NUEVA YORK / ‘Dead Man Walking’ sigue cosechando éxitos
Nueva York. Metropolitan Opera. 3-X-2023. Joyce DiDonato, Susan Graham, Ryan McKinny. Dirección musical: Yannick Nézet-Séguin. Dirección escénica: Ivo van Hove. Heggie: Dead Man Walking.
La ópera Dead Man Walking ha disfrutado desde de su estreno de una vida extraordinaria: lleva veintitrés años en cartel, se ha representado en docenas de teatros de todo el mundo y se ha grabado comercialmente en dos ocasiones, sin mostrar señales de decaimiento. Ahora ha llegado por fin al Met, donde se anota otro en su larga serie de resonantes éxitos.
Basada en el relato de la religiosa Helen Prejean sobre su inusual ministerio en el corredor de la muerte y en la oscarizada película que inspiró, Dead Man fue la primera ópera de Jake Heggie, quien desde entonces ha escrito cosas mejores. El libreto de Terrence McNally es convincente desde el punto de vista dramático y está muy bien pensado para facilitarle la vida a un compositor; el dramaturgo -ya fallecido- era un reconocido operófilo y sabía exactamente dónde colocar un gran solo, un dúo o un conjunto. Heggie maneja bien la mayoría de estas oportunidades, ayudado sin duda por su experiencia previa como compositor de canciones. Su problema son los recitativos, demasiado abundantes en el largo y expositivo primer acto, y cuya escritura a menudo oscurece el texto y dificulta la dicción de los cantantes. Por ejemplo, el viaje de 200 kilómetros de la hermana Helen desde Nueva Orleans hasta la prisión de Angola provoca un gracioso encuentro con un policía motorizado, pero el espiritual monólogo que lo rodea nunca alcanza una verdadera temperatura musical. Tampoco lo hacen, una vez que llega a la prisión, sus sucesivas conversaciones con el capellán y el alcaide. Y la orquestación de Heggie rara vez consigue impresionar.
El segundo acto funciona mucho mejor en todos los aspectos, y el montaje de Ivo van Hove para el Met extrae de él un gran partido. La estilizada escenografía de Jan Versweyveld -básicamente un escenario vacío con paredes grises desnudas y una gran caja rectangular suspendida en el aire- apenas intenta reproducir los diversos escenarios de la historia: se trata más bien de una prisión sin celdas ni barrotes. Hay un generoso empleo del vídeo, a veces pregrabado (la violación y el asesinato del prólogo, difíciles de ver), a veces grabado en directo por un cámara en el escenario (la ejecución, más difícil de ver aún, aunque muy realista). En todo caso, las cámaras de vídeo que siguen en primer plano a Sister Helen y al condenado Joseph De Rocher en los monólogos paralelos que abren el segundo acto, ponían de manifiesto un problema importante de la producción: las gigantescas imágenes que escudriñaban todos los matices emocionales de los intérpretes eran sencillamente mucho más atractivas de ver que la acción estática del escenario que las generaba. Y vuelvo a repetirlo: el escenario del Met es demasiado grande para que casi cualquier ópera moderna produzca un efecto ideal.
Aun así, me sedujo el hábil trabajo de van Hove con los actores principales, y su puesta en escena, como la propia ópera, fue ganando fuerza a medida que avanzaba. Desde el punto de vista musical, el Met dio lo mejor de sí. El director Yannick Nézet-Séguin, a quien seis días antes había escuchado dirigir un grandioso Requiem de Verdi, sirvió esta partitura mucho más íntima con el cuidado y el compromiso que siempre imprime a las obras nuevas en su feudo neoyorquino. Y el reparto fue de todo punto excelente, hasta en los papeles más pequeños.
Fueron no obstante los tres personajes centrales quienes se llevaron la parte del león. El bajo-barítono Ryan McKinny estuvo espléndido como De Rocher, lírico y poderoso en lo que es, al fin y al cabo, el papel principal de la ópera; fue un verdadero placer ver a este excelente artista recibir por fin su merecido éxito en el Met. Susan Graham, quien creó en su día a Sister Helen, interpreta ahora el pequeño pero decisivo papel de la madre de De Rocher, cantando maravillosamente y dominando cada escena como la gran profesional del teatro que es. Y es difícil imaginar un retrato más rotundo de Sister Helen que el ofrecido por Joyce DiDonato, una interpretación que ha adquirido mayor plenitud y profundidad desde que debutó el papel hace dos décadas, aunque la voz y las maneras no sean tan frescas como entonces. Un momento muy especial se produjo cuando ella y Graham unieron sus voces en el dúo del segundo acto: ¿cuántas veces, me pregunté, la creadora de un papel y su actual intérprete han compartido un momento así en una ópera del siglo XXI? Heggie pudo sentirse legítimamente orgulloso.
Patrick Dillon