Pedro Lavirgen: “Lo que permanece es el talento”

En octubre de 2012 SCHERZO publicó (n.278) una extensa entrevista con Pedro Lavirgen realizada por nuestro compañero Joaquín Martín de Sagarmínaga. En ella, el gran tenor cordobés efectuaba un repaso exhaustivo y a careta quitada de su vida y su carrera, animado sin duda por dos interlocutores (el entrevistador estaba asistido por Miguel Ángel Gancedo) que eran (y son) al mismo tiempo admiradores del tenor y conocedores expertos del arte del canto. La reproducimos a continuación, como homenaje de esta revista al gran artista que nos acaba de dejar.
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Dice su amigo Ángel Cea que muchos saben que Pedro Lavirgen (Bujalance, Córdoba, 1930) era un buen tenor, pero algunos menos su verdadero rango de gran tenor. Lo confirman ejemplos como una llamada telefónica al artista de Marimí del Pozo, muy notable soprano, y como él ilustre ex catedrática de canto, para felicitarle encarecidamente por un doble CD de un homenaje que ella desconocía.
Su maestro de canto, Miguel Barrosa, oía a sus alumnos desde fuera de la sala para captar mejor los defectos; sabemos que en una habitación pequeña el piano satura, ¿qué recuerda usted?
Es cierto, ponía como un filtro. Nos escuchaba desde el pasillo, a través de la pared y una puerta de cristal cerrada, y aun así podía percibir con detalle: si había desafinación, un error de pronunciación… Yo como docente no puedo hacer eso, me parece que estoy desatendiendo al alumno, necesito el contacto visual, ver las expresiones del rostro, la gestualidad. A él le importaba el canto. Con esto no pretendo hacer una crítica negativa; todo lo que sé lo aprendí de él: los fundamentos técnicos, la respiración, el manejo del aire. Como maestro lo considero inmejorable.
En el libro de Luis Arrones, biógrafo de Barrosa, se dice que, de todos los alumnos, usted fue el que le dio más satisfacciones.
Yo conservo un gratísimo recuerdo de él. En clase era algo distante. No me alababa; no decía tú vas a ser un gran tenor, salvo una vez, en que me dijo: “tú serás un buen tenor, no uno grande, mas sí un buen tenor”. En ausencia sí me elogiaba; decía a mis compañeros: es el que más quiero y el que mejor ha aprendido mis fundamentos. Era áspero en el trato como maestro, pero divertidísimo fuera de clase.
Barrosa le dijo entonces que su voz estaba mal impostada.
Efectivamente. Empecé a estudiar canto en Madrid en 1951, a los 21 años, con Carlota Dahmen, a quien conocí a instancias de un tenor aficionado de Úbeda, buen amigo. En veinte lecciones ella vio en mí condiciones e intuición en el uso del diafragma, la posición de la laringe y el empleo de los resonadores. Me enseñó bien los rudimentos del canto y me dio una recomendación de su puño y letra, que conservo. Después de obtener el título de Magisterio y ejercer durante tres años, me emperraba en ser cantante. Decidí estudiar canto con el apoyo de mi familia que, sin tener grandes recursos, se solidarizó con mi enorme vocación. Gracias a un contacto, fui admitido en el Coro de RNE. Pero entonces caí en manos de un maestro que arruinó mi voz y me dejó mudo a los 26 años. Un otorrino me dijo que gracias a mi juventud y fortaleza, no se me había producido una cadena de nódulos. Estuve un mes sin hablar. Mi amigo Joaquín Deus, integrante del coro, me recomendó a don Miguel Barrosa, con quien trabajé durante tres años. En la audición canté el aria de la Fanciulla del West, y rocé con estrépito el segundo si bemol, lo que se repitió en Carmen. Me dijo: “Estás hecho un desastre, te han arruinado la voz, la tienes sin brillo, pero me ha llamado la atención tu generosidad; hay algo que aprovechar en ti: no te ha importado romper y has seguido cantando con vehemencia”. Empecé a tomar 3 o 4 clases por semana: mis posibilidades aumentaban su interés.
