Para todos tiene la muerte una mirada: Suk frente a Azrael

Hay una composición que, en estos días, debería formar parte de cualquier “setlist” o kit de supervivencia cultural. No hablo de una ópera, ni siquiera de una canción o una misa, sino de una sinfonía. Y tampoco de un compositor especialmente reconocido o celebrado. Se trata de una obra que, poco a poco, va encontrando acomodo en el selecto club que conforma el repertorio de la clásica. Y que resulta tan pertinente en estos funestos días como el cuadro La muerte y la doncella, de la pintora victoriana de origen austriaco, Marianne Strokes, que encabeza estas líneas, o el verso del poeta italiano Cesare Pavese, incluido en Vendrá la muerte y tendrá tus ojos, que les da título. Desde 2018, esta sinfonía cuenta con una premiada edición crítica en Bärenreiter firmada por Jonáš Hájek. Y, en la última década, ha sumado un goteo incesante de excelentes registros fonográficos; el último es una grabación en directo, de 2018, con el director moravo Jakub Hrůša al frente de la Radio de Baviera, que apareció el pasado 28 de febrero en BR-Klassik. Nada podía presagiar entonces la actualidad de estos catárticos pentagramas en un mundo doblegado por un maldito virus.
La historia de esta composición arranca en España, el 1 de mayo de 1904, y con un telegrama: “Vuelve inmediatamente. Dvořák muerto”. El receptor era Josef Suk (Krečovice, 1874 – Benešov, 1935), que se encontraba de gira por nuestro país como segundo violín del Cuarteto Checo. Acababa de participar en el estreno del Cuarteto núm. 2 en fa mayor, de Ruperto Chapí, y tuvo que afrontar un precipitado retorno a casa. El viaje fue terrible, tal como recordaría años más tarde: tres interminables jornadas acompañado por la pena y la angustia. La pena por haber perdido a su suegro y maestro, y la angustia ante el impacto que la noticia podría tener en el frágil corazón de su esposa Otilka, hija mayor del compositor checo.
Se detuvo, el 4 de mayo, cerca de Praga, en Nelahozeves, la aldea natal de Dvořák. Quería recoger lilas para confeccionar un ramo que colocó, al día siguiente, sobre el ataúd del compositor durante su funeral. La ceremonia fue multitudinaria y terminó con un cortejo que recorrió toda la capital checa, desde la Iglesia de San Salvador hasta el Cementerio de Vyšehrad. Siguieron meses duros, con más giras y la constante preocupación por Otilka. Pasaron las navidades más sombrías y, en enero de 1905, llegó el primer aviso del abismo: tras acompañar al piano a su cuñada Magda en una serie de canciones de Dvořák, durante una gala de la Asociación de Periodistas Checos, Otilka tuvo su primera crisis cardiaca.
Ese enero, y después de un concierto en Hamburgo con su cuarteto en recuerdo de Dvořák, Suk comenzó a esbozar una sinfonía como homenaje a su maestro: la segunda de su catálogo, tras la académica Sinfonía en mi mayor, de 1897. La llamó “Azrael” en honor al arcángel de la muerte que acompañaba el tránsito de las almas a la eternidad. Era un relato sonoro del paso de la vida a la muerte en cuatro movimientos (lucha, desolación, danza y apoteosis) que se hizo realidad en primavera, cuando, tras otra gira con su cuarteto por Alemania, Bélgica, Países Bajos e Inglaterra, encontró tiempo para centrarse en la composición en Vysoké. Para el 27° cumpleaños de Otilka, el 6 de junio, ya había finalizado los tres primeros movimientos y esbozado el cuarto. Pero Azrael volvió a irrumpir en su vida. Otra crisis cardiaca, esta vez seguida de un fulminante deterioro, le dejaron solo en el mundo con un hijo de cuatro años: Otilka falleció entre sus brazos, el 5 de julio.
Suk abandonó súbitamente la composición de la obra. Leemos la dimensión de su desgarro en una carta a Hanuš Wihan, amigo personal, afamado violonchelista y líder de su cuarteto: “Apenas hablo con nadie, pues mi dolor es inmenso… es como si bucease sin propósito… ¿Dónde podré encontrar fuerza para seguir viviendo?” Aquel verano, su correspondencia es la crónica de un martirio personal. Dolor y desesperanza entremezclada con recuerdos. En una carta, rememora su primer encuentro con Otilka, en 1891, cuando ella tenía trece años y Dvořák se la presentó en el vestíbulo del Teatro Nacional. En otra, recuerda el ciclo pianístico que le dedicó cinco años más tarde, las Klavírní skladby opus 12, como testimonio del inicio de su romance. Se despide de bellos momentos que compartieron juntos en Vysoká u Příbramě, en la residencia veraniega de los Dvořák, cuando él componía la música incidental para el drama en forma de cuento de hadas Radúz y Mahulena, de Julius Zeyer, y su joven enamorada le espiaba desde el jardín; en esa variante legendaria del Romeo y Julieta, Otilka siempre fue para él la encarnación de Mahulena. Y emergen los dos acontecimientos vitales más queridos: su boda con ella, en 1898, en la Iglesia de San Esteban de Praga, que casi coincidió con las bodas de plata de sus suegros, Anna Čermáková y Antonín Dvořák, y el nacimiento de su único hijo, Josef, en la Navidad de 1901.
