Oler, ver, escuchar
En su interesantísimo libro Color. Historia de la paleta cromática (Ed. Capitán Swing), la antropóloga Victoria Finlay recupera el uso de una palabra antigua pero escasamente pronunciada: sinestesia. Se trata de la operación por la cual atribuimos una percepción producida por determinado sentido como si respondiera a otro sentido. Ejemplo: decir que un poema es cálido, aunque lo hemos leído con la vista o escuchado con el oído y no con el contacto epidérmico.
El ejemplo que Finlay propone tiene que ver con la música. En cierta ocasión, examinando algunas piezas de los lutieres cremonenses de los siglos XVII y XVIII (Stradivarius, Amati, Guarneri), observó que la caja de un violín estaba compuesta por una madera que, moviendo el instrumento y cambiando la recepción de la luz, semejaba la piel de un tigre. Preguntó a quien se lo había mostrado por qué se había elegido tal material. Se le explicó que gracias a las vetas amarillentas que cruzaban la madera castaña se conseguían matices más o menos luminosos del sonido. Es decir que se estaba trasladando a lo sonoro un fenómeno visual. El amarillo era más claro y el castaño más oscuro como timbre de determinadas notas musicales. Sea o no posible el fenómeno, lo cierto es que se estaba ante una explicación sinestésica.
El hecho no resulta aislado sino que ha inquietado a más gente. Aldous Huxley sostenía que olió en un concierto cierto perfume y comprobó que emanaba, al menos en su imaginación, de un pasaje de la música que estaba escuchando. Incluso le pareció que el aroma era anterior a ella. Thomas Wilfred inventó la palabra claviluz para señalar la impresión de que el timbre del clavecín emana alguna luminosidad, es decir que lo sonoro es, la vez, visible. Scriabin [en la foto] veía el rojo en el acorde de la mayor y Sibelius “oía” en la misma tonalidad una estufa. Al margen, porque no se refiere a la música, Ortega y Gasset aseguraba que las mujeres pelirrojas huelen a Cuero de Rusia.
Esta sociedad de sentidos cobró calidad sistemática en el ya citado Alexander Scriabin, con su aparato para proyectar los colores que van “traduciendo” algunas de sus partituras. El resultado estético, cuando pude comprobarlo en una película de cine, no me convenció demasiado pero era indudable la eficacia plástica del artilugio. En cualquier caso, es preferible que la música se asocie a las artes visuales antes que se la someta a intrusivos discursos filosóficos, éticos o políticos. Naturalmente, este es otro tema.
Lo que se puede resaltar de lo anterior es la que podemos llamar “función axial” de la música, porque es ella la que suscita las percepciones que, en principio, no le corresponden. La vibración armónica, pues de ella se trata, no sólo sugiere imaginariamente sino que causa colores y perfumes cuando no temperaturas y temblores. Es entonces cuando experimentamos cómo todo nuestro organismo, ese enjambre de sensibilidades, actúa con combinaciones verticales y horizontales de notas, y que de alguna manera todo nuestro cuerpo está involucrado. Y si se da esta experiencia de conjunto corporal, cuando la vibración armónica logra la unificación simbólica de nuestra estructura sensible y sensitiva, entonces ya no somos mero cuerpo sino también alma. Recomiendo la lectura de Victoria Finlay y le agradezco su libro con esta página.
Blas Matamoro