MÚNICH / François-Xavier Roth despacha ‘Salomé’ en tiempo récord

Múnich. Bayerische Staatsoper. 14-07-2023. Camilla Nylund, Gerhard Siegel, Micaela Schuster, Wolfgang Koch, Evan LeRoy Johnson. Bayerische Staatsorchester. Dirección musical: François-Xavier Roth. Dirección de escena: Krysztof Warlikowski. Richard Strauss: Salomé.
Incomprensión, estupor y frustración fueron las sensaciones que me invadieron al término de la representación de Salomé en la Bayerische Staatsoper de Múnich. Ésas fueron mis respuestas anímicas a la pregunta que no podía dejar de hacerme: ¿Cómo es posible que, teniendo ese reparto de voces (la de Salomé, excepcional) y esa orquesta, alguien consiga eliminar de esta obra maestra cualquier rastro de emoción, de desgarro y de sensualidad? Pues François-Xavier Roth lo consiguió. Él solito, porque no hay otro responsable. El director francés metió el turbo y avasalló. Un único y explícito dato: en la página web de la Bayerische se anuncia que la duración de la obra es de 1h45 aproximadamente; la versión de Solti del 61 dura 1h50 más o menos, y no era sospechoso el húngaro de falta de vitalidad. Pues bien, Roth despachó su Salomé en 96-98 minutos a todo tirar. Nunca había mirado el reloj para comprobar la duración de una ópera, pero ante los tempi que imprimió y sobre todo, ante esa forma de avanzar sin respiro, casi pisándose los talones a sí mismo, en esta ocasión me vi impelida a hacerlo.
Ya desde el comienzo (el segundo comienzo y luego explicaré a qué me refiero), Roth marcó la pauta: un continuo en el que se respira lo justo, en el que los cantantes se han de amoldar a su batuta al precio de un débito inusitado en velocidad, y un gesto continuamente excitado que combina el marcar absolutamente cada tiempo de cada compás obviando el concepto de pulsación y fraseo, con una especie de gesto de compás “redondo” no muy comprensible. Se me dirá que el gesto no lo es todo y que la labor verdaderamente importante está en el ensayo, cosa que yo misma argumento muchas veces, pero el quid de la cuestión está en el resultado final. Y el resultado final es un amontonamiento de frases en las que cualquier matiz expresivo queda erradicado. Por poner un ejemplo: el momento en el que Salomé pregunta a Herodes si de verdad le dará lo que quiera a cambio de bailar para él y ella por fin acepta, que es uno de los momentos cruciales en lo dramático, pasó absolutamente desapercibido, porque Roth no permite que sus cantantes digan el texto de verdad. También fue llamativo el momento en el que por fin el leitmotiv de Jochanaan de las tres cuartas descendentes que se suceden subiendo de registro hasta ese tetracordo que resuelve y que caracterizan al personaje como Profeta, cargado de solemnidad y de cierta iluminación un tanto alucinada, pasó como un coche de bomberos en un tiovivo. A esto se suma una dirección poco fina en las dinámicas: todo tiende al forte y al exceso. Evidentemente, la orquestación de Salomé es la que es y su escritura, de una densidad enorme, hace muy difícil contener a la orquesta, pero si se tapa a unos cantantes con semejantes voces (la única voz con cierta dificultad para proyectar era la de Jokanaan) es que hay un problema en el podio. Por supuesto, olvidémonos de las dinámicas en piano o de dejar que los instrumentistas tengan la posibilidad de frasear con un poco de libertad en sus solos: mejor marcarles todo con la batuta y a toda velocidad.
Servidora empieza a estar un poco cansada de esa enmienda a la casi totalidad a los grandes directores de un buen tramo del siglo XX por parte de buena parte de los historicistas, a cuenta de que iban muy lento y hay que aligerar. Pues igual hay un término medio que permite que las frases tengan una respiración y un discurso más natural y sobre todo, que permite al oyente entender algo de lo que sucede. Eso sí, diré una cosa a favor de Roth: es verdad que los leitmotivs se oían perfectamente –aunque siempre demasiado rápido, como hemos dicho anteriormente con el ejemplo de Jochanaan– y que había claridad sonora en esa maraña, pero no pude dejar de pensar que quizá hay que atribuir el mérito a los propios músicos de esta fabulosa orquesta y al director que dirigió la ópera en esta misma puesta en escena en 2019, Kirill Petrenko.