[Miguel Ángel Gancedo, a quien agradecemos sus lujosos bártulos de grabación, interviene] Creo que en un momento dado se produjo un cambio en su técnica: de 1961 a 1964 por influencia de Barrosa, se nota el influjo técnico de Fleta y sus medias voces, y a partir del 64 se aprecia un oscurecimiento del centro y el grave.
Cada cantante tiene su propio saber hacer, lo más importante es no perder la personalidad propia. Yo tuve dos influencias; tras oír primero a Lázaro, al que admiré pero no me influyó, escuché el A te o cara de Fleta, aquellas inflexiones, aquellos portamentos rizados, me ayudaron a encontrar el concepto de frase y la línea de canto. La pasión por el canto me desbordaba. Oía viejos discos de McCormack o Kiepura. Y me dije: yo quiero ser esto. Si tengo suficiente talento, ésta será mi vida, quiero alcanzar el nivel suficiente que me permita dar de comer a mis hijos. Paquita, mi mujer, me regaló un vinilo de Mario del Monaco y, cuando lo escuché, vi que esto, unido a lo escuchado a Fleta, es lo que yo quería hacer. Ahí están mis fuentes, de las que he abrevado, y a las que he añadido mi propia personalidad.
[Miguel Ángel Gancedo, de nuevo] ¿Alessandro Ziliani le influyó, introdujo algún cambio técnico respecto de Barrosa?
Técnicamente, no. Barrosa me dio una carta para que fuera a ver a Ziliani. Había cantado Carmen, Marina y mucha zarzuela. Antes de la audición, me dijo: “Tú vas a estar solo con la pianista, mientras yo aguardo fuera con la puerta entreabierta; canta hasta que yo entre”. Canté siete romanzas en total, e hice una gran exhibición de resistencia e incremento de la dificultad. Cuando había cantando la quinta, le pregunté a la pianista: “¿Éste no entra nunca?”, y ella me dijo: “cántale el bloque de Trovador, Ah, si ben mio y la pira”; y yo: “¡oiga, si ahí hay un do como un castillo!”; y ella: “¡si lo que él quiere ver es la extensión de su voz!”. Después de la pira, entró y me dijo: “como no has reventado… Te diré primero lo malo; lo bueno, luego. Como canto operístico y dicción, un desastre; pero tienes unas condiciones excepcionales. Sé que has cantado zarzuela, y te falta pulir por completo el fraseo a la italiana, la acentuación. Te pongo como condición obligatoria que estudies en Milán con Alberto Soresina”.
¿Es cierto que la mayoría de los directores de orquesta actuales no son auténticos maestros de foso y músicos que conocen en profundidad la técnica vocal? No olvidemos que la ópera es un arte que combina voz, técnica y expresión músico-teatral. Hoy apenas queda Nello Santi…
Nello Santi es el último bastión de la antigua raza [¡y Bartoletti!, los tres casi al unísono]. Desde Toscanini, los maestros siempre han sido divos, pero se distinguían de los de ahora, en que tenían la enorme virtud de amar a los cantantes, a su voz. Muti quebró esta actitud. Él es un superdivo, caprichoso, cuyo protagonismo resta importancia al exhibicionismo de los cantantes; pero la ópera, ancestralmente, está hecha de exhibición. El propio Giulini, no quería dirigir a los cantantes y hay muy pocas grabaciones suyas de ópera completa. Incluso hablaba mal de algunos de ellos, salvo aquellos que se especializaran en ciclos alemanes, franceses, tipo Fischer-Dieskau. Únicamente a éstos le gustaba dirigir. Y de ahí en adelante, los maestros han querido tomar más protagonismo, que ya antes brillaban por sí mismos, como ocurría con Previtali, quizá el último que me impresionó en mi madurez. Pero no olvidemos al más grande de todos [los de su época]: Molinari-Pradelli, apodado braccio di ferro. Aun siendo áspero, se ablandaba en escena. Una vez, cantando Aida en Verona, me dijo en el ensayo general: “Tenore, yo estoy aquí para ayudarte, lo que quiero es que tú cantes bien y a mí me trae sin cuidado si yo lo hago bien o mal, ahora no me importo a mí mismo”.