Para seguir adelante, Suk encontró un aliciente en su hijo Josef. Hablamos del ingeniero agrícola que vivió hasta 1951; padre del famoso violinista checo del mismo nombre. Pero el compositor sobrevivió gracias a la música. Volvió a embarcarse en otra gira con su cuarteto, en octubre, y el contacto con sus tres colegas le hizo recuperar el ansia por componer. Regresó a la sinfonía a finales del otoño en Křečovice, aunque decidió alterar su plan inicial. Ahora, los tres primeros movimientos, ya concluidos, conformaron una primera parte dedicada a la memoria de Dvořák. Convirtió el cuarto, un adagio, en un sentido retrato de su esposa Otilka, que concluyó el 3 de enero de 1906. Y añadió, para concluir, un quinto movimiento al plan original de la obra, un adagio e maestoso, que redactó a finales de abril. Suk dedicó ese verano a la orquestación de la sinfonía, que no culminó hasta el 4 de octubre, pues tuvo que limitar su trabajo a un máximo de dos horas diarias por experimentar episodios de neurastenia. Pero la conclusión resultó catártica. El movimiento final partía de una terrible pregunta: ¿podré seguir viviendo sin mi amada? Y la respuesta se tornó afirmativa. En las páginas finales de la sinfonía escuchamos su reconciliación con la vida: pasamos del sombrío do menor inicial a un luminoso do mayor conclusivo. El compositor bendice a sus muertos, que han cambiado su existencia e inspirado su obra maestra.
En esta obra, Suk se aleja del modelo musical de Dvořák, para modernizarlo con aromas del impresionismo francés y brochazos del expresionismo austrogermano. Pero nunca pierde su esencia checa ni su personalidad eminentemente lírica. Tampoco su capacidad expansiva. Toda la sinfonía surge de dos temas, tal como refiere Paul Klengel en su “kleiner Konzertführer”, una guía de veintitrés páginas que preparó, a petición de la editorial Breitkopf & Härtel, para el estreno alemán de la obra, en diciembre de 1907. Roman Veselý transcribe esos dos temas, dentro del prólogo a su arreglo para piano a cuatro manos de la sinfonía, publicado por Breitkopf & Härtel en 1912, como “tema del destino” y “tema de la muerte”. El primero resulta dinámico y se desarrolla con un lenguaje más cromático, mientras que el segundo suena estático y es eminentemente diatónico. Este último, citado con el número 2 dentro del referido ejemplo musical, conforma un doble tritono (el siniestro intervalo conocido como “diabolus in musica”) que procede del motivo de la muerte en la referida música incidental para Radúz y Mahulena.
Ninguno de los dos temas se expone siguiendo los patrones clásicos, sino que surgen en estado embrionario. Y se desarrollan, contraponen o infectan como microorganismos a lo largo de toda la sinfonía. Lo comprobamos en el arranque del andante sostenuto que abre la obra. El tema del destino se va construyendo célula a célula hasta estallar en un primer clímax marcial con la cuerda en bloque (2:12). Y conduce, directamente, a la primera referencia al tema de la muerte que expone nuevamente la cuerda en semicorcheas casi como una amenaza (2:43).
Este movimiento es, por encima de todo, la crónica sonora de una batalla por la supervivencia. Un tema de drástica actualidad. El destino se transforma en una fuga, pero también alterna, dialoga y colisiona con la muerte. Y sus pedazos esparcidos por doquier cobran nueva vida, se tornan melancólicos o trazan colapsos aterradores. Para mí, el momento climático más sobrecogedor de toda la sinfonía llega casi al final de este primer movimiento, en un pasaje indicado como più pesante e maestoso (13:29), que Suk apuntala con esa figuración del bombo en fortísimo donde evoca un beethoveniano aporreo del destino. Aquí Hrůša consigue, al frente de la Radio de Baviera, desplegar una tremenda intensidad: el corazón te salta literalmente del pecho y el suelo tiembla bajo tus pies.
