NUEVA YORK / Agrippina con prismáticos

New York City, Metropolitan Opera, 17.II.2020. Haendel: Agrippina. Joyce DiDonato, Brenda Rae, Kate Lindsey, Iestyn Davies, Matthew Rose. Director musical: Harry Bicket. Dirección escénica: David McVicar. Decorados: John Macfarlane.
La nueva Agrippina del Met ha obtenido una crítica entusiasta por parte del New York Times, así como numerosos elogios en otros medios. ¿Por qué, entonces, al levantarse el telón en la cuarta representación el teatro presentaba tantas butacas vacías, que incluso fueron a más después del intermedio? Creo que el motivo se debe, al menos en parte, a la generalizada resistencia del público hacia la ópera barroca y sus convenciones (‘Simplemente, no me gusta’, decía una amiga mía durante el descanso.) Sin embargo, estoy totalmente de acuerdo con la afirmación del crítico del Times de que Haendel es tan digno de ser interpretado en el Met como Verdi, Puccini y Wagner, e incluso coincido con su afirmación de que esta Agrippina ‘llena musical y dramáticamente el proscenio del teatro’. El problema para mí es que, desde la mayoría de sus 3.800 localidades –y desde todo el paraíso – ese proscenio parece hallarse a una manzana de distancia, y de igual manera buena parte del sonido que llega desde él. ¿Hay alguien, incluyendo al crítico del Times, que no hubiera preferido ver y escuchar este espectáculo tan entretenido en un teatro de tamaño medio, o mejor aún (como el teatro veneciano para el que Haendel escribió esta ópera), de un cuarto del tamaño del Met?
Aún así, el espectáculo resultó entretenido, con su sesgo contemporáneo sobre una trama que gira en torno a los juegos de poder en la Roma imperial vistos desde la óptica de la política de principios del siglo XVIII. David McVicar ha sido el responsable de dos de mis producciones favoritas haendelianas de todos los tiempos –la Alcina de la English National Opera y el Giulio Cesare de Glyndebourne- y también ha realizado un buen trabajo con ésta Agrippina (adaptada libremente y actualizada a partir de una puesta en escena estrenada en Bruselas hace dos décadas), junto con su espléndido y habitual colaborador, el escenógrafo John Macfarlane, quien ha creado una estructura móvil compuesta de columnas, pedestales y una empinada escalera dorada que evoca de manera simple y eficaz los espacios públicos y privados que presenta la trama. Tal vez McVicar se excede un tanto en ciertos gags visuales muy siglo XXI, o confía demasiado en la divertida coreografía de Andrew George para dar a la escena un poco de dinamismo adicional; pero la mayor parte de sus ideas son irresistibles, y la larga ópera –un aria da capo tras otra- no dio nunca la mínima sensación de estatismo. El libreto de Vincenzo Grimani conserva su humor chispeante y a menudo mordaz, y ninguna de las propuestas de McVicar parecía violar su tono esencial, ni tampoco el de la música.
Y el elenco del Met parecía divertirse con todo ello, incluso cuando sus voces no acabaran de llegar del todo a la audiencia. Especialmente en el primer acto, gran parte del canto sonaba poco potente: la Poppea de Brenda Rae, audible sólo en su registro agudo; el suave Ottone de Iestyn Davies, falto de brillantez y mordida; el Nerone gamberroide de Kate Lindsey, un magnífico retrato escénico socavado por un tono monocromático. Sin embargo, Joyce DiDonato se adueñó del maravilloso papel principal, cantándolo de modo tan certero como natural, pasándoselo en grande encarnando a esta desvergonzada agente doble imperial. Y de pronto, después del intermedio y de la deserción de buena parte del público, todos mejoraron sus prestaciones. DiDonato tenía su mejor música para cantar y, como era de esperar, le hizo justicia; Lindsey realizó tours de force escénicos (aunque no vocales) con sus dos grandes escenas; y Rae y Davies conspiraron felizmente (ayudados por el experimentado director de orquesta Harry Bicket y algunos magníficos instrumentistas de la orquesta del Met) para hacer que su dúo de amor acabase siendo el punto culminante de la noche. En ambos actos, Matthew Rose, en un trasunto de Donald Trump, con su corbata demasiado larga y su afición por el golf, resultó una presencia potente en el papel del siempre engañado emperador Claudio; Christian Zaremba sacó un buen partido de Lesbo, el agitado secuaz del emperador; y Duncan Rock y Nicholas Tamagna contrastaron deliciosamente como los dos enamorados de Agrippina.
¿Pero es ver la obra maestra de Handel con prismáticos operísticos la mejor manera de disfrutarla? Durante la función no pude dejar de pensar en mi última Agrippina, hace unos años en el diminuto espacio de la planta superior de la Juilliard School, con un reparto de jóvenes de inmenso talento (Jakub Józef Orliński, por ejemplo, era Ottone). La puesta en escena de McVicar es probablemente mejor que aquella que vi en la Julliard, pero no tengo duda acerca de cuál de ambas Agrippinas me gustó más.