NUEVA YORK / Una ‘Lucia’ demasiado atractiva en el Met

Nueva York. Metropolitan Opera. 2-V-2022. Donizetti: Lucia di Lammermoor. Nadine Sierra, Javier Camarena, Artur Rucinski, Matthew Rose. Director musical: Riccardo Frizza. Director de escena: Simon Stone.
¿Puede una producción de ópera ser demasiado atractiva? No hay duda de que la nueva Lucia di Lammermoor firmada por Simon Stone capta desde el primer momento la atención, que se mantiene hasta el final. El decorado giratorio de Lizzie Clachan describe la acción de forma hiperrealista justo ahí donde Stone quiere: en una pequeña ciudad de mala muerte en el actual ‘cinturón del óxido’ del centro de Estados Unidos, con su farmacia y su casa de empeños iluminadas con luces de neón, furgonetas con plataforma y un autocine que proyecta, en glorioso blanco y negro, la película de 1947 My Favorite Brunette, protagonizada por Bob Hope y Dorothy Lamour, lo que se antoja bastante incongruente hasta que uno cae en la cuenta —¡qué listo es Stone!— que Lucia, que está de fiesta con Edgardo, es en realidad su morena favorita, y su cita está llena de esperanza (Hope) y de amor (Lamour). Después se dirigen a un motel cercano para un revolcón amoroso. Pero hay otra pantalla de cine mucho más grande, que desciende periódicamente para llenar la mitad superior del arco del proscenio y mostrarnos otras facetas de Lucía, cubiertas en directo por un equipo de cámaras: divertida y coqueta, con —quién lo habría sospechado— un (modesto) talento para el dibujo con acuarela.
Lo extraño de esta Lucia (y no es la única cosa extraña) es que, aunque la plataforma giratoria no deja de dar vueltas y la gran pantalla va igualmente a todo trapo, el resultado de tanto movimiento sea la Lucia menos emocionante que he visto nunca. Stone parece haber olvidado que también existe una ópera, con un carácter musical y una atmósfera que no concuerdan con su prefabricada glosa de Donizetti, el libretista Salvatore Cammarano y Sir Walter Scott, cuya Novia de Lammermoor inspiró a ambos. Y del mismo modo que el australiano Stone, de 37 años, no tiene nada importante que decir sobre el Romanticismo británico o italiano de principios del siglo XIX, tampoco ofrece ni aporta ningún comentario mínimamente incisivo sobre la América ‘profunda’ de nuestros días, a la que parece contemplar con una actitud de petulante sarcasmo, sin ninguna implicación emocional, ni mucho menos intelectual.
Lo más frustrante fue que la interpretación musical estuvo muy por encima de la visual. Desde el primer momento, el director Riccardo Frizza —un espléndido donizettiano, como sugiere su condición de director musical del festival homónimo del compositor en Bérgamo— supo evocar las atmósferas adecuadas incluso cuando la escena se mostraba impotente. Comenzó el sexteto con una suavidad cautivadora, y fue en este momento cuando, por una vez, la situación escénica permaneció básicamente inmóvil y se permitió a la música afirmar su primacía. Por desgracia, no duró: el resto del acto se fue a pique con una ridícula pelea femenina entre las invitadas a la boda.
Nadine Sierra es indudablemente fotogénica y cantó su Lucía con una voz encantadora; sin embargo, con demasiada frecuencia parecía estar desmenuzando la música, en lugar de dejarla fluir, probablemente como consecuencia de todos los trasiegos escénicos (y videográficos) a los que tenía que acomodarse. Javier Camarena fue un Edgardo atractivo —demasiado atractivo, en mi opinión, con una imagen tierna en desacuerdo con el heroísmo romántico del personaje— y su música resulta tal vez demasiado pesada para su total comodidad; para compensar, tendió a exagerar el canto. La mejor interpretación de la noche fue, sin duda, la de Artur Rucinski como Enrico: aunque su cavatina inicial se vio perjudicada por las múltiples distracciones introducidas por Stone, estuvo magnífico en la posterior cabaletta, coronada por un resonante y sostenido Sol agudo. Pese a ser el personaje más antipático de la ópera —aquí un borracho repulsivo, tatuado y fumador empedernido— su Enrico fue el único que realmente captó mi interés; su escena del tercer acto con Camarena proporcionó los diez mejores minutos del espectáculo. Matthew Rose fue un excelente y rotundo Raimondo (aunque ¿cómo puede ser que estos andrajosos Ashtons tengan un capellán residente?), y Deborah Nansteel cantó una Alisa eficazmente solícita, a quien no se le ocurre otra cosa que llamar al 911 —¿o era al canal local de Fox News?— cuando, en una proyección muda durante la escena de la locura, Lucia se pega un tiro en la cabeza.
Pero, dicho todo esto, no puedo negar que esta Lucia es digna de verse, como lo eran los montajes de Tristán e Isolda, La traviata y La ciudad muerta de Stone. El único problema es que en todos ellos el regista insiste obstinadamente en ir por un camino, mientras que la música —el camino de los compositores— va de forma más persuasiva por otro.
Patrick Dillon
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