Claramente, este director de 38 años natural de Brno ha escarbado más hondo en esta nueva grabación que en su anterior registro, de 2015, al frente de la Orquesta Sinfónica Metropolitana de Tokio (Exton). Incluso resulta superior a Rafael Kubelik al frente de la misma orquesta de la Radio de Baviera en su famosa grabación de 1981 (Panton). Deja a un lado las grabaciones de su maestro, el inolvidable Jiří Bělohlávek; la última, de 2015, se publicó en Decca hace tan sólo once meses. Y se aproxima al registro pionero de Václav Talich de 1952, que sigue siendo un hito casi inalcanzable en esta sinfonía, junto a Václav Neumann en 1983, ambos en Supraphon.
Pero la precisión dinámica que despliega aquí Hrůša cuenta con las ventajas de la referida nueva edición crítica de Hájek en Bärenreiter. Entre las novedades que incluye destaca la correspondencia rescatada, en el estudio introductorio, entre el director de Breitkopf & Härtel, Oskar von Hase, y el compositor. La primera edición de la partitura orquestal se publicó en 1907, pero la edición más conocida de la obra fue preparada, en 1965, por Karel Srom. Incluía múltiples novedades, como las revisiones que Suk realizó, en 1921, a propuesta de Talich. Ha sido la edición más habitual de esta sinfonía y fue reimpresa, en 2006, por Musikproduktion Höfich en Munich. De todas formas, no está exenta de errores e imprecisiones en la dinámica y articulación. En Bärenreiter, Hájek ha conseguido ordenar y clarificar todo los detalles de la partitura, al combinar la copia final de Talich con el autógrafo del estreno, aunque también ha consultado partichelas de la orquesta. Los cambios afectan hasta a los números de ensayo y el resultado conforma un modelo de claridad, tal como podemos comparar en una de las páginas más densas del referido più pesante e maestoso del primer movimiento.
Además del tema del destino y de la muerte, Klengel y Veselý incluyen un tercer tema en sus introducciones a esta sinfonía. Se trata del motivo de cuatro notas que abre el Réquiem de Dvořák y que sirve, poco después, para entonar el Kyrie. Suk tenía predilección por este circunloquio cromático (re bemol – mi doble bemol – do – re bemol). Lo encontramos, en 1902, en la tercera de sus Letní dojmy (“Impresiones estivales”) para piano, opus 22b titulada Večerní nálada (“Ambiente del atardecer”). E incluso, mucho antes, en 1891, lo utiliza en la primera de sus Seis piezas para piano, op. 7, titulada Píseň lásky (“Canción de amor”). Jan Miroslav Květ relata en su fundamental biografía de Suk, de 1946, titulada Živá slova Josefa Suka y redactada con testimonios directos del compositor, su especial relación con esa obra: “Cuando terminó de componer el Réquiem [en 1890], Dvořák tocó toda la pieza para Suk al piano, cantando con su voz temblorosa. Suk le escuchó como si fuera un niño y después se levantó y, abrumado por la emoción, besó la mano de su maestro”. Al parecer, Dvořák reaccionó con severidad, pero después le respondió: “¡Quién sabe lo que se te ocurrirá a ti algún día!”.
Está claro que a Suk se le ocurrieron muchas cosas. En su Sinfonía “Azrael” expande y desarrolla ese tema cromático de la misa de difuntos de su maestro a lo largo de toda la sinfonía. Su protagonismo sobresale en el segundo movimiento, un andante que funciona como una especie de rondó. Aquí el compositor invoca la desolación en medio de un inquietante estatismo por medio de un pedal ostinato. Comprobamos el uso de ese recurso compositivo, desde el principio, con la exposición del referido tema de Dvořák que parece engancharse sobre la nota re bemol; un tropiezo que subrayan y sostienen la flauta con la trompeta al unísono. Suk superpone, a continuación, el resto del motivo de su maestro convertido en gemidos de violines en divisi. Esta capacidad para manipular y trocear un motivo a diferentes niveles le permite avanzar hacia pasajes bitonales presentes en compatriotas suyos, hoy más prestigiosos que él, como Leoš Janáček y Bohuslav Martinů. Suk nunca ocultó su modelo austrogermano. Por ello, al igual que Dvořák cosechó la admiración de Brahms, él la tuvo de Mahler y hasta de Alban Berg.
