MÚNICH / ‘Così fan tutte’: y con Jurowski llegó la música

Múnich. Bayerische Staatsoper. 17-VII-2023. Louise Alder, Avery Amereau, Sebastian Kohlhepp, Konstantin Krimmel, Sandrine Piau, Johannes Martin Kränzle. Bayerische Staatsorchester. Bayerische Staatsopernchor. Dirección musical: Vladimir Jurowski. Dirección de escena: Benedict Andrews. Mozart: Così fan tutte.
Tras tres jornadas más bien decepcionantes, los espectadores del Festival de Ópera de Múnich por fin pudimos asistir a una representación en la que casi todo fue bien –estamos en el terreno de la ópera y es prácticamente imposible que todo funcione– y eso teniendo en cuenta que la función estuvo a punto de malograrse como veremos.
El principal culpable de que la representación fuera un deleite tiene un nombre claro: Vladimir Jurowski. El ruso, actual director musical de la Bayerische Staatsoper, dio una lección de estilo y profesionalidad. Sin aspavientos, gesto claro, con indicaciones precisas –cualquiera podía entender lo que quería en cada momento–, en muchos casos dirigiendo simplemente con la mirada, mimando a los cantantes y contagiando entusiasmo. Transmitía en todo momento confianza en los cantantes y en los músicos de la orquesta, de tal manera que no hacía falta marcar continuamente el compás o dar todas las entradas, que ya somos mayorcitos. En los recitativos se sentaba y dejaba que los músicos del continuo (fortepiano, violonchelo y salterio) hicieran su trabajo –extraordinario y muy imaginativo–. La música respiraba y eso que Jurowski marcó unos tempi vivos, en algunos casos sorprendentemente rápidos, como en el coro Bella vita militar o en el famoso cuarteto Soave sia il vento.
Pese a la ausencia de instrumentos originales (si no los hubo en la Semele menos cabía esperarlos aquí) el resultado fue de una adecuación estilística notable. Jurowski ha dirigido con cierta frecuencia la Orquesta del Siglo de las Luces y eso se nota La cuerda sonó sedosa, con articulaciones ágiles y un vibrato muy controlado. Los instrumentos de viento madera, que tanto protagonismo tienen en la escritura mozartiana, estuvieron seguros y hubo algunos momentos de harmoniemusik realmente bellos. Hay que decir que el foso estaba un poco elevado, lo que daba más presencia a la orquesta y al director.
En el apartado vocal las cosas empezaron a torcerse antes de empezar. Una responsable de la Staatsoper salió para anunciar que el tenor Sebastián Kohlhepp tenía una afección vocal y no se encontraba en plenitud de condiciones para cantar. Sin embargo, aguantó toda la primera parte y cumplió más que dignamente, aunque en Un’aura aumorosa ya empezó a dar muestras de que su voz estaba muy diezmada. Tras el descanso no pudo continuar cantando pero permaneció escénicamente y se recurrió a la fórmula frankensteiniana de que Kohlhepp daba vida como actor al personaje de Ferrando (incluso movía los labios) pero su voz pasó a ser la de Jonas Hacker, miembro de la compañía de la Bayerische Staatsoper, quien se situó discretamente con un atril a un lado del escenario, casi en penumbra, y cantó desde ahí toda la segunda parte. Gracias a ello la función pudo continuar y hay que decir que Hacker no sólo salvó la papeleta sino que su prestación fue realmente meritoria. Del resto del elenco destacó por encima de los demás la soprano Louise Alder (Fiordiligi) que se va consagrando como una de las grandes sopranos mozartianas del momento. Su Come scoglio fue de uno de los grandes momentos de la velada pero, sobre todo, estuvo soberbia en Per pietà, auténtica aria de concierto tal y como lo entendió el director de escena eliminando en ese momento cualquier decorado o elemento que pudiera distraer. Alder combina la fuerza de una soprano lírica con las agilidades de una ligera, todo asentado en una técnica firme y un bello timbre. Avery Amereau fue una Dorabella que no desmereció frente a Alder. Buen volumen y plena voz de mezzo. En los dúos sus voces conjuntaban perfectamente y ambas cantantes dieron a sus personajes el toque de frescura que requieren. Konstantin Krimmel, un nombre en alza, hizo un Ferrando sin fisuras, transmitiendo en todo momento seguridad y resolviendo sin problemas las dificultades que ofrece su personaje.
Sandrine Piau fue una Despina de lujo, técnicamente impecable, graciosa, laboriosa (tenía más trabajo que un estibador: ahora recojo esto, ahora arrastro un colchón, ahora limpio el coche, ahora vuelvo a arrastrar el colchón… y así toda la obra), versátil en sus diferentes disfraces y con la inteligencia de siempre para sacar el máximo partido a su voz no sobrada de volumen Por último, el veterano Johannes Martin Kränzle mostró su oficio e hizo un Don Alfonso vocal y dramáticamente muy convincente, aunque la visión del personaje que transmite la producción es bastante antipática, presentándolo como un voyeur entregado a su goce escópico y a depravados juegos sadomasoquistas (su primera aparición en escena lo muestra con una máscara de cuero sacando fotos eróticas a una mujer que resulta ser Despina). Todos ellos, más allá de sus intervenciones individuales, destacaron en los maravillosos y endiablados números de conjunto, con mención especial para esos sextetos que cierran los dos actos, donde Mozart da lo mejor de sí mismo y donde Jurowski mostró su gran capacidad como concertador.
En cuanto al montaje, el director de escena, Benedict Andrews, juega deliberadamente con el contraste entre ambientes sórdidos (una habitación desnuda con un colchón ajado por el uso, un garaje, un espacio lleno de grafitis que podría estar bajo un puente) y lugares propios de un cuento de hadas (un jardín con adelfas, un encantador castillo hinchable) para poner de manifiesto lo engañoso de la mascarada urdida por Don Alfonso. La propuesta dramáticamente funciona pero lo que está de más es lo explícito de las escenas sexuales. Nuestra sociedad hace tiempo que renunció a la búsqueda de la belleza y al afán de trascendencia; algunos artistas del presente –concedamos que los directores de escena lo son– cuando se enfrentan a obras del pasado en que esos valores de belleza y trascendencia sí están presentes parece que, en lugar de intentar respetarlos como un tesoro que debe pasar de generación en generación, prefieren mancillarlos regodeándose en sacar a la luz el lado oscuro de esas obras y hacer explícito lo que se supone que está implícito en ellas, como para demostrar que en todas las épocas cuecen habas. Sea como fuere, la peor de las puestas en escena, que no es el caso pues esta tiene virtudes, no podrá nunca socavar la grandeza de un compositor como Mozart. Si quieren escuchar un buen Così, tienen la oportunidad de hacerlo el próximo abril en Múnich, pues se repondrá entonces bajo la batuta de Stefano Montanari y prácticamente con el mismo reparto vocal. De momento, nos quedamos con éste de un gran Jurowski.
Imanol Temprano Lecuona
(fotos: W. Hösl)