Echaba de menos tu felicitación navideña, Jaime
Nos tratamos desde la lejanía geográfica (él vivía en Barcelona, yo en Madrid), pero desde una profunda cercanía afectiva. Congeniamos desde el principio. Un día recibí una llamada suya, es decir, de Jaime Rosal: “Me ha recomendado Emilio Moreno que te llame. Estoy buscando alguien que escriba de música antigua y me gustaría que colaboraras en mi revista”. Su revista era CD Compact. Pero era también mi revista, la que leía con fruición desde hacía años, aunque no siempre resultara fácil adquirirla en la capital: si no la tenían en el quiosco que había junto al Auditorio Nacional, mal asunto. Por tanto, no tuvo que explicarme en qué consistía su revista. Yo andaba metido en otras lides periodísticas que nada tenían que ver con el mundo de la música, pero no me lo pensé dos veces: “Sí, claro, por supuesto”.
Debió de ser por 2003. Soy malo para recordar fechas, pero bueno para retener imágenes, y me acuerdo perfectamente de que el primer disco que me envió para comentar en CD Compact fue una ópera de Haendel, Deidamia, que acababa de grabar Alan Curtis. Solo me envió, en esa primera remesa, un disco. Creo yo que lo hizo a modo de prueba, porque un chalado que llevaba toda la vida escribiendo de fútbol igual no tenía por qué saber de música. Solo unas horas después de haberle remitido la reseña, sonó el celular. Yo estaba en Lyon, por cuestiones futbolísticas, claro. Y me pilló en una tienda, comprando discos (también claro): “Oye, cojonuda la crítica… Te felicito”. A partir de aquel día, entré de lleno en un mundo que me era completamente ajeno: el del periodismo musical.
Fue un placer trabajar con él, a pesar de que no soplaban buenos tiempos. Se avecinaba la crisis, esa “pequeña desaceleración económica” de la que tan desenfadadamente nos hablaba José Luis Rodríguez Zapatero a los ciudadanos de este país. Y CD Compact, como todo el mundo de la Cultura, empezó a sentir las consecuencias. Hablábamos con frecuencia: de las novelas que estaba escribiendo o que tenía en mente, de fútbol (a él no le gustaba nada, pero su hijo era un apasionado del Barça), de que se había metido en un proyecto político para formar un nuevo partido alternativo (hoy conocido con el nombre de Ciudadanos, bueno, lo poco que queda ya de ese partido), de las ganas que tenía de jubilarse y de irse a vivir a su casita del Ampurdán, de lo buenos que eran los Dunedin Consort y de lo buenas que eran las Cuatro estaciones vivaldianas de Amandine Beyer (a ambos los había descubierto gracias a mis críticas, según me contaba)… Y, también, por supuesto de otra afición (más que afición, vicio) que, sin saberlo, nos unía: la pipa.
Jaime Rosal había estado siempre vinculado al Barcelona Pipa Club, del que llegó a ser presidente, y yo me conté, en los años 80, entre los fundadores del Pipa Club de Arturo del Pozo, el primero que hubo en Madrid. Fue otra excusa para hablar más veces por teléfono. Un buen día me llegó un pequeño paquete a casa remitido por él: lo abrí y era una hermosa pipa de Joan Bonet, el de ‘Bonet de ses pipes’. Para que nos entendamos: los productos que hacía este artesano mallorquín eran como los ‘Rolls Royce’ de las pipas. Caras, pero, sobre todo, difíciles de encontrar en el mercado, porque por entonces Bonet había dejado ya de fabricarlas. Se lo agradecí enviándole un par de latas de Presbyterian (“eso es ambrosía pura”, me repetía sin cesar) y otra de latakia que tenía en mi poder desde hacía años sin la más mínima tentación de abrirla. El latakia puro es infumable; es el tabaco que mezclan desde tiempos inmemoriales los ingleses para darle ese sabor y ese olor tan peculiar a sus mezclas. En Siria lo ahúman (o lo ahumaban) con boñigas de camello y madera de mirto. Lo dicho: infumable si es puro; para todos, menos para Jaime. “Ten cuidado —le dije—, aunque sigue cerrada al vacío, igual está seco y va a ser difícil recuperarlo”. “No te preocupes —me contestó—, que yo soy capaz hasta de recuperar Gibraltar”.
Cuando la “pequeña desaceleración económica” de la que nos había hablado Zapatero se llevó por delante a miles de empresas españolas, un buen día me llamó Jaime: “Lo dejo, no aguanto más. Pero me dolería mucho que desapareciera CD Compact, y en el primero que he pensado para que se haga cargo de ella ha sido en ti”. Lamentablemente, yo andaba inmerso en demasiadas ocupaciones y tuve que rechazar tan generoso ofrecimiento. CD Compact cerró y yo (todo un experto en cierres de periódicos, de revistas y de emisoras de radio, porque el periodismo español siempre ha sido más turbulento que el Cabo de Hornos) lo lamenté más que cualquier otro cierre. Aun así, tenía siempre el detalle de enviarme un cariñoso mensaje cada Navidad. Este año no habrá felicitación: Jaime falleció en Corsá, en su querida Gerona, el pasado día 20.
Sirvan estas sinceras líneas de homenaje personal a un excelente escritor (su último libro, Ruido de sables, se publicó hace tan solo unos meses), a un gran crítico, a un abnegado editor y, por encima todo, a una bellísima persona. Mi más sentido pésame a Birgitta Sandberg, su esposa y fiel compañera en aventuras editoriales, con las que tantas veces habré hablado por teléfono, siempre fascinado por ese fortísimo acento sueco que jamás ha sido capaz de perder, a pesar de llevar viviendo tantos años en España. Y por supuesto, mi más sentido pésame a su hijo, al que solo conozco por referencias.