En los diferentes episodios de esta especie de rondó, que es el segundo movimiento, Suk también reelabora una variante cromática del tema del destino que adopta el aire de marcha fúnebre de tinte mahleriano. Y vuelve a construir el clímax del movimiento, como en el primero, con otra fórmula basada en los temas del destino y la muerte; esta vez parte de una fuga en pianissimo servida por el pizzicato de la cuerda que se encamina hacia esa extraña escala de tonos enteros, que representa, para el compositor, la ausencia de vida (puede escucharse a partir de 5:25).
Hrůša no sólo borda el ambiente de este segundo movimiento, sino que eleva el tercero, una danza afrontada a vida o muerte. Quizá haya que ser checo para conseguir que una orquesta pronuncie esta música con semejante naturalidad. Suk vuelve a conjugar, una vez más, los tres temas que ya conocemos: el destino, la muerte y el arranque de la misa de difuntos de Dvořák. Pero obra el milagro de que nos suenen diferentes, pues la música resulta ahora plenamente dinámica y hasta frenética. Estructuralmente, Suk tampoco se limita a la habitual sucesión de scherzo-trio-scherzo, sino que añade un andante, como una especie de oasis de paz y emoción, y termina con una nueva recapitulación del scherzo, ahora más diabólica e imponente. El discurrir de estas dos últimas secciones (a partir de 4:31), que abarcan las tres cuartas partes del movimiento, constituyen otro momento feliz de esta nueva grabación de BR-Klassik. No dejen de escuchar, por ejemplo, la celestial espesura del appasionato (7:05), pero tampoco se pierdan el infernal fragor del più animato (11:04) que cierra el movimiento y la primera parte de la sinfonía.
La segunda parte se transforma en un retrato de Otilka. No pretende ser una fotografía, sino una imagen mental y, sobre todo, espiritual. Una efigie de su alma que ocupa la sección central de este adagio, cuya simétrica estructura podría traducirse en letras como ABB’A. Todo surge, una vez más, a partir de los tres temas que ya conocemos. Pero esta vez Suk introduce un rayo de esperanza tras la desolación que abre el movimiento (A). En la sección central (B) elabora el referido gemido de los violines del segundo movimiento hasta transformarlo en un arrullo (2:45). Aparece, a continuación, un solo de violín que representa la pureza y nobleza del alma de su amada Otilka. Y, cuando todo indica el retorno de la desolación inicial, el solo del violín vuelve a acunarnos y nos cuenta la historia que ya conocemos con otras palabras (B’). La penumbra no se rinde y regresa, para terminar, anudada a ecos de los temas del destino y de la muerte.
Pero el movimiento final, adagio e maestoso, es el verdadero desenlace de la obra. Y, como todo buen relato, incluye un giro final inesperado. Suk se pregunta, tal como indicamos arriba, cómo podría seguir adelante sin Otilka. Se debate entre el dolor, la impotencia, la culpa y la ira. Su discurso conjuga los tres temas de la sinfonía y separa cada segmento por una pausa general. Empezamos con una punzada en el corazón propulsada por los timbales y ejecutada por la cuerda. Le sigue un denso clímax cromático súbitamente interrumpido (0:39). A la impotencia da paso la culpa convertida en un breve coral religioso (1:27). Pero Suk opta por la ira diabólica y todo se encamina hacia un baile frenético (1:53). Y, tras un pequeño reposo (4:06), se enfrasca en un brutal fugato(5:03) que conduce al borde del abismo con ese rugir de los timbales con el trémolo de la cuerda (7:21). Parece un adiós a la vida, pero se demora el desenlace. Justo en ese momento acude el arpa al rescate en un giro dramático idealmente wagneriano (9:23). Entonces cambia lentamente la iluminación y emerge un brillo etéreo derivado del modo mayor. El compositor desata todos los nudos y disipa todas las dudas al rememorar comprimida toda la composición en positivo; ahora, por ejemplo, las cuartas aumentadas disonantes, del tema de la muerte, se convierten en cuartas justas perfectamente consonantes. La música se diluye en un camerístico agradecimiento. Una mirada a un cielo completamente azul y despejado.
Esta secuencia de sensaciones, que plantea el movimiento final, funciona a la perfección en manos de Hrůša. Pero Suk no quiso condicionar la impresión del público en su estreno, más allá de revelar la dedicatoria a Dvořák y Otilka. Para la primera ejecución de la sinfonía, el 3 de febrero de 1907, en el Teatro Nacional de Praga, no permitió que se imprimiese ninguna alusión programática o explicación poética de la obra. Es más, para la segunda ejecución, tres semanas después, el director de orquesta Karel Kovařovic insistió al compositor. Y Suk se lo aclaró en una carta: “He estado pensando en ello y creo que será mejor si no lo hacemos tampoco esta vez. El público sabe de qué trata, después de todo… Dejemos que la obra haga efecto sin dicho programa. Su fabulosa comprensión e interpretación habla mucho más que todas las explicaciones poéticas, y, en una interpretación tan ideal, mi trabajo seguramente dirá a las almas receptivas todo lo que pretendía decirles”.