Por cierto, que Dieskau era un monstruo.
Sí, está claro. Yo he cantado con él en Berlín un Don Carlos, en uno de los mejores repartos de mi vida, con un bajo que medía dos metros y me daba vergüenza ponerme a su lado. ¿Cómo se llamaba? Talvela. Un reparto con este bajo, Lorengar, Dieskau.
¿Es verdad que papeles breves no protagonistas, como Micaela o Macduff, pueden llevarse de calle una función en virtud de la belleza de sus arias, o es una falsa creencia?
Lo creo absolutamente. Un ejemplo: estaba cantando Macbeth en Filadelfia, con MacNeil y Bumbry en gran forma. Llegó el momento de cantar Ah, la paterna mano; el maestro Ottavio Ziino, en el descanso que precedía al último acto me dijo: “tenore, ahora arrasamos, pero no esté nervioso, que en el podio estoy yo, ¡y usted a cantar!”.
Entonces Ziino era una especie de Vicente del Bosque… [risas].
Lo cierto es que arrasamos; me tributaron un aplauso de 2’45’’, triplicando los de barítono y soprano, y tuve una gran crítica. Al final el tenor rabia ya por cantar.
Y el público tiene hambre de tenor.
Claro. Le cuento otra anécdota: en Madrid, 1973, cantando Carmen con Freni como Micaela, ella se llevó la gran ovación.
El gusto —tan dirigido— y las determinantes imposiciones actuales, convierten en algo herético, y lo entendemos, cantar Carmen en italiano o Lohengrin en catalán. Pero Viñas o usted lo hicieron, y emocionaban al público.
La personalidad del artista permanece en cualquier lengua, porque el vehículo sonoro tiene expresión en sí mismo, y los acentos que vas imprimiendo, y su espíritu propio. Lo que permanece es el talento, la expresividad, el sentido, las notas, porque la esencia es la música misma. En Budapest canté Payasos con Aldo Protti. El director de escena era un fijo del teatro Erkel y no sabía idiomas. Después de la función, la soprano Irma Komlossi, me comentó: “no habla italiano, pero te ha entendido, por tu expresividad, tu mirada, la posición de tus ojos, la contracción de tu musculatura facial o la gestualidad de las manos. Me ha pedido que te lo dijera”.
Un sector del público adora los agudos, pero sorprende que cuando llega un aria famosa ellos mismos sepultan su final… ¡rompiendo a aplaudir!
He comprobado que hay públicos que solamente esperan los agudos porque saben que son difíciles, lo demás no les interesa… Si un tenor sostiene un agudo espectacular, arranca el aplauso del público. Hice una apuesta con Vicente Sardinero cantando Marina en Venezuela. Le dije: “voy a arrancar un aplauso en donde rara vez aplaude el público, en la frase ‘Y el llantooo el llanto al mar’, un la bemol, que esta noche exageraré”. Lo que hice fue una fanfarronada. Con una bien calculada gradación, fui agrandando la nota y antes de que la resolviera, la gente aplaudía frenética.
Pasando a otros asuntos. Se ha dicho que usted es el Del Monaco español, mas al margen de algunas concomitancias en el modo de afrontar el ataque al agudo, uno piensa que se asemeja a Corelli. ¿Qué opina usted?
Respecto a Del Monaco, así lo ve el Espasa, pero yo no. [Tal vez cabe señalar ciertos ataques repentinos y el gran sustento del grave]. En Méjico me llamaban el segundo Corelli, y cuando canté Turandot con Nilsson, la crítica decía que sólo éste podía igualar lo que yo había hecho. Si observa la emisión en un disco suyo, ambas son muy semejantes. La posición de la laringe, donde se produce el sonido, amplificado en los resonadores, es prácticamente la misma. Las voces son distintas, pero están muy enmascaradas. La suya era un poco más extensa, pero yo tenía más grave. De Corelli sorprendía la gran anchura y un si bemol como he visto pocos.
