NUEVA YORK / El Met despide con ‘Hamlet’ de Brett Dean su primera temporada post-covid

Nueva York. Metropolitan Opera. 31-V-2022. Dean, Hamlet. Brenda Rae, Sarah Connolly, Allan Clayton, Rod Gilfry, John Relyea. Director musical: Nicholas Carter. Director de escena: Neil Armfield.
El Met ha estado promocionando enérgicamente la ópera Hamlet de Brett Dean, su última nueva producción de la temporada 2021-22, respaldada por una fuerte dosis de publicidad gratuita por parte del New York Times. La pregunta es: ¿ha estado a la altura de las expectativas? La respuesta es: no.
Dean (australiano, nacido en 1961) partía con una ventaja nada desdeñable: un libreto de Matthew Jocelyn que, aunque mantiene el sentido básico de la obra, deconstruye de forma inteligente y eficaz el texto de Shakespeare, transponiendo y reasignando frases de un lugar y/o personaje a otro: por ejemplo, las primeras palabras de Hamlet son ‘o no ser’, sin el ‘ser’ inicial, arrancadas de su contexto original en el acto tercero de la obra. Pero la partitura de Dean presta poca atención a las palabras de Shakespeare y de Jocelyn: no más de un tercio de ellas son fácilmente inteligibles, y el resto caen víctimas de una incómoda escritura vocal o de una orquestación decididamente hostil (los subtítulos del Met en la parte posterior de las butacas fueron como, de costumbre, irritantes, desviando repetidamente la atención del público del escenario, donde debe estar).
La ópera está cuajada de llamativos sonidos, desde las graves resonancias de los compases iniciales hasta los desconcertantes pitiditos que emanan de los laterales del auditorio, sin olvidar el acordeón que acompaña inquietantemente a los ejecutantes. Aun así, tuve la sensación de que lo que estaba escuchando era más una banda sonora que una creación verdaderamente ‘operística’ del propio Dean. Lo que realmente me gustaría escuchar es una suite orquestal de este Hamlet.
Hubo además otros problemas. La obra es tan larga como desequilibrada, con un primer acto de cien minutos de duración que se convirtió en una prueba de resistencia, seguido de un segundo acto de una hora, mucho más convincente y digerible. Y, una vez más, el Met demostró ser un teatro poco adecuado para las nuevas óperas: con una capacidad de 3.800 butacas, supera en más de tres veces el tamaño de Glyndebourne, donde Hamlet se estrenó en 2017. La buena puesta en escena de Neil Armfield (con hermosos decorados de Ralph Myers y un elegante vestuario de Alice Babidge, todo ambientado a mediados del siglo XX) se vio lastrada por la enorme distancia respecto de la mayoría de los espectadores, pero supo exponer la acción casi siempre de manera clara, incluso cuando la música de Dean no cooperaba en demasía.
Interpretando papeles que seguramente serían más gratificantes para ser actuados que cantados, todos los integrantes del amplio reparto merecen el elogio. El tenor William Burden, que exhibió la mejor dicción sobre el escenario, fue un Polonio espléndidamente melindroso, mientras que la soprano Brenda Rae (con la peor dicción, algo tal vez perdonable), se lanzó sin miedo a los delirios estratosféricos de Ofelia. Tanto la mezzo Sarah Connolly en el papel de Gertrudis, como el bajo-barítono Rod Gilfry en el de Claudio y el tenor David Butt Philip en el rol de Laertes ofrecieron sólidas interpretaciones, mientras que el barítono Jacques Imbrailo fue un robusto Horacio. Aryeh Nussbaum Cohen y Christopher Lowrey —dos contratenores, una ingeniosa idea de Dean — resultaron deliciosos como los atildados zoquetes Rosencrantz y Guildenstern. Por su parte, el bajo John Relyea, en su triple papel de Fantasma, Rey Jugador y Sepulturero, protagonizó algunas de las mejores escenas de la ópera, extrayendo el máximo partido vocal y dramático de todas ellas. En el papel principal, el tenor Allan Clayton, responsable de su creación en Glyndebourne hace cinco años, cantó y actuó incansablemente, apoderándose del escenario con su voluminosa figura y su sorprendente agilidad.
Nicholas Carter dirigió con —al menos esa impresión tuve — un firme control sobre la gran orquesta que tenía delante, y el propio Dean se encargó de la ‘dirección musical’ de los sonidos electrónicos pregrabados, en el mejor y más sutil uso de tales efectos que recuerdo haber escuchado en el Met. También el coro cantó de forma admirable, tanto sobre el escenario como en los palcos laterales.
Había sin duda mucho que admirar en este Hamlet contemporáneo de Dean. ¿Por qué, entonces, mi mente no dejaba de retroceder un siglo y medio hasta el Hamlet abiertamente anticuado de Ambroise Thomas?
Patrick Dillon