NUEVA YORK / Una excepcional ‘Flauta mágica’ encandila el Met
New York, Metropolitan Opera, 22.V.2023. Mozart, Die Zauberflöte. Erin Morley, Kathryn Lewek, Lawrence Brownlee, Thomas Oliemans, Stephen Milling. Dirección musical: Nathalie Stutzmann. Dirección escénica: Simon McBurney. Escenografía: Michael Levine (decorados), Nicky Gillibrand (vestuario), Jean Kalman (iluminación), Finn Ross (proyecciones), Gareth Fry (sonido).
¿Cuántas veces el público de una ópera acaba uniéndose en una gran y embriagadora euforia colectiva? Tal fue la sensación durante la producción de Die Zauberflöte que estos días presenta el Met, una experiencia vertiginosamente gozosa que me hizo volver a casa con el ánimo exultante. La incansablemente inventiva producción de Simon McBurney, estrenada en Ámsterdam en 2012, es a la vez sencilla y enormemente compleja en su combinación de artesanía escénica de viejo cuño y destreza tecnológica de nuestros días. El decorado de Michael Levine, hábilmente mutable, no es mucho más que una plataforma suspendida por cables sobre un escenario desnudo, un foso de orquesta elevado y una pasarela. En la parte izquierda del proscenio, un artista pertrechado con una pizarra dibuja palabras e imágenes que se proyectan (a veces, junto con sus manos ocupadas) en una gran tela: “eine felsige Landschaft” se convierte así en un dibujo encantadoramente infantil del paisaje rocoso en cuestión. Su homóloga en el extremo derecho es una artista de foley igualmente atareada, con un variado arsenal de ruidos evocadores a su disposición. Los intérpretes entran y salen por los pasillos y puertas laterales del Met; el flautista principal de la orquesta es requerido por Tamino para que actúe en el escenario, y lo mismo sucede con un pianista del Met, reclutado para tocar el glockenspiel de Papageno. Durante el preludio del segundo acto, Sarastro, vestido como un alto ejecutivo, sale a la pasarela con un micrófono en mano para dirigir su discurso inicial directamente al público, y luego se dirige al escenario para presidir una reunión de su “consejo de administración” en la mesa de conferencias, que es el último disfraz de la versátil plataforma central, que se eleva, cae y se inclina a voluntad. Para su prueba iniciática en el agua, Pamina y Tamino “nadan” en el aire por encima del suelo del escenario. En la puesta en escena de McBurney, las sorpresas se convierten en la norma, y mantener al público activamente entretenido es tanto su objetivo como lo fue el de Emanuel Schikaneder, cuando este gran hombre de teatro escribió el texto, produjo, puso en escena y cantó Papageno en la ópera de Mozart. Si se hubiera levantado de su tumba vienesa para ver la Flauta del Met -y una vez superado el shock de dos siglos de avances tecnológicos- seguramente habría reconocido en McBurney un espíritu muy afín.
La ópera se representó en alemán, con sus extensos diálogos hablados, pero nunca me he encontrado con un público más atento a lo que se decía. La primera vez que vi esta producción fue en vídeo, después de su estreno en Ámsterdam, y me preocupaba el que sus generosas virtudes teatrales llegaran a perderse en un auditorio que duplica con creces el tamaño de la Ópera Nacional Holandesa. No puedo hablar de la parte superior del Met, pero desde mi perspectiva todo llegó a la perfección.
También musicalmente rayó esta Flauta a gran altura. Nathalie Stutzmann y la orquesta parecían disfrutar de su rara visibilidad, con una maravillosa sensación de camaradería entre el escenario y el foso elevado. No hubo un eslabón débil entre los cantantes, desde el entonado trío de niños y las excepcionalmente atractivas Tres Damas hasta el ágil Monostatos de Brenton Ryan; desde la vivaz Papagena de Ashley Emerson hasta el rotundo y sonoro Orador de Harold Wilson o el imponente Sarastro de Stephen Milling -con el timbre adecuado para el papel, a pesar de ciertas dificultades en las notas más graves. El extenso registro de la Reina de la Noche no presentó problemas para Kathryn Lewek, que siempre ha sido una excelente Reina, pero en la visión desglamourizada de McBurney, ya fuera cojeando con un bastón o empujando furiosamente una silla de ruedas, era en verdad una mujer poseída, cantando con una precisión y un desenfreno realmente olímpicos. Lawrence Brownlee, con una voz más grande que la de la mayoría de Taminos, cantó maravillosamente, como también lo hizo la soprano Erin Morley, de voz más ligera que las Paminas clásicas alemanas (Grümmer, Janowitz); su “Ach, ich fühl’s” estuvo exquisitamente expuesto y fraseado. Así y todo, el alma del espectáculo de McBurney, como lo ha sido desde su estreno en Ámsterdam, es el genial y desaliñado Papageno de Thomas Oliemans; clavando todos sus gags, pero sin abusar nunca de ellos, su interpretación fue una fuente constante de deleite, y no me cabe duda de que tanto él como su director hubieran obtenido el sello de aprobación del propio Schikaneder.
Patrick Dillon
Fotos: Karen Almond/Met Opera