Camilla Nylund habría hecho una Salomé de antología si no fuera por el director. Esta inmensa soprano lírico-dramática no sólo cantó prodigiosamente desde el punto de vista técnico, sino que, a pesar de estar completamente sometida a esos tempi y a ese mecanicismo de la batuta (imposible mantener ese débito del texto, en el que prácticamente cada sílaba tiene una nota, si no se tiene completamente interiorizado el papel), consiguió unos niveles de expresividad muy notables, que habrían sido sobresalientes si Roth se lo hubiera permitido. Fantástica en esos momentos de hastío antes Herodes y en su escena final, cuando por fin Roth, en toda su magnanimidad, se avino a seguirla un poco –he dicho un poco, que tampoco fue aquello un explayarse– y a que pudiera desplegar todos sus recursos vocales y expresivos. Estuvo bien en lo canoro el Herodes de Gerhard Siegel, pero se echó de menos un poco más de carne en el asador. Quizá fue cosa de la batuta, castra que te castra, o quizá del director de escena, pero el carácter grotesco y desesperado del personaje casi no se pudo adivinar.
Fantástica la Herodías de Michaela Schuster, poseedora de una espléndida voz de mezzo dramática. Justito en volumen el Jochanaan de Wolfgang Koch, cuya voz queda un tanto metida en la garganta, pero al que no ayudó, una vez más, la batuta de Roth, porque le inhibió del aspecto profético y de emisario de la divinidad, que contrasta con esa parte entre iracunda y huidiza que presenta ante Salomé. Muy bien Evan LeRoy Johnson como Narraboth con una hermosa voz y una prestación de gran expresividad y estupendos también los Cinco Judíos, que se llevan la parte quizá más ingrata y difícil de la partitura. Resolvieron perfectamente el resto de secundarios para completar un reparto de alto nivel.
En cuanto a la puesta en escena de Krisztof Warlikowski, señalar que se trata de una producción de la Bayerische Staatsoper estrenada, como hemos dicho ya, en 2019. Esta concepción suya de la Salomé ubicada en la biblioteca de una sinagoga en un gueto en la década de los 30 del pasado siglo ya ha hecho correr mucha tinta. Soy de esas personas que va a la ópera ante todo a escuchar una obra, lo que me interesa es la partitura y supedito la cuestión escénica a la música. Es mi forma de vivir la ópera y partiendo de este presupuesto se forja mi opinión. Dicho esto, lo que vi el otro día me pareció una propuesta tan interesante como compleja e ininteligible en muchos momentos debido a un exceso de informaciones simultáneas y también a toda una serie de códigos casi indescifrables si uno no se lee la entrevista con Warlikowski del programa de mano. La idea funciona si aceptamos ese presupuesto ya manido de utilizar ese momento histórico del auge del nazismo, porque sí que representa perfectamente a una sociedad en decadencia y además, en este caso, tiene el mérito de no regodearse en escabrosidades, que es la salida fácil.
La escenografía de Malgorzata Szcezniak, resulta adecuadamente opresiva, con esa biblioteca de la que nadie sale y que sólo se abre para dejar ver una rampa por la que se baja al encierro de Jochanaan y donde también se celebra la escena de la Danza de los Siete velos pero ejerce una fascinación parecida a la del Ángel Exterminador. Si el concepto general funciona, hay otros aspectos que no se comprenden bien. Por ejemplo: el espectáculo comienza con un judío haciendo playback sobre el primero de los Kindetotenlieder de Mahler sobre la versión de Kathleen Ferrier, y de ahí lo de los dos comienzos a los que me refería más arriba. ¿Por qué? Pues a saber. La Danza de los Siete velos se sustituye por una Danza Macabra entre Salomé y La Muerte, representada por un bailarín de sesenta y tantos años con la cara maquillada como la Parca, en evocación de los cuadros que tratan el tema en los siglos XIV y XV (interpretación libre de la abajo firmante) mientras hay una proyección de una especie de ilustraciones de animales muy bellas pero de las que es imposible descubrir que provienen del techo de una sinagoga de Chodorov (Ucrania) que fue destruida en 1941 por los nazis, a menos que se pueda leer la citada entrevista. Desde luego, no se puede ofrecer una imagen menos sensual. Tampoco resulta fácil de entender que toda una serie de personajes se suiciden al final tragando un veneno ofrecido por Narraboth, que ya estaba muerto hacía un buen rato. Habría no pocos ejemplos que citar, pero no les voy a aburrir con una ristra larga y subjetiva de detalles más o menos relevantes. Pero lo realmente molesto es que en la escena suceden varias cosas al mismo tiempo en diferentes planos, lo cual, dada la complejidad de la música, provoca que haya que elegir a qué se atiende.
En definitiva, una Salomé en la que muchas cosas se quedaron por el camino: la posibilidad de disfrutar de una voz como la de Nylund en un papel que le va como un guante, las ganas de escuchar a esa orquesta con una batuta que permita a su instrumento desplegar todo su potencial expresivo y el gusto de disfrutar de una puesta en escena que no añada un obstáculo detrás de otro para su comprensión y que apoye a la música y al libreto en lugar de distraer de ellos.
Ana García Urcola
(fotos: W. Hoesl/Bayerische Staatsoper)