En 1964 dejó la zarzuela, que hasta entonces había sido su actividad prioritaria, y debutó en Aida, en el Teatro de Bellas Artes de Méjico, ¿qué sentimiento predominó: la ilusión, la responsabilidad, el temor?
El miedo. Yo tenía seguridad en mí mismo, pero hay algo en el ser humano que a veces no puede controlar, y es la situación de tu espíritu, el estado de tu mente, la capacidad de concentración y el dominio de tu propio sistema nervioso. De eso depende el que actúes de una manera o de otra.
Por cierto, hablando de sus viajes a Sudamérica, cuéntenos una pintoresca anécdota que le sucedió en uno de ellos.
Fue en 1976, y estaba en Venezuela para cantar Trovador en el Teatro Municipal con el maestro Veltri. Dos días antes de la première, recibo la llamada de un presunto admirador que quería que le firmara unos discos, le sugiero que me visite en mi hotel dos horas antes de la función. Acudió al mismo un joven identificado como su chófer. Cuando bajamos vi Veltri con su esposa y les dije que vinieran conmigo. En la autovía alguien nos hizo aspavientos, indicándonos enérgicamente que parásemos. El chófer paró, pese a mis protestas, y de pronto me vi apuntado por un arma de 9 mm. Nos obligaron a adentrarnos en un suburbio, y supimos que aquello era una venganza en contra del presunto admirador. La mujer de Veltri, sofocada, sin apenas poder respirar, tuvo un ataque de histeria. El pánico se apoderó de todos cuando el individuo amenazó con disparar. Finalmente, nos dejaron abandonados en un lugar aislado, tras despojarnos de algunas pertenencias. Vimos atónitos que el coche se alejaba, levantando una gran polvareda rojiza, y sus ocupantes se daban a la fuga riendo a carcajadas. Estábamos los tres solos, en un paraje desértico; la noche se nos había desplomado encima. Un hombre menudo que vivía en una casucha de la que provenía una luz tenue nos llevó a una Comandancia de Policía, donde no nos tomaron declaración hasta las 6 de la madrugada. Volví esa misma noche a Madrid. Tres meses después, en una producción de Aida de la Arena de Verona, pero en Busseto, coincidí con un cónsul venezolano, y de pronto me espetó: “Lo que se rumorea en Caracas es que la orden dada a los delincuentes para que le secuestraran vino de una poderosa familia interesada en que uno de los suyos cantase en su lugar”.
¿Comparte la opinión de que obras del primer Verdi como Macbeth o I masnadieri, con sus cabaletti y grandes concertantes le iban muy bien a su voz tan bravía, de centro compacto, grave espeso y agudos muy potentes?
Sí. Pero hay que pensar que las últimas, como Aida u Otello, tienen otras características que también me iban muy bien. Yo a Verdi lo llamo mi padre espiritual. Cuando voy a Milán con mi familia peregrinamos hasta Piazza Bounarroti a rezar en su tumba y darle las gracias por habernos dado de comer.
¿Cree que Don José y Calaf, y, muy cerca de ellos, Radamés, Manrico, Alvaro o Chénier, han sido sus mejores papeles?
Sí.
He olvidado mencionar a Pollione.
Al primero al que se lo oí fue a Del Monaco, y quedé impresionado con ese papel, que no es un héroe sino más bien un canalla, un sinvergüenza, el antihéroe. Me enamoré de la música de Bellini. El aria es grandiosa y difícil de ejecutar. Hice 8 en Londres, que adorné con un do culminado con la “i”.
Una de las más tirantes para el agudo. Hemos hablado ya de personajes que jalonaron su carrera, ¿hubo otros que le gustaría haber interpretado, pero lo impidieron las circunstancias?
