Meyerbeer y Balzac
Parece ser que Balzac iba a la ópera y que su conocimiento musical era sobre todo operístico. Lo que sus páginas recogen de conocimiento musical estricto y técnico lo debe a su amigo el músico Jacques Strunz, a quien dedica su relato Massimilla Doni. Estudiosos como Alber Béguin, Auguste Belloy y Pierre Brunel han trabajado el tema y a ellos me remito.
París admitió y difundió la ópera italiana moderna a partir de 1822 con el estreno de la rossiniana Tancredi. En sus escenarios aparecían las divas de la época como Malibrán, Sonntag y Fodor. Desde París se difundió la enseñanza del canto moderno por Manuel García y los suyos. Me detengo ahora en el vínculo que hubo entre el escritor y el operista Meyerbeer, quien siguió la huella de Rossini y desplegó los brillos de la grand opéra francesa.
Estamos en pleno romanticismo, es decir nacionalismo, y en Francia se polemiza acerca de una posible ópera nacional, liberada de la influencia germánica meyerberiana y, solapadamente, judía. Balzac es ajeno o, al menos, equidistante a dicha disputa. Por ello, la pone en escena, con cierto objetivo cuidado, en sus narraciones. Respecto a Meyerbeer, se supone que don Honorato asistió al estreno de Robert le Diable en 1835. Lo cierto es que Meyerbeer lo invitó al estreno de Les huguenots un año más tarde, redondeando el acontecimiento con la presencia del narrador por excelencia en aquellos días. Es verosímil que se uniera a la campaña organizada por Maurice Schlesinger en defensa de Meyerbeer pues su aceptación, unánime por el público, no lo fue tanto entre los críticos. Lo concreto es que Robert le Diable ocupa largamente el texto de Gambara, obra a la que me he referido en una anterior bitácora.
En él discuten un denostador, el conde Andrea, y un defensor, el músico Gambara. El primero define la obra como una pesadilla efectista sin ninguna capacidad emotiva. Le falta melodía, el hilo de oro del sentimiento. Por ello, en la escena los demonios cantan mejor que los santos. A Meyerbeer le sale mejor el canto del mal que el coro del bien. Predomina la armonía, que consigue crear un clima fantástico pero distante y frío. Lo del operista alemán es mera técnica sin inspiración. Abusa de los portavoces (léase: bocinazos), las transiciones enharmónicas (notas equívocas que permiten modular a tonalidades lejanas) y las cadencias plagales (sustitución de la dominante por la subdominante) con machacona intermitencia de distensiones. El ritmo es monótono y hartante.
Gambara reitera los elogios del musicólogo Fétis. Los momentos corales y la orquestación son novedosos. Las cadencias interrumpidas y la cimera declamación consiguen una dramaticidad intensa. La música de Meyerbeer es para quienes son capaces de creer y amar. Cabe recordar que en francés el verbo aimer significa a la vez amar y gustar. Para conseguirlo hay que creer en el Demonio y en su capacidad para engendrar en una mortal. Más aún: hay que tener vivencias diabólicas. Es un arte que estremece y que conmueve las entrañas de quien lo escucha.
Andrea elogia con una rebaba despectiva a su contradictor. Lo considera más poeta que músico. Pero aún: la síntesis del artista y la pobreza. Es un conde quien habla desde la propia aristocracia y la condigna riqueza. La dualidad que propone es la del arte clásico del bienestar señorial y el arte romántico – adjetivo por mi cuenta – de la atormentada plebecía bohemia.
La argumentación de Andrea, defensor de Mozart y Gluck, a Gambara le parece anticuada y caduca. El romántico privilegia la experiencia de la música como desgarro y pasión, no como emotividad placentera y serena. La antinomia define un momento histórico del mundo musical y, más anchamente, de toda la estética. Quizá las dos almas alentaban en Balzac y le permitían sostener su objetividad de novelista.
La disputa tiene fecha. No obstante, está provista de actualidad. Es indudable que hay músicas mejor y peor escritas, tan indudable como que sólo existen – es decir que no son meramente lo que son sino lo que suenan – en el momento de la ejecución y la escucha, cuando Gambara se estremece y Andrea se aburre. Ambas posturas son legítimas al tiempo que indemostrables porque pertenecen a la inmanencia del sujeto, algo absoluto, inconvincente y radical. Cabe volver a citar a Rubén Darío: ¿Quién que es, no es romántico?
Blas Matamoro