NUEVA YORK / ‘The Life and Times of Malcolm X’: el Met se rinde al marketing

Nueva York. Metropolitan Opera. 14-XI-2023. Davis: X – The Life and Times of Malcolm X. Leah Hawkins, Raehann Bryce-Davis, Victor Ryan Robertson, Will Liverman. Dirección musical: Kazem Abdullah. Dirección escénica: Robert O’Hara.
Ha pasado mucho tiempo desde que leí por primera vez la autobiografía de Malcolm X, en una época en que era una lectura obligatoria para cualquier universitario con inclinaciones contraculturales. El libro, publicado sólo ocho meses después del asesinato en febrero de 1965 del legendario líder de los derechos civiles, se considera hoy un clásico del género.
El pasado 29 de octubre, la Metropolitan Opera organizó un maratón de dieciocho horas de lectura de la obra en el que participó un imponente grupo de figuras procedentes de la escena, la pantalla y la política para revivificar su prosa aún resonante. Yo no estuve allí, pero estoy bastante seguro de que la experiencia fue más absorbente que el acontecimiento que promocionaba: el estreno en el Met, esa misma semana, de la ópera X, el tratamiento operístico que realizó en 1986 Anthony Davis sobre la vida de Malcolm.
Davis era un experimentado hombre de jazz, pero un novato en la ópera cuando compuso X a partir de un tratamiento argumental de su hermano Christopher y un libreto de su primo Thulani Davis. Los tres, al parecer, estaban más interesados en crear un icono granítico que en presentar a un hombre de carne y hueso; un modelo, supongo, fue Satyagraha, la ópera sobre Gandhi de Philip Glass de unos años antes. Olvídense de la chispa, del dinamismo, del empuje y del humor del Malcolm de la autobiografía: no los encontrarán por ninguna parte en la versión de los Davis, y en el Met su ausencia se vio agravada por la plomiza interpretación de Will Liverman en el papel principal. Liverman -de baja estatura y algo regordete- se parece muy poco al esbelto y elegante Malcolm; y cuando se ve obligado a compartir el escenario con una foto gigante del hombre al que está encarnando, no cabe duda ninguna sobre cuál de los dos posee mayor magnetismo.
Las palabras cantadas por Liverman eran difíciles de entender, pero también lo eran las de casi todos los demás. La partitura de Davis, muy dependiente de su admirable octeto de jazz, Episteme, no sostiene ni apoya las voces; la mayoría de las veces las oscurece, y este crítico acabó deseando que los cantantes tuvieran micrófonos y actuaran en un estilo más jazzístico, más cariñoso con las palabras y menos operístico. Y sus frases vocales rara vez prenden: Davis ignora una y otra vez las oportunidades que le brinda el libreto para una gran aria o dúo, ofreciendo en su lugar una suerte de genérico sube y baja vocal que no favorece a los intérpretes ni ilumina los personajes que interpretan. (Una notable excepción es el desenvuelto número del primer acto para Street, un personaje del tipo Sportin’ Life servido de forma brillante por el tenor Victor Ryan Robertson -quien más tarde, como Elijah, mentor y posterior enemigo de Malcolm, tuvo más que hacer, pero menos en lo que brillar). La ecléctica partitura -el programa de mano cita una docena de influencias, de Wagner a Coltrane- abunda en momentos de atractiva instrumentación, pero las escenas nunca acaban de construirse individualmente ni de adquirir peso acumulativo en el conjunto. La hora que dura el primer acto podría reducirse perfectamente a la mitad sin merma del resultado. Los dos momentos más emocionantes de la obra son los disparos que la abren y la cierran; lo que sucede entre medias es, en su mayor parte, un mero pasar el tiempo.
En probable compensación por el inmanejable tamaño del Met, la producción de Robert O’Hara apostó por lo grande, por lo más grande, por lo más más grande, con un gigantesco decorado (de Clint Ramos) que me recordaba al plató de un concurso televisivo, iluminación y proyecciones en movimiento casi perpetuo, y una coreografía igualmente incesante. En vez de una historia envolvente, se sirve al público un desfile de atracciones que parece querer ocultar lo que, a pesar del estupendo material de partida, es la palpable falta de una.
Los cantantes secundarios lo hicieron bien en sus poco lucidos roles, pero daba pena ver, por ejemplo, a una intérprete tan brillante como Raehann Bryce-Davis desperdiciada por partida doble. El director Kazem Abdullah saltó con agilidad de un estilo a otro, y los coristas de Donald Palumbo supieron dar lo mejor de sí. Todos parecían felices con las bonitas camisetas con el logo X que llevaban cuando se levantó el telón al final del espectáculo. Esta nueva propuesta del Met es un triunfo del marketing, y su próxima retransmisión en directo en alta definición garantiza a X una audiencia mucho mayor de la que ha tenido en sus treinta y siete años anteriores.
Pero para conocer al verdadero Malcolm, lean el libro.
Patrick Dillon