Sí, hay una especie de punto de inflexión negativa: el Enzo de la Gioconda y el Des Grieux pucciniano. Las aprendí y me quedé con las ganas. Estuve a punto de cantar Enzo en Italia, pero no lo hice, y aunque es un poco triste se lo voy a contar. El director de escena de esa producción ya me conocía según supe luego. Enzo debía vestir una falda y unas mallas muy ceñidas. Yo le dije que no podía llevar ese atuendo, porque pondría en evidencia una ligera curvatura en mi pierna izquierda, consecuencia de una enfermedad infantil, que yo intentaba ocultar por razones estéticas. Él se opuso a cambiar el atuendo y también a que llevara una capa. Muy contrariado, se negó a trabajar conmigo, argumentando que mi negativa generaba problemas en la realización. El hecho es que no pude interpretarlo.
Colin Davis le dijo hace años a Pérez de Arteaga que las preguntas no son nunca irrespetuosas, sino las personas que las formulan. Pues ahí va con todo respeto la primera de dos. ¿Por qué no llegó a afianzarse en grandes teatros como el Metropolitan o la Scala?
Pese a haber tenido una gran autoconfianza, no sólo como cantante, también me he hecho a menudo esa pregunta, y en vez de ensoberbecerme, he sentido cierta negatividad hacia mi persona. No es algo depresivo, ni tampoco falsa modestia. Yo también lo he pensado mucho, y me he preguntado si era un cantante irregular, no siempre en condiciones óptimas, o quizá no tuve el talento de otros, como Plácido o Carreras. Lo cierto es que nunca tuve ambición de divismo; mi personalidad es de antidivo. He querido vivir del canto, no importa a qué nivel, pero sin renunciar a nada. No quería hacer de mi profesión la totalidad de mi vida, y aunque cantar me hiciera feliz no quise que anulara la posibilidad de vivir más relajado con mi familia. Uno conoce su valía pero, como a pesar de mi empeño no alcanzaba las cotas por ejemplo de un Metropolitan, donde sólo hice una función de Tosca, en momentos llegué a dudar de mi desempeño. En instantes así, sentía alguna duda y admitía ese estatus. Pero un poco más adelante, rozando los 70, me ocurrió algo muy bonito; cenando un día en Viena con Protti, reflexionaba: “¿Qué he hecho con mi vida, por qué no llego a redondear mi carrera?”; y el me dijo: “Caro Pedrone, tú nunca has tenido espíritu de divo, eres como yo; piensa que serás siempre un gran profesional, de primera clase, pero no un divo. Si así lo piensas no sufrirás más”.
¿No cree que algunos teatros españoles fueron excesivamente duros con usted, pues le sucedió que tras 19 años de concurrir con éxito sin interrupción, uno dejó de llamarlo sin motivo aparente?
Sí, fue el Liceo. No me permitieron llegar a los 20 años de actividad. No se puede atribuir a un declive, porque seguí cantando con éxito en plazas de la categoría de Viena. Pues bien, en 1982 iba a hacer Il tabarro y Payasos. Unos meses antes, me dijeron que el cambio de dirección suponía una renovación total, en políticas, en contrataciones, y que consideraban que a los 52 años yo podría fatigarme haciendo un programa doble. Me proponían que le dejara Payasos a Nunzio Todisco, si yo quería, pero que ellos querían que yo quisiera. Accedí, con reticencias, y entonces me informaron que suponía cobrar la mitad. Esto marcó el final de mi actividad en la casa. Ni en ese momento, ni en fechas posteriores he logrado saber la verdadera razón. Indagando, he sabido que alguien del Consorcio no quería que yo cantase.
Aunque resulte un anticlímax, no está mal terminar con una pregunta técnica. Hay acuerdo entre maestros y teóricos acerca de que es el color y no la extensión el principal factor clasificatorio de la voz. Sin embargo, un timbre claro puede falsearse en tanto que una extensión limitada, no.
Los italianos distinguen la clasificación de las voces por el color (por ejemplo, oscuro), la intensidad, el volumen, la profundidad o la extensión. El color determina el carácter. Son varios factores, ¡pero una gran extensión se tiene o no se tiene!
Joaquín Martín de Sagarmínaga
[Foto: Rafa Martín / SCHERZO]