La consecuencia de ese hermetismo fue la incomprensión. Y la sinfonía se confundió con una especie de réquiem. Lo comprobamos en el análisis que publicó Karel Hoffmeister, en 1912, cuando la sinfonía se volvió a programar en la inauguración de la Sala Smetana de la Casa Municipal, la famosa sede del Festival Internacional de Música Primavera de Praga. La obra ya se había escuchado en Alemania, a finales de 1907, y, en enero de 1909, Willem Mengelberg la dirigió en el Concertgebouw de Ámsterdam. Se había reconocido internacionalmente su calidad, aunque no su valía. A pesar de todo, la prensa checa ya la había encumbrado con sonoros titulares: “pináculo de la música sinfónica checa” escribió la revista Dalibor y Emanuel Chvála, el principal crítico de Praga, publicó un encendido elogio en el periódico Politik: “Es la música más moderna que tenemos y probablemente permanecerá entre las más duraderas”. Pero no faltaron nunca crónicas que insistían en la “profunda, asombrosa e incluso devastadora impresión” que provocaba entre el público.
Suk necesitaba un director de orquesta capaz de revelar la verdadera dimensión de su sinfonía. Lo encontró, en 1919, en Václav Talich. Su interés por la obra animó al compositor a emprender una revisión de la partitura dos años más tarde. Talich copió en su partitura todas los cambios de Suk, como el añadido opcional de partes para una quinta y sexta trompa, y la convirtió en una fuente fundamental de la obra. El estreno de la versión final se produjo el 25 de febrero de 1922 al frente de la Filarmónica Checa que contó, entre sus violines, con un joven discípulo de Suk llamado Bohuslav Martinů; pasado el tiempo, en 1944, y en otro momento tan habitado por la muerte, este compositor también aludió a Azrael en su Tercera sinfonía, al citar el motivo que Suk había extraído del Réquiem de Dvořák.
Talich no sólo le ayudó a revisar la partitura, sino que se convirtió en su principal intérprete hasta 1944, en que los nazis le despidieron y cerraron el Teatro Nacional. Y, tras la guerra, realizó la primera grabación discográfica de la sinfonía, en 1952 y con la Filarmónica Checa, que sigue siendo hoy una referencia. Suk encontró en Talich un fiel amigo, pero también el principal valedor de su música. Fue él quien mejor comprendió el mensaje de la Sinfonía “Azrael”: “¿Una sinfonía de la muerte? ¿Sobre el fin de la vida? ¿Un canto de desesperación? ¡En absoluto! Suk compuso un himno acerca del intercambio entre la vida y la muerte, donde lo sombrío, ahora más que nunca, se vuelve luminoso y optimista… Al final, la luz y la oscuridad se unen. La vida y la muerte encuentran acomodo y se reconcilian”.
El propio Suk había escrito algo similar en una carta al crítico Emanuel Chvála: “Al margen de mi dolor, escribí este trabajo para mi propio consuelo, ¡que sirva también a otros que sufren!” Y comprobó muchas veces el efecto que su obra provocaba entre el público: “Se ha dicho de este trabajo, y de otros míos, que son subjetivos en extremo. Por supuesto, provienen de la experiencia de la vida, pero con su contenido musical y humano se dirigen a toda la humanidad. Cuando se escucha el suave y misterioso acorde de do mayor, tras lo tormentoso y angustiado del movimiento final de la sinfonía, veo con frecuencia lágrimas en los ojos del público, y esas lágrimas son de alivio, son lágrimas que purifican y elevan; en todo caso, no son sólo mis lágrimas”.
Azrael visitó a Suk, el 29 de mayo de 1935. Acababa de regresar de Praga a su casa en Benešov, tras atender los exámenes finales en el Conservatorio entre toses y molestias cardiacas. Cayó súbitamente en la acera, al salir de su apartamento en la calle Husova. Lo llevaron a casa y el doctor tan sólo pudo certificar un ataque cardiaco fulminante. Le falló el corazón, como a su maestro Dvořák y a su amada Otilka. En su funeral, Talich dirigió su Marcha fúnebre en do menor, una juvenil página posromántica para orquesta de cuerda de 1889, que había revisado en 1934 pensando en la cercanía de su final. Para él, do menor era el tono de la muerte y do mayor el de la vida. Esperemos que nuestra realidad module pronto a una tonalidad más propicia.