MÉRIDA / La ‘Oresteïa’, de Xenakis, desnuda voz del aislamiento

Mérida. Teatro romano. 1-VII-2023. Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida. Maciej Nerkowski, barítono. César Peris, percusión solista. Simón Ferrero, narrador. Ensemble Vocal Teselas (Javier Garcés, director). Coro Infantil Amadeus-IN (Alonso Gómez Gallego, director). Orquesta de Cámara del Auditorio de Zaragoza “Grupo Enigma”. Director: Asier Puga. Xenakis: Oresteïa.
“Para comprender a Esquilo”, decía Woolf, sobre la Orestía, “no es tan importante entender griego como entender poesía”. Xenakis, que, desde otra época, compartió con la escritora inglesa una obsesión por la musicalidad de la intraducible lengua de los antiguos dramaturgos, encontraba en ésta aquello que también motivaba su interés por la música, las matemáticas y las ciencias naturales: una suerte de esencia oculta, atemporal, en la que, de algún modo, uno siempre puede, siniestramente, reconocerse. Su Oresteïa (1965/92), que este año ha protagonizado la inauguración de la 69ª edición del Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida, fue, posiblemente, su mayor y más ambiciosa tentativa de dar una respuesta, no ya al problema del teatro musical, sino, sobre todo, al de la “mágica extrañeza” de su herencia helénica más directa: su propia lengua, sobre la que, desde muy joven, situó atentamente su mirada.
Con la Oresteïa ocurre como con muchas otras obras de Xenakis que llevan texto: por lo general, es “sólo una capa, la fonética, la de la ‘palabra musical’, la de los fonemas”, la que termina por llegar al público. Lo que hay de particular en el tratamiento que él hizo de los versos de Esquilo es que dejó que fueran, precisamente, sus singulares cualidades rítmicas y las inflexiones melódicas de la declamación —imaginadas o “reconstruidas”, por cuestiones obvias, de manera muy libre e imaginativa—, en lugar de su inteligibilidad más inmediata, las que impregnaran y estructuraran todos y cada uno de los diferentes componentes de la escritura, tanto la vocal como la instrumental. Por esta razón es que, tal vez, podrían tener cabida opiniones algo dispares acerca de la idea que tuvieron, en la producción emeritense, de incluir en la plantilla un actor para que, en las pausas entre movimientos y calderones, fuera narrando, en castellano, algunas de las escenas del texto que el compositor seleccionó para confeccionar la música. No me malinterpreten: Simón Ferrero, que fue a quien se encomendó tal tarea, lo hizo de fábula. De lo único que dependería sentirse seducido o no por la propuesta sería, pues, de si se prefería no ver contrariado en lo más mínimo el peculiar acercamiento de Xenakis a los versos de su distante antepasado o si, por el contrario, se aceptaba la cosa simplemente como lo que, en el fondo, fue: un intento de facilitar el seguimiento de los eventos principales de la trama a aquéllos menos familiarizados con el texto o con la composición —algo, por otra parte, completamente comprensible en el contexto de un festival como éste.
En el apartado musical, en cualquier caso, las estrellas indiscutibles fueron los solistas, Maciej Nerkowski y César Peris, que hicieron de la voluptuosa y salvaje sección de Kassandra (1987) lo mejor de todo el montaje. Brillantes estuvieron también las maderas de la OCAZEnigma y las voces femeninas del Ensemble Vocal Teselas, quienes, conjuntamente, dejaron una memorable escena de la libación de Electra al inicio de Las Coéforos. Hubo algunos “apaños” a la partitura, la mayoría, presumiblemente, de motivación presupuestaria y sin mayor trascendencia, y otros, como, por ejemplo, lo que parecía un “temperado” de algunos de los microtonos notados en las líneas vocales masculinas al comienzo del Agamenón o en la línea de trombón que precede al asesinato de Egisto en Las Coéforos, que, por lo sistemático de la omisión, se prestaban a imaginar que quizá se realizaron con el fin de solucionar algún problema de ejecución que hubiera podido surgir durante los ensayos. Suponiendo que esto fuese así —no deja de ser una conjetura—, si estas omisiones debieran o no ser justificables lo dejo al criterio del lector.
Dos preguntas quedaron resonando en las milenarias piedras del teatro tras la multitudinaria sacudida de banderillas al final de la obra y el embravecido aplauso posterior del público. La primera fue una que, en realidad, algunos aún nos estamos haciendo: a quién —y, sobre todo, ¡cómo!— ha logrado engañar Asier Puga para lograr llevar una propuesta de estas características a un lugar tan especial, y tan pertinente para esta música en particular, como son las ruinas del Teatro romano de Mérida. Hay que felicitar vivamente tanto a él como a las demás partes que lo han hecho posible, por haber hecho el esfuerzo —infrecuente en la España musical— de tomarse las cosas en serio. La segunda cuestión no fue tanto un interrogante como una reflexión, quizá menos compartida, sobre la visceralidad y la clarividencia con la que, en ocasiones, en las páginas del compositor greco-francés, y en su Oresteïa en particular, florece el intimísimo vínculo que existe entre su música y algunos aspectos de su vida, que son también, a su vez, aspectos de la nuestra. ¿Qué es Xenakis, el “extranjero”, el “recién llegado”, sino la desnuda voz del aislamiento, el canto ambiguo y desfigurado de Casandra? “Para comprender a Xenakis”, diríamos, lo crucial no es entender su lengua, sino “su poesía”, y si hay algo que ésta parecía decir, veladamente, a través de la ignorada profetisa troyana, es que, por lo pronto, de cara a lo que se nos viene —y por volver de alguna manera a Woolf, a quien por aquí hoy algunos desean censurar—, tal vez convenga recordar a Apolo en Las Euménides:
Contad muy bien los votos de las urnas,
y procurad hacer un escrutinio
sin un error; que un voto menos puede
ser el desastre y uno más traer
la salvación a esta pobre familia.
Jesús Castañer
(Foto: Asociación Coro Amadeus de Puebla de la Calzada)