Música y antifascismo
Son conocidas las palabras de Mussolini encareciendo la necesidad de que los oyentes tomasen interés por la nueva música: “È necesario che il pubblico apprezzi e impari ad amare anche la música che non sa a memoria”. La frase está recogida por Adriano Lualdi en su Viaggio musicale in Italia, editado en 1927, donde narra un encuentro con Il Duce realizado el año anterior, encuentro en que el autor de Le nozze di Haura participó junto con Franco Alfano, Renzo Bossi, Alceo Toni e Ildebrando Pizzetti, en tanto que organizadores de la Mostra Musicale del Novecento.
Además de lo ya dicho, Mussolini afirmaba que si, en una temporada se ofrecen cincuenta óperas nuevas y fracasan cuarenta y ocho, “sarebbero bene spesi le fatice e in denaro per le due sopravissute”. Para Mussolini, ópera y música eran, al parecer, términos equivalentes: la cuestión, en realidad, estriba en saber qué entendía el dictador por ‘Nueva Música’. Es sabido que Mussolini era un buen violinista aficionado, aunque de gusto un tanto dudoso: sus obras favoritas eran piezas del estilo de la Barcarola de Virgilio Ranzato. Lualdi, por su parte, era un fascista de primera hora, que fue elegido para el parlamento en 1929 como representante del sindicato de músicos y que, más tarde, dirigiría el Conservatorio de Nápoles entre 1936 y 1944 (¡y el de Florencia desde 1947 a 1956!).
A diferencia del estado hitleriano, la Italia mussoliniana no tuvo una política musical clara ni especialmente definida: la difusión universal de la ópera ya jugaba por sí misma una función propagandística de dimensiones imponderables. El estreno de Nerone, la última obra de Pietro Mascagni, el 16 de enero de 1935, había constituido un acontecimiento nacional, prolongado con el homenaje rendido al autor de Cavalleria rusticana en 1940, en ocasión del cincuentenario de la piedra fundacional del verismo. Es interesante recordar que ninguna editorial se interesó por la partitura de Nerone y que fue la decisión personal de Mussolini lo que obligó a su presentación en la Scala.
Para Mussolini, ópera y música eran, al parecer, términos equivalentes: la cuestión, en realidad, estriba en saber qué entendía el dictador por ‘Nueva Música’
Pero ocho años antes (concretamente, el 17 de diciembre de 1932), el Corriere della Sera ya había publicado un manifiesto que exigía “un rapido ritorno al romanticismo come l’unico mezzo per salvare la música pericolante”. El texto (debido, al parecer, a Alceo Toni) aparecía firmado además por Respighi, Pizzetti, Zandonai, Giuseppe Mulé, Alberto Gasco, Riccardo Pick-Manganelli, Guido Guerrini, Gennaro Napoli y Guido Zufellato. Lualdi, a su vez, ya había señalado en un opúsculo incluido en Arte e regime (1929) una supuesta confabulación contra el arte italiano: conjura articulada, a su decir, por el ateísmo y el judaísmo.
La Escuela de Viena estaba dominada por “gli ideali di bruteza, de spiacevolezza e di maleducazione que non hanno essempio nel passato”. El dodecafonismo era un arte “brutale e cinicamente perverso”, para concluir afirmando que en estas tendencias había algo anticristiano, irreligioso y ateo instigado en la sombra “per i condottieri israeliti”: un fenómeno de extremismo revolucionario que “puo essere parangonato all’altro, più grandioso assai, e anch’esso non soltanto político, ma religioso, del bolscevismo ruso, non v’è dubio”.
Es interesante destacar que Lualdi, tras las aserciones recogidas en las líneas anteriores, señalaba que no todos los judíos eran iguales, salvando de su requisitoria a compositores como Ernest Bloch o Arthur Honegger (pero, y significativamente, ignorando a Darius Milhaud, cuyo punzante bitonalismo no debía de resultar muy de su agrado). Ildebrando Pizzetti, por su parte, ya había insistido en idénticas ideas y, en Questa nostra musica, publicada en 1934, instaba a los jóvenes compositores al rechazo de toda posible influencia de Schoenberg y sus discípulos, dado que exhibían la “innaturale manifestazione di una libido cerebrale, la libido del così detto ‘pensiero puro’”. La contribución (y la responsabilidad) de estos músicos no debe dejarse de lado a la hora de valorar cómo Mussolini, ajeno en principio al antisemitismo hitleriano, acabó promulgando las leyes racistas de 1938. Por otra parte, el fascismo italiano había gozado en sus primeros días del apoyo y la simpatía de artistas de la talla de Aldous Huxley o Igor Stravinsky.
De este modo, y más allá de la consideración estética que pudieran merecer, el atonalismo y el serialismo, por inmediato contraste, cobraban verosimilitud como formas de una posible estética antifascista. Así y todo, en 1942 la Ópera de Roma puso en escena Wozzeck y la mantuvo en repertorio cuando los alemanes ya habían invadido el norte de Italia: fue Alfredo Casella quien promovió el estreno, y resulta interesante considerar cómo había sido repetidamente atacado por Schoenberg por razones estéticas (y no sin motivo): el autor de La donna serpente detestaba el Romanticismo, y encontraba que el autor de Pierrot lunaire era su último y más destacado exponente, en el sentido de que su obra era la definitiva liberación del cromatismo integral, que Casella entendía como sustancialmente anti-italiano.
Casella, miembro de la Sociedad Internacional de Música Contemporánea fundada en 1922 al igual que el propio Schoenberg, consideraba posible la coexistencia del fascismo y la libertad estética, cosa que el establecimiento de la República de Salò demostró definitivamente inviable: Pasolini lo expuso nítidamente en su postrero (y escalofriante) film. Pero, por esta vez, no concluiremos hablando de cine. ¶
José Luis Téllez
[Imagen superior: Fotografía de 1931 en Cambrigde. El musicólogo E.J. Dent está sentado en la mesa. Junto a él, el compositor polaco Grzegorz Fitelberg y el belga Désiré Defauw. Al piano está Alfredo Casella. Detrás de él, Charles Koechlin y el director de orquesta Adrian Boult. Y en el medio, apoyado en el piano, está Alban Berg.]
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