italiano, se dejaba oír. Un año antes había participado en la parte muy menor de Pastor en una representación en el Teatro de la Zarzuela de Madrid de Tristán e Isolda. Dos más tarde cantaba precisamente Ferrando en el mismo Teatro con la compañía de la Ópera de Berlín. La impresión corroboró lo percibido en Salzburgo. Madrid lo volvió a escucharlo en 1980, esta vez como Don Ottavio en una visita de la misma compañía.
La ligereza de la emisión, en todo caso muy aérea, y la solidez de la técnica respiratoria le hicieron con el tiempo un buen Evangelista de las Pasiones de Bach, en las que la facilidad para la frase afalsetada lograba excelentes efectos. Su narración en la de San Mateo seguía las pautas establecidas por antiguos tenores más o menos ligeros como Erlb, Patzak o Krebs, aunque no llegaba a tocar la fibra más dramática que siempre encontraba Haefliger. Se encontraba muy a gusto en este terreno, hasta el punto de que, imbuido de esos pentagramas y de su carácter, decidió coger la batuta. Con ella, a veces compaginando el canto y el gesto, alcanzó muy interesantes cotas expresivas que, a partir de determinado momento, lo facultaron para dirigir obras de otros compositores, como Mozart. Siempre con mesura y conocimiento, sin alharacas.
Una voz maleable como la suya estaba también predestinada a dar buen juego en el campo del lied, en donde sabía explayarse y lograr cotas expresivas que no le habíamos visto en la ópera. Sus versiones de los ciclos de Schubert figuran entre las más destacadas por la magnífica línea expositiva y el cambio de registros, aunque evidentemente no podían competir con las de los buenos barítonos o bajos; ni con las de tenores más dotados como Anders o Wunderlich. Tenían, como casi todo lo que cantaba, algo de blandura, de falta de vigor esencial. No obstante guardamos buen recuerdo de la última vez que lo vimos. Fue en la schubertiade de la localidad austriaca de Schwarzenberg, en el curso de un recital de lieder. Su buen gusto prevaleció por encima de sus limitaciones. Como solía suceder casi siempre con él.
Arturo Reverter