NUEVA YORK / Soberbia Radvanovsky en la ‘Medea’ de Cherubini
Nueva York. Metropolitan Opera. 5-X.2022. Cherubini: Medea. Sondra Radvanovsky, Janai Brugger, Ekaterina Gubanova, Matthew Polenzani, Michele Pertusi. Director musical: Carlo Rizzi. Director de escena: David McVicar.
La pregunta sigue en el aire: ¿es la Medea de Luigi Cherubini —o Médée, por citarla en el original francés estrenado en la Opéra-Comique en 1797— una obra maestra con méritos propios, o simplemente un vehículo para el lucimiento de una prima donna? A lo largo de los años me he inclinado por esta última hipótesis: conocí la ópera a través de la soberbia interpretación de Maria Callas en sus diferentes versiones grabadas, y aunque me fascinó su encarnación de Medea, no me enganchó mucho la ópera Medea. Esa impresión no se vio alterada por mis ocasionales encuentros con la obra en el escenario: en su crítica de la producción de la New York City Opera de 1974, The New York Times declaró que la ópera era “un solemne tostón” (algo con lo que estuve de acuerdo), mientras que la puesta en escena de Fiona Shaw en Wexford en 2017 era tan escandalosamente mala que ni siquiera el epíteto ‘aburrido’ le cuadraba.
Todas estas Medeas utilizaron una versión abreviada que Cherubini pergeñó para Viena en 1809, en italiano, que a su vez se convirtió en la base de la extensa revisión realizada en 1855 por Franz Lachner de 1855, en alemán, con recitativos cantados que sustituyen al diálogo hablado original. Para el debut de la obra en la Scala en 1909, la edición de Lachner se tradujo al italiano, creando así el producto híbrido que suele escucharse desde entonces con más asiduidad. Se trata precisamente de la versión que el Met ha empleado para el tardío estreno de la ópera en el coliseo neoyorquino, y he de confesar que, para mi gran sorpresa, me ha impresionado enormemente, en gran medida gracias a la muy digna puesta en escena de David McVicar y, sobre todo, a la magistral dirección musical de Carlo Rizzi, quien logra hacernos comprender la admiración que sentía Beethoven por esta partitura.
Así y todo, el fuego lo encendió, como por otra parte era previsible, Sondra Radvanovsky, quien nos brindó una de las interpretaciones más absorbentes que he podido presenciar nunca en un escenario de ópera. Ataviada con un espectacular traje negro de noche diseñado por Doey Lüthi, la soprano supo moverse con la elocuencia expresiva de una bailarina, sin dejar de explorar ningún resquicio de la compleja estructura emocional del personaje. Sin embargo, desde el punto de vista vocal, el papel no se antoja el idóneo para ella: está escrito para una voz que se construye de abajo a arriba, no, como la suya, de arriba abajo. Las notas agudas llenaron la sala de forma emocionante, como siempre lo hacen, y la soprano no se contuvo, pero muchos de los pasajes que exigen el uso del registro grave carecían de presencia e impacto, demostrando que Radvanovsky, que puede trazar con la máxima precisión una línea verdiana, tiene más dificultades cuando se trata de lidiar con los registros oscilantes de un Cherubini. Pero se trata de observaciones a posteriori; siempre que estuvo presente sobre el escenario —es decir, durante casi toda la ópera, desde su esperada entrada—, me quedé tan asombrado como absorto.
La producción de McVicar, un hermoso estudio en tonos broncíneos y marrones sitúa la ópera en un indeterminado lugar a principios del siglo XX, con los hombres en esmoquin y uniformes militares y las mujeres con atuendos apropiados para una boda. El espacio escénico estaba presidido por paneles que se abrían y cerraban en un falso proscenio para modificar el área donde tenía lugar la acción; abiertos, revelaban un gigantesco espejo angular que ofrecía una visión distorsionada y un tanto pesadillesca de la trama. La puesta en escena, con su enfoque #MeToo, resultó clara y coherente; es un placer no tener que citar una letanía de estupideces cortesía del Regietheater.
La prima donna estuvo secundada por un buen reparto, aunque nadie alcanzó su estratosférico nivel. Matthew Polenzani cantó bien, pero tanto en voz como en presencia brindó un Giasone algo ligero de peso; Michele Pertusi cantó y actuó un Creonte imponente, si bien actualmente su voz presenta una cierta sequedad; y, pese a que Janai Brugger estuvo encantadora embutida en el vestido de novia de Glauce, eché de menos a la soprano ligera y afilada que escucho en mi mente. Ekaterina Gubanova, quien tuvo como Neris una de las mayores oportunidades de lucimiento vocal de la ópera (Solo un pianto), resolvió su parte con solidez, aunque sin una particular belleza tímbrica.
Desde el punto de vista puramente instrumental, hay que destacar el obbligato del fagot de esta misma aria, que fue uno de los muchos y agradables momentos solistas que surgieron del foso a lo largo de la velada. Carlo Rizzi extrajo lo mejor —que es mucho — de la orquesta del Met, y logró un hábil equilibrio expresivo entre el orden clasicista y los estruendos del incipiente romanticismo. En consecuencia, la partitura resonó con una altura que este crítico nunca había apreciado. Al caer el telón, el teatro, casi lleno, ovacionó a Radvanovsky con gran y merecido estruendo. Sin embargo, hoy puedo afirmar que buena parte de los vítores y aplausos pertenecían al propio Luigi Cherubini.
Patrick Dillon
(Foto: Marty Sohl – Metropolitan Opera)