Música y deporte, una relación imposible
Entre el deporte y la música (la clásica) rara vez ha habido conexión, aunque, retorciendo el hilo, siempre podríamos encontrarla. Por ejemplo, en el hecho de que de José Manuel Rodríguez Uribes, por su cargo de ministro en el actual Gobierno, sea el responsable máximo de todo lo que concierne al deporte y a la cultura en España (por increíble que parezcan ambas cosas, sí). Algún entuerto también ha acercado a estos dos mundos tan dispares. Recuerdo, por ejemplo, la divertida anécdota que en cierta ocasión me contó de viva voz el protagonista indirecto de la misma: ni más ni menos que el gran Alfredo Di Stéfano.
No recordaba don Alfredo de qué año se trataba, pero, indagando, puedo confirmar que fue en la primavera de 1956. Eran las semifinales de la primera edición de la Copa de Europa y el Real Madrid, que acabaría ganando el torneo, se enfrentaba al Milan en San Siro, después de haber ganado por 4-2 en el Bernabéu el partido de ida. Di Stéfano era un jugador conocido (cumplía su tercera temporada en el club blanco), pero todavía no había alcanzado la condición de leyenda que adquiriría no mucho después, atiborrado ya de títulos. Se encontraba el día antes del partido reposando en su habitación, tras el almuerzo y antes del último entrenamiento, y sonó el teléfono. Era el recepcionista del hotel (el Excelsior Gallia, donde se alojaba en Milán la gente de posibles), para decirle que un periodista de Il Corriere de la Sera quería hablar con él para hacerle una entrevista.
Eran otros tiempos, por supuesto, en los que no había jefes de prensa ni cosas de esas, de tal forma que los periodistas tenían acceso directo a los futbolistas. Alfredo accedió a regañadientes (nunca le gustó dar bola a los ‘plumillas’). Subió el buen hombre a la habitación, le abrió la puerta y le invitó a que se sentara para para someterse al interrogatorio, que más o menos, por lo que me contó Di Stéfano, debió de transcurrir así.
– ¿Cómo se encuentra para mañana?
– Bien, estoy preparado. Hemos trabajado bárbaro en los últimos días y estamos confiados.
– ¿Ha superado ya los problemas que tenía?
– Bueno, fueron solo unas pequeñas molestias, nada importante.
– Entonces, ¿la voz ya está bien del todo?
– ¿La voz? La voz siempre ha estado bien. Pero lo que cuenta no es que la voz esté bien, sino que estén bien las piernas.
– Para cantar, lo importante siempre es la voz, ¿no le parece?
– ¿Para cantar? Pero ¿oiga, que tengo que ver yo con lo de cantar?
– ¿Usted no canta mañana en la Scala?
– No, yo mañana juego un partido de fútbol contra el Milan.
– ¿Pero usted no es Di Stefano?
– Sí, yo soy Di Stéfano.
– ¿Giuseppe?
– ¡Nooooooo! ¡Alfredoooooooooo!
Ahí se acabó el intento de entrevista, claro. El periodista intentó justificarse: “He llegado al periódico y me han dicho: ‘Corre, vete al Gallia, que está Di Stefano y le haces unas preguntas sobre lo de mañana’. Yo no sé de fútbol y, como había leído que Giuseppe Di Stefano cantaba en la Scala, he pensado que usted era él”.
El periodista salió indemne de allí, lo cual, tratándose de Di Stéfano tiene mérito. Di Stéfano siempre la recordaba como una de las anécdotas más graciosas de su carrera, una carrera con miles de anécdotas, algunas no tan agradables, como el secuestro de que fue objeto en Caracas cuando acudió con el Real Madrid a disputar la Pequeña Copa del Mundo. Años más tarde, Alfredo se enteraría de que Giuseppe y él guardaban un parentesco lejano: el tenor era siciliano y el abuelo paterno del futbolista, Michele, el que había emigrado a Argentina, había nacido en la isla napolitana de Capri.
Di Stéfano fue un melómano. Amaba los tangos, por supuesto, pero también la ópera. Siempre contaba que sus padres fueron grandes aficionados a la lírica y que, por esa razón, a su hermana le impusieron el nombre de Norma, ya que, en el momento en que ella nació, era lo que estaba sonando en la casa familiar de Barracas. De niño, recordaba, Tosca era la ópera que más le gustaba. Quizá por esa afinidad con la ópera, Di Stéfano, nunca amigo de los shows mediáticos, accedió sin problemas a participar en un reportaje que se publicó el 28 de marzo de 1959 en la revista Blanco y Negro. En él, aparecía junto a Sergiu Celibidache, que se encontraba en Madrid para dirigir a la Orquesta Nacional de España.
