MÚNICH / Lothar Koenigs resucita a Wagner
Múnich. Bayerische Staatsoper. 21-VII-2023. Anja Kampe, Stuart Skelton, René Pape, Wolfgang Koch, Sean Michael Plumb, Jamie Barton, Jonas Hacker. Bayerische Staatasorchester. Dirección musical: Lothar Koenigs. Dirección escénica: Krysztof Warlikowski. R. Wagner: Tristán e Isolda.
El pasado viernes 21 de julio, por fin, pudimos escuchar un Wagner como los que uno espera cuando acude a una representación en una sala de ópera tan prestigiosa como la de la Bayerische Staatsoper en Múnich por obra y gracia del director Lothar Koenigs. Por fin una batuta que trata como merece a esa orquesta y que sabe cómo conducir y hacer brillar de verdad a esas estupendas voces (alguna de ellas ya presente en los repartos de Salomé y Lohengrin reseñados en esta misma web) en este repertorio. Koenigs ofreció una interpretación digamos clásica de Tristán e Isolda, en la tradición, de factura impecable, sin pretender “sorprender” con originalidades ni descubrir la piedra filosofal, sino cuidando con esmero cada sección y cada voz. No se puede pedir más para esta obra estrenada precisamente en este mismo teatro un 10 de junio de 1865.
Tras las cabalgadas que nos fueron infligidas por Roth en las citadas sesiones, fue un bálsamo y una alegría escuchar cómo comenzó Koenigs el Preludio, realmente recreándose en esas frases, esos acordes y esos silencios. Esos minutos ya nos anunciaron la tónica general de la velada, que no se desmintió en ningún momento. Maravilloso de precisión, delicadeza y contención de la masa orquestal hasta la explosión en ese “O sink hernieder, Nacht der Liebe” del dúo del II acto entre los protagonistas. A decir verdad, demostró ser un gran estructurador del discurso y de la gestión de la tensión dramática a lo largo de esa interminable escena en la que no faltan los puntos culminantes y en la que es muy difícil frenar el impulso tanto de la orquesta como de los cantantes, incluso para ayudarles a llegar al final. Lo mismo se puede decir de toda la segunda parte del tercer acto, desde la agonía de Tristán hasta la muerte de Isolda, en la que con un simple y pequeño gesto de la mano fue dirigiendo ese gran crescendo haciéndoles aguantar a los músicos en piano casi hasta el final. Impresionante el trabajo con cada sección y mención particular a las maderas en el último acto: fantástica la solista de corno inglés que estuvo sobre la escena y ofreció una interpretación más lírica y ligada que lo que es costumbre, como aportando más dolor que desesperación.
Anja Kampe estuvo fabulosa como Isolda, ofreciendo una interpretación profundamente terrenal, poderosa, diríamos de mujer echada para adelante y muy arrojada, que se muere con decisión y entra en la laguna Estigia pisando fuerte. En ella no hay delirio ni prácticamente sublimación de nada: vive su amor hasta el final y con todas sus fuerzas y su determinación. Una visión muy interesante y, que en cierto modo, no encajaba nada con la puesta en escena que luego comentaremos pero que sedujo por su poderío y su energía arrolladora. Si en su interpretación de Lohengrin le pusimos algunos “peros” por su emisión algo gritada, hay que decir que Isolde le va estupendamente, aunque las notas si y do sobreagudas suenen demasiado abiertas. Probablemente Kampe está abusando de cantar papeles de mezzo wagneriana y eso le hace ir perdiendo los agudos por tener que forzar para los graves, cuando ella realmente es una soprano dramática, que es lo que se pide para el papel de Isolde. Si en el primer acto ya dio muestras de su dominio, en el segundo y tercer acto estuvo francamente sensacional. Parecía que podía hacer un Da Capo con toda tranquilidad. Respecto a Tristán, Stuart Skelton, cantó con un gusto y una elegancia raras en un papel tan terrible como éste. Quizá está un poco justo de caudal, pero la perfección de su fraseo y del legato –mejor que el de Kampe– compensan con creces una potencia un poco justa por momentos. Magnífico en el dúo del segundo acto, especialmente la parte final “So sterben wir”, ese momento tan comprometido y en el que los intervalos iniciales son tan difíciles de afinar por agotamiento (hay que decir que estuvo muy bien servido por Königs), y soberbio en toda su escena del tercer acto, en la que mantuvo el equilibrio entre la expresión dramática de una agonía y la fortaleza vocal requerida por la partitura de forma excepcional.
Los secundarios estuvieron a la altura de los protagonistas, encabezados por un René Pape descomunal como Marke. Parece increíble que siga manteniendo ese timbre intacto, el vibrato aún tan sano y ese caudal impresionante. Encarnó maravillosamente al rey traicionado, transmitiendo solemnidad y vulnerabilidad al mismo tiempo. La Brangäne de la estupenda mezzo Jamie Barton fue un auténtico lujo. Tiene una voz redonda y perfectamente proyectada que la convierte en una de las mejores dramáticas del momento. Su intervención fuera de la escena en el segundo acto fue digna de ser mencionada. Y nos quedamos con ganas de escuchar un poco más al tenor Sean Michael Plumb, que interpretó a Melot: magnífica voz e interpretación en sus cortas intervenciones. Muy bien el Kurwenal de Wolfgang Koch en su desesperación. Y citaremos al Pastor de Jonas Hacker, que estuvo perfecto y que dos días antes había tenido que sustituir en el último momento a Sebastian Kohlhepp como Ferrando en el segundo acto del Così con absoluta solvencia.
En cuanto a la puesta en escena de Kryzstof Warlikowski, resultó elegante, anodina y un tanto incomprensible en su interpretación psicoanalítica del drama. Situada en lo que parecen ser los últimos años veinte del pasado siglo y entre tres paneles de madera que transmiten cierta sensación de opresión y que simulan ora un camarote de barco, ora una sala del castillo, ora una habitación, la acción se desarrolla en dos planos (o eso creímos entender): el real y el del subconsciente. Así, tenemos una par de autómatas que representan a los protagonistas que aparecen durante el Preludio y que actúan como si fuera Isolda la que va a padecer una larga agonía (llegó un momento en que cerré los ojos para que no me distrajeran de la maravillosa interpretación musical). Reaparecen en el último acto, donde se simultanea la presencia del Tristán real con la del Tristán autómata, como si el segundo fuera el mayor de los hijos que debía hacer tenido la madre del Tristan real, muerta en el parto. Bueno, eso deduje yo, a saber. Después aparece la Isolda autómata y desde ese momento hasta la muerte de Tristán, los dos muñecos representan los sufrimientos internos de ambos protagonistas. ¿Hay necesidad de inventarse todo esto, de hacer esta interpretación pseudofreudiana? Pues no, porque distrae, pero al mismo tiempo todo era bastante sosote.
El otro recurso es utilizar proyecciones: durante todo el segundo acto hay una acción real y una acción en proyección en la que se ve a Tristán e Isolda (Kampe y Skelton de verdad filmados) que se reúnen en una habitación de hotel. Y se dan la manita y se tumban cuidadosamente en una cama. Claro que, los de carne y hueso se sientan como a dos metros y casi ni se miran. A mí me van a tener que explicar por qué en las puestas en escena actuales la gente se refocila por un sí o por un no –no es el caso de Warlikowski, la verdad sea dicha– y cuando resulta que hay una escena de pasión, es que ni se tocan. Esa proyección reaparecerá tras la muerte de Tristán y mientras Isolda canta su escena final, cuando les veremos por fin unidos sobre la cama del hotel mirándose fijamente y sonriendo de forma enigmática. El agua juega un importante papel en estas proyecciones, en el primer acto para simular el mar sobre el que va el barco de Isolda y más tarde, mediante una escena visualmente muy potente, se ve a la pareja inmóvil sobre la cama mientras el agua sube rápidamente hasta anegarlos, como evocación de su suicidio. Pero diremos que, haciendo honor a la verdad, por lo menos, los movimientos escénicos no molestan en absoluto a los cantantes y el vestuario y la escenografía son muy agradables.
Una gran velada de ópera en la que todos los ingredientes, de enorme calidad, fueron sabiamente manejados por un gran maestro de ceremonias: Lothar Koenigs.
Ana García Urcola
(fotos: W. Hösl)