PERALADA / Ermonela Jaho: verdadera emoción del canto y el teatro

Peralada. Iglesia del Carmen. 5-VIII-2022. Ermonela Jaho, soprano. Pantesilena Jaho, piano. Obras de Leoncavallo, Bellini, Donizetti, Verdi, Puccini, Cilea, Mascagni, Gounod, Massenet, Lara y Giordano.
Hay una ecuación que rara vez falla en materia musical. Cuando el intérprete de turno tiene las herramientas para hacer llegar la música a la audiencia, las emplea con maestría y se implica profundamente en lo que está diciendo (o lo que viene a ser lo mismo, se lo cree con convicción granítica), es raro que la audiencia no conecte. De hecho, para no conectar con un artista que tiene los medios y los emplea en generoso derroche y con absoluta entrega, hay que tener el alma de corcho.
Creo que es lo que pasa con la soprano albanesa Ermonela Jaho (Tirana, 1974). Considerada por ella misma una lírica pura, su temperamento se abre sin embargo a intensidades dramáticas con una facilidad pasmosa. La voz, aunque de timbre redondo y atractivo, muy personal, no es tal vez la más bella del planeta, pero tiene una personalidad especial, se mueve con seguridad en toda la tesitura, maneja con precisión las agilidades y sobre todo tiene una técnica magnífica, con un fiato sobresaliente y un exquisito manejo de los reguladores. Pero, sobre todas esas cualidades, Jaho posee otra, que a menudo, al menos al que suscribe (y creo no ser el único) le recuerda a lo que conseguía la Callas en su momento: la cualidad teatral.
Jaho es una cantante maravillosa, pero además es un portento teatral. Se mete a fondo en cada personaje. Se lo cree con tal convicción y lo vive con tal intensidad que es claramente perceptible el desgaste, incluso físico, que experimenta en cada aria. A menudo tiene que tomarse unos momentos, a veces unos minutos, para ‘salir’ de lo que acaba de cantar antes de ‘entrar’ en lo siguiente. Jaho vive con sus personajes, se alegra, se enfurece, se entristece, se desgarra y se angustia con ellos.
Y hace todo ello con tal intensidad que es inevitable que la audiencia le acompañe en ese tránsito emocional. La albanesa se emociona hasta el llanto, sí, y esa emoción se contagia al público. Ayer volvió a suceder. Como en la Butterfly de hace unos años en el Real. El recital ofrecido en la Iglesia del Carmen comprendía diecisiete piezas, de las que siete aparecen en su premiado (IMCA) álbum Anima Rara, dedicado al repertorio de la soprano veneciana Rosina Storchio (1842-1945), a saber: Musetta svaria sulla bocca viva de La Bohème de Leoncavallo, Un di ero piccina de Iris, de Mascagni, Allons! Il le faut… Adieu, notre petite table de Manon y Pendant un an je fus ta femme de Sapho, ambas de Massenet, Nel suo amore rianimata de Siberia de Giordano, Un bel di vedremo de Madama Butterfly de Puccini y Flammen perdonami de Lodoletta de Mascagni.
Una octava pieza de ese álbum, inicialmente prevista, Mamma? Io non l’ho avuta mai de Zazà de Leoncavallo, fue sustituida por la Tristezza de Tosti. Otros cambios de programa fueron la inclusión de Qual fiamma avea nel guarda… stridano lassù de Pagliacci, y un simple cambio de orden: el aria de Butterfly se cantó en último lugar, y la de Lodoletta pasó al penúltimo.
Jaho se presentó acompañada por su sobrina, Pantesilena Jaho, una joven pianista que se mostró solvente y tocó con gusto, aunque tal vez algo rígida (¿nervios?) las dos piezas a solo (que a Ermonela le sirvieron también de necesario receso para ‘cambiar’ de atmósfera) encomendadas: el Pequeño Vals de Mussetta de Puccini basado en el aria de Mimi Quando m’en vo del segundo acto de La Bohème, y la Pastoral del compositor albanés Kozma Lara, una página de estimable lirismo pero sin especial encanto. Lo destacable de la labor de la joven fue, sin embargo, su absoluta complicidad con su tía, una conexión perfecta, una complicidad que incluso se apreciaba en que vocalizaba partes de los textos cantados por Ermonela. Como en el recital de días atrás de Yoncheva, la tapa del piano se presentó semicerrada. Nota: Es significativo que, de los tres recitales líricos comentados estos días, la tapa solo estuvo abierta por completo en el recital de Davidsen, todo un testimonio de lo que la noruega es capaz de generar en términos de volumen.
Ya la primera aria del recital, Musetta svaria sulla bocca viva de La Bohème de Leoncavallo, Jaho evidenció su exquisito gusto, su magnífico fiato y su excelente manejo de los reguladores, luciendo un canto siempre expresivo y sentido. Lo que siguió ya empezó a elevar la temperatura: una preciosa y emotiva lectura de la Malinconia, ninfa gentile de Bellini, con exquisito acompañamiento de Pantesilena.
El primer golpe de emoción irresistible no tardó en llegar. El Lamento per la morte di Bellini de Donizetti fue un testimonio profundamente humano y sentido de dolor, tristeza y pérdida, dibujado con una intensidad espeluznante por parte de Jaho y su acompañante. Un modelo de matización, de medias voces, de pianissimi estremecedores. La albanesa terminó visiblemente emocionada, y con ella, la audiencia.
Tras unos momentos para permitir el contraste, Jaho se sumergió de nuevo para cambiar de clima, al desenfado, el desparpajo de Il Brindisi verdiano, la última de las Sei romanze de 1845, cantada con contagiosa alegría, incluso en el lenguaje gestual, y en la complicidad con su acompañante, que parecía paladear cada sílaba que salía de la soprano. Bellísima también la canción pucciniana de 1888 Sole e amore, en la que de nuevo salió con facilidad la emoción.
La tuvo también la Tristezza de Tosti, donde Jaho navegó por los contrastes y las inflexiones de manera magistral, desde el ff al pp del do agudo final, adelgazado de manera estremecedora. Exquisito igualmente el Non ti voglio amar de Cilea y enérgico, con fuoco, hasta con angustia, ‘Un di ero piccina’de Iris, de Mascagni, que cerró de manera brillantísima la primera parte.
La segunda se abrió con una elegante, refinada y exquisita Serenade de Gounod. Las dos arias de Massenet mencionadas al principio mostraron el rico colorido dramático que Jaho es capaz de alcanzar: pasa de la energía a la fragilidad, de la determinación a la congoja con una riqueza de expresión, una naturalidad y una humanidad realmente asombrosas. La segunda de las arias, de la ópera Sapho, resultó verdaderamente emocionante, con una intensidad dramática difícil de resistir. La tuvo también la aria de Pagliacci, Qual fiamma avea nel guarda… stridano lassù, y aún más incluso la de Siberia mencionada al principio, culminada en un final demoledor. Otro tanto puede decirse de Flammen perdonami de la Lodoletta de Mascagni.
Con todo, aún quedaba la traca final, el famoso Un bel di vedremo de la Butterfly de Puccini. Como hace unos años en el Real, Jaho nos llevó, con la emocionante complicidad (hasta en las lágrimas) de su sobrina, por todo un mundo de sueños de amor, de desgarro, de emociones, de esperanzas y desengaños, de anhelos y frustraciones. Era imposible no sentir el mismo nudo en la garganta que ella sintió.
El público, que ya había vibrado con Davidsen el día anterior, se entregó por completo y aplaudió a rabiar, en una verdadera fiebre de entusiasmo. Del escenario llegaron palabras de agradecimiento, y desde el público alguien exclamó, con justicia: “Gracias, a vosotras”. Dijo bien. Gracias a una artista descomunal, que consiguió, en dosis más que generosas, lo que la música siempre debiera conseguir: la emoción. A raudales.
Llegaron dos propinas, igualmente exquisitas: de nuevo Cilea, con Io son l’umile ancella de Adriana Lecovreur, y Ombra di nube de Licinio Recife. Para entonces, la emoción de todos se había desbordado. La soprano, como alguien que se entrega de esta forma, terminó emocionalmente exhausta. Creo que puede decirse lo mismo del público. Una velada de una intensidad que se recordará durante mucho tiempo. Menuda cantante, menuda Artista, con mayúsculas. Esta es de las cantantes a las que hay que escuchar siempre. Cuando una artista lo es, como ella, con mayúsculas, no hay que perder la ocasión de compartir su emoción.
Rafael Ortega Basagoiti
(Foto: Joan Castro-Iconna)
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