Entre las fotos publicadas, en una se ve, en el Teatro Real de Madrid, al maestro rumano colocando una insignia en la solapa de la americana del futbolista, que sujeta una batuta con la mano derecha y esboza una especie de sonrisa. En otra posan los dos junto a varios miembros de la ONE. En una tercera, esta ya sobre el césped del estadio Santiago Bernabéu, Di Stéfano y Celibidache aparecen pasándose el balón. Y en otra más se les ve sobre el círculo central pisando un balón (Di Stéfano, en chándal; Celibidache, con un elegante gabán Camel). Los acompañan el crítico musical del ABC, Antonio Fernández-Cid, y Enrique Gil de la Vega, “Gilera”, a la sazón redactor del diario Pueblo, que unos años más tarde acabaría siendo jefe de Deportes de ABC. Se da la circunstancia de que Gilera era nieto de Ricardo de la Vega, libretista de innumerables zarzuelas (entre ellas, ni más ni menos que La Verbena de la Paloma).
Del ring, a la escena
Pero sí hay un caso rotundo en el que la música clásica y el deporte van de la mano: Erminio Spalla [en la foto de cabecera de este artículo]. Nacido en la localidad piamontesa de Borgo San Martino (cerca de Casale de Monferrato), en el año 1897, Spalla, cuando colgó los guantes, probó fortuna en el cine (llegó a trabajar a las órdenes de Vittorio De Sica, Dino Risi o Luis Buñuel) y en la pintura (fue un apreciable pintor), ya que de joven había estudiado Bellas Artes en Milán. También se dedicó a escribir (publicó tres libros, además de una novela en dialecto lombardo, Los puños del señor Tremolada, que no llegó a editarse). Y para que no faltase de nada, también hizo sus pinitos como cantante de ópera.
Spalla fue célebre en su Italia natal, pero también en España, debido a que el 18 de mayo de 1926 puso en juego su título de Europa del peso pesado frente al guipuzcoano Paulino Uzcudun. El combate se celebró en una abarrotada Plaza Monumental de Barcelona: 40.000 espectadores. Ganó Uzcudun a los puntos y se proclamó campeón continental del peso máximo. Ahí comenzaría la ascensión del “Toro vasco” hacia el estrellato, enfrentándose, casi siempre con éxito, a los mejores boxeadores europeos y norteamericanos del momento: Primo Carnera, Max Schmeling, Max Baer o el mismísimo Joe Louis, el único que fue capaz de mandarlo a la lona.
Retirado del boxeo, Spalla, que era barítono, debutó, poco antes del estallido de la II Guerra Mundial, con un Trovatore en el Teatro Regio de Turín, en el rol de Ferrante. Que se sepa, canto también el papel de Don Basilio en Il barbiere di Siviglia y el de Sparafucile en Rigoletto.
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Post scriptum I: Aunque no lo crean, el autor de este artículo comparte con Erminio Spalla el dudoso honor de haber recibido un directo de derecha en el rostro por parte de Paulino Uzcudun. Debía de tener yo doce o trece años, cuando una tarde observaba a Uzcudun (con quien mi padre mantenía una cierta relación debido a la industria del cine) jugar al tute en un bar del paseo de Martínez Campos, cerca de su domicilio madrileño. Entre mano y mano (de cartas) y mientras sonreía picaronamente, Uzcudun me soltó un guantazo sin venir a cuento, que, eso sí, soporté impertérrito. Muchos años más tarde, leí en algún sitio que era la broma favorita que gastaba Uzcudun cuando se encontraba de buen humor. ¡No quiero imaginarme cómo serían las bromas cuando estaba de mal humor!
Post scriptum II: No, no se me ha olvidado: ya sé que el tenor Ismael Jordi, en sus años mozos, jugó en el Xerez CD, en el Jerez Industrial y en el Atlético Sanluqueño. O que el clavecinista Ottavio Dantone, director de Accademia Bizantina, compaginó durante algún tiempo sus estudios en el Conservatorio de Milán con su actividad futbolística en la squadra primavera del Milan como poderoso delantero centro. ¶
Eduardo Torrico