Otra vez los Premios Nacionales
Desde su creación es una vieja discusión la de la pertinencia o no de unos Premios Nacionales que, además, a lo largo del tiempo, han ido cambiando su mecánica. Así como en el caso de los dedicados a la literatura lo que se premia son obras publicadas en el ejercicio anterior, en los de música se desdobla el galardón en dos opciones al compositor y al intérprete, teniendo más en cuenta su trayectoria más o menos dilatada que lo hecho en el último ejercicio. La literatura tiene, además de hacerlo a los libros considerados como mejores de cada año, la posibilidad de premiar carreras con el Nacional de las Letras Españolas y con el Cervantes, abierto este a escritores del ámbito lingüístico del español, incluyendo, por tanto, a los hispanoamericanos. En el caso de la música, a los Nacionales se añade el Tomás Luis de Victoria, pero es este un premio privado que, por tanto, no cuenta a efectos de promoción oficial de nuestras artes.
Así, pues, y tras su reciente convocatoria, vuelve la duda acerca de si los premios nacionales de música debieran dedicarse mejor a señalar estrenos de evidente interés —como en buena parte de su historia— o artistas claramente emergentes que a reconocer creaciones ya cumplidas; si vale más la pena apoyar a un o una joven que empieza o tapar esos huecos que la propia idiosincrasia de los galardones han dejado por el camino. Por otra parte, da la sensación de que es asunto que tampoco interesa tocar demasiado. No molesta más que a los del gremio correspondiente cuando los protagonistas ven que corre el escalafón y no les llega. Y, además, es más fácil mantener el esprit de corps que seguir lo que se hace todos los días. Un poco de revuelo, no demasiado, cuando se hacen públicos, cuatro comentarios más o menos tópicos en la prensa no especializada, a veces —cuando el interesado se lo puede permitir— alguna salida de tono y todos contentos hasta el año próximo, a ver si por fin toca.
Pero hay otra cuestión que interesa reseñar por muy desapercibida que sus responsables crean que vaya a pasar y que se produce cada vez que, desde hace años, se anuncian los Premios Nacionales. Y fijémonos, concretamente, en los que afectan al Instituto Nacional de las Artes Escénicas y de la Música. En su convocatoria se establecen las normas que rigen los mismos y, naturalmente, la composición de los jurados. Pues bien, y ello sucede en casi todos sus compañeros —no en el Premio Nacional de Tauromaquia, curiosamente o no tanto—, en cada uno de esos jurados aparece alguien —“una persona designada a propuesta de un centro o departamento académico dedicado a la investigación desde la perspectiva de género”, dice el BOE— en representación de organismos como Mujeres de la Industria de la Música, el Instituto Universitario de Estudios de la Mujer (IUEM) de la Universidad Autónoma de Madrid o la Plataforma Universitaria de Estudios Feministas y de Género. En este último caso, la persona designada será jurado del Premio Nacional de Circo, el Premio Nacional de Teatro y el Premio Nacional de Danza, lo que, ciertamente, más parece propio de una suerte de comisariado político —no parece haber relación entre su preparación teórica y su función práctica— que de una más bien imposible multiespecialización.
Produce cierta incomodidad apreciar esa apelación a un control que desmiente el fondo de libertad profunda en que debe desarrollarse el trabajo de un jurado que decide, nada menos, lo mejor de cada año en materia de artes escénicas y de música, lo artísticamente excelente. El asunto podría tomarse como una voluntariosa manifestación de buenas intenciones siempre y cuando no se forme parte de aquellos a quienes se les pide que se inmolen en el altar de las cuotas simplemente por haber nacido en mal momento, aunque nadie se acuerde de ellos cuando hayan muerto. También hasta criticarse desde su clara insuficiencia, pues faltan en las filas de esos jurados otras asociaciones que velan por identidades igualmente vulnerables, así la raza, el género más allá de lo binario o la limitación física. Y de ahí a un absurdo que acaba por diluir la intención de quien puso en práctica el procedimiento.
Dicho lo cual, ¿de verdad cree el Ministerio de Cultura que es necesario que los estudios de género estén de oficio en el jurado de unos Premios Nacionales? ¿Debe seguir siendo un pequeño impuesto a pagar al Ministerio de Igualdad en forma de pedagógica insistencia al mundo de las artes y las letras? ¿No tienen nada que decir esos mismos jurados a los que se controla de modo tan poco